sábado, 26 de enero de 2008

El origen de las fuerzas morales de nuestra Constitución.

Este periódico ha servido como foro de un interesante debate sobre la conveniencia o no de abolir el principio constitucional del estado confesional. Este principio alude a que el Estado costarricense, si bien permite la profesión individual de cualquier fe, reconoce que son los valores judeocristianos parte esencial de los ideales constitucionales costarricenses como fundamento del Estado nacional.

Esto los convierte, de forma implícita, en guía de nuestro devenir histórico y le imprime identidad moral a la Constitución. Representan vectores sin cuya existencia los pueblos pierden el norte y se desenfrenan. Cual filisteos, se tornan pueblos corruptos, sin dirección moral, decadentes. Mas no sea yo quien defienda tan apreciadas tesis, sino el insigne tratadista Loewenstein, -quizá el más prolífico en doctrina constitucional-, quien reconoció el origen del constitucionalismo universal, en las antiquísimas concepciones bíblicas que practicó el pueblo hebreo, quienes, inspirados en las enseñanzas testamentarias, inauguraron la práctica de la igualdad y la libertad entre los hombres.

Para ellos, los gobernantes no eran divinidades a quienes se debía reverencia servil, sino los depositarios de una autoridad superior, intangible y trascendente, que más bien los convertía en servidores de su comunidad. De ahí que el pueblo hebreo fue el primero de la historia humana, en el que los monarcas, al igual que en un moderno régimen constitucional, estaban sujetos a una suerte de estricto control que realizaban la clase levita y aquellos profetas reconocidos por la comunidad.

Por el contrario, la gran mayoría de los pueblos de la antigüedad, se sujetaban a la concepción idolátrica de la divinidad del gobernante, lo que los convertía en regímenes brutales, esclavistas y opresores contra sus propios habitantes. Así las cosas, las prácticas antiguo-testamentarias de los hebreos, inspiradas en las más profundas convicciones espirituales de dicho pueblo, resultaron en el verdadero origen de lo que posteriormente el mundo moderno ha conocido como constitucionalismo, y que fundamentalmente es, por una parte, el conjunto de principios que imponen a los gobernantes límites a su poder, -garantizando a las comunidades humanas igualdad y libertad en su convivencia-, y por otra, el conjunto de ideales superiores que le dan norte a las naciones.

De ahí que, existen principios constitucionales que no pertenecen a las actuales generaciones de una nación, sino que pertenecen a sus anteriores y a sus futuras generaciones. Posteriormente, con el gigantesco aporte del cristianismo, forjador de la cultura judeo-cristiana, acrisolada además con otras experiencias históricas de la humanidad como la democracia griega y su filosofía, resultaron inspiradas las ideas de los movimientos antimonárquicos de la era moderna, lo que vino definitivamente a consolidar al constitucionalismo como hoy lo entendemos.

Dentro de ese crisol que dio forma a la idea de constitucionalidad, es elemento primigenio esa riquísima herencia espiritual y moral, razón por la cual, abolir de nuestra Constitución Política la alusión al cristianismo, resultaría en una desnaturalización de un ideal constitucional muy propio de nuestra nacionalidad. Lo más atrevido que podría ensayarse, sin llegar a desnaturalizar ese principio, sería una reforma que reconozca al Estado como simplemente “cristiano”, tal y como fue fundada nuestra nación, sin embargo, para desdicha del estimable colega que desde este diario promueve un Estado, -desde esa perspectiva-, indefinido, no sería constitucionalmente posible eliminar del todo el reconocimiento constitucional de nuestro origen cristiano como nación, pues resultaría una reforma inviable, en el tanto se trata de un ideal constitucional que no nos pertenece a las presentes generaciones, sino a nuestros padres fundadores.

Dr. Fernando Zamora Castellanos
Doctor en derecho constitucional

Publicado. La Nación, 26 de enero del 2008.
http://www.nacion.com/ln_ee/2008/enero/26/opinion1399073.html