martes, 9 de junio de 2009

Contra una libertad constitucional

Dr.Fernando Zamora Castellanos
En el pasado la jurisprudencia constitucional definió que la enseñanza privada era una actividad de interés público, y que precisamente por ello estaba sujeta a regulaciones generales en beneficio de la colectividad. No obstante, entonces la Sala consideraba, que aquello no la convertía en una actividad ni en un servicio público —ejercido por el Estado o por concesión del Estado—, sino que era concebida como una libertad del ciudadano, sometida únicamente a la fiscalización tutelar del Estado. En este sentido iba la sentencia constitucional número 3550 del año 1992, redactada quince años atrás. Esta era una sentencia sabia, pues amparaba la adecuada aplicación del artículo ochenta constitucional, el cual debe garantizar la plena iniciativa de los sujetos privados en materia educativa. En el mismo sentido, la jurisdicción constitucional —en otra sentencia coherente con la citada—, la número 590 del año 1991, alegaba que dicha libertad es la que protegía aún el derecho de los padres de elegir la formación que desean para sus hijos. Sustentados en esta lógica impecable, la Sala afirmaba la libertad que los centros privados de docencia tenían, de aplicar, por ejemplo, sus propias tarifas —y sin duda—, énfasis, regulaciones y disposiciones características, “sin que se pueda obligar como pretende la recurrente, a estos centros, a aceptar alumnos que no cumplen con las obligaciones de estos centros docentes” (Voto 590-91). De ahí que resulta contradictorio con el coherente historial jurisprudencial anterior, un reciente fallo constitucional que se dio a conocer, el cual conminó a un centro docente privado a variar sus políticas internas, las cuales regulaban la enseñanza de sus estudiantes admitidos, de conformidad con el énfasis doctrinario propio de la institución. No tratándose de instituciones de enseñanza públicas, y no transgrediendo el principio contenido en el artículo 75 constitucional —que obliga a la observancia de las buenas costumbres o “moral universal”—, es parte consustancial de la libertad de enseñanza privada, permitir la docencia dentro de un determinado énfasis doctrinario y filosófico, independientemente que se esté o no de acuerdo con el acento pedagógico que pueda asumir el centro. En el caso de los padres, es nuestro derecho pagar —o no— por que nuestro hijos sean educados con ese énfasis, sin que debamos obligar a la institución a variarlo —¡y menos por medios judiciales!—, una vez que nuestros hijos ingresaron o pretenden ingresar a él. Distinto el caso si se tratase de centros estatales. Aunque a partir de mis propias convicciones, nunca pagaría por que mis hijos se eduquen en un centro que promueva —por ejemplo— una perspectiva reduccionista de materialismo ateo, indudablemente defiendo el derecho de otro padre de familia que desee educar a sus hijos en un centro que promueva esas ideas. Es un derecho que debe ser respetado equitativamente. Así las cosas, parece que la Sala Constitucional, con la muy buena intención de resguardar la libertad de enseñanza, por el contrario, la ha conculcado. Existe una frontera muy tenue entre la valiente defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos —de lo cual la Sala ciertamente debe ser celosa guardiana—, y por otra parte, esa tentación jurisdiccional que pretende penetrar y decidir acerca de todos los ámbitos de nuestra actividad colectiva, desde materia de estricta incumbencia política, como lo hemos visto en el pasado, hasta materia —tan curiosa— como la reglamentación del pago de premios de lotería. Todo parece indicar que dicho desliz de la jurisprudencia constitucional quizás sea causado por la caída en esta peligrosa tentación.

lunes, 1 de junio de 2009

¿Por qué caen las sociedades libres?

Dr.Fernando Zamora Castellanos
Días atrás la prensa informó de que el gobierno español aprobó una reforma a su legislación por la que una niña de dieciséis años podrá practicarse el aborto de un embarazo sano y de un hijo sano, aún a las catorce semanas de gestación, sin requerir el permiso paterno. ¿Qué hay detrás de todas estas tendencias legislativas, -cada vez más agresivas-, que se vienen imponiendo en las sociedades modernas? No son consecuencia de ideal alguno labrado en la forja histórica de filosofías trascendentes, ni de alguna novedosa cosmovisión. Se trata únicamente de una respuesta simplista que consiste en promover cambios legales para legitimar la infracultura hedonista en la que actualmente están sumiéndose muchas sociedades occidentales. Esas ofertas legislativas para que las sociedades se consuman en el océano de sus propios apetitos e instintos egoístas no deberían ser problema alguno, de no ser porque la experiencia nos demuestra, -hasta la saciedad-, que los pueblos que se han derrumbado, son aquellos que han distendido sus convicciones comunes, su ética de trabajo y la identidad de valores que forjaron su destino, dando por demás paso al engendro de la corrupción. En tiempos decadentes para Gran Bretaña, Edward Gibbon escribió una obra esclarecedora acerca de este tipo de circunstancias, enfocándolas dentro del contexto de la caída del imperio romano. En ella demostraba lo grave que es para las sociedades abdicar a la identidad de su código común de virtudes. Y aunque el argumento de la libertad es al que usualmente se apela cuando se promueve dicho relajamiento, ello es un espejismo, pues cuando la libertad es avasallada subordinándola exclusivamente en función de los instintos y apetitos, degenera en libertinaje, que es antesala del cinismo, de la demagogia y finalmente, del despotismo. Y lo censurable del cinismo no radica en el hecho de que sus argumentos carezcan de sustento lógico, -pues muchas veces lo tienen-, sino en la subrepticia intención de destruir la esperanza que combate por lo que es ideal como bien supremo, lo más valioso que poseen los que luchan. Sabemos que las sociedades libres no caen por los obstáculos y adversidades que enfrentan. Etnias y naciones se han sostenido frente a adversidades inimaginables, asidas únicamente a la colectiva lealtad a su identidad de valores comunes y a la esperanza trascendente. Pocos años atrás, Jean Francois Revel, era insistente sobre sus temores de que las sociedades abiertas caerían frente a la amenaza del totalitarismo comunista, pero los hechos demostraron lo que ya la segunda guerra mundial había probado: que las sociedades libres, aferradas a sus convicciones, pueden confrontar y vencer el despotismo, como ya había sucedido frente al horror nazi. Por ello, ni aún el poderío tecnológico y material es ventaja determinante para impedir que el despotismo sea derrotado, como tampoco para evitar que una sociedad libre degenere. De ahí que la mayor de las carencias de una nación, es que en circunstancias relevantes, se encuentre ayuna de inspiradores. Porque vivimos la paradoja de que en nuestro país parecen coexistir dos Costa Ricas. La que inspira, la de los combatientes anónimos, la que se vuelca solidaria frente a la adversidad de sus congéneres, la que se esfuerza, persevera y al menos intenta la coherencia entre virtud y fe sincera, y por otra parte, la Costa Rica que es leal, pero solo a la búsqueda de sus deleites como fines en sí mismos, la que se resiste a ceder en sus intereses egoístas, la que se detiene a contar sus talegas en medio de la marcha. Frente a esa realidad, sirva este artículo como una alerta frente al objetivo programático de aquellos que, -aunque de buena fe-, impulsados sobre la ola que recorre ciertas naciones, están pretendiendo importar ese código cultural a nuestra sociedad, legitimando una suerte de consenso del egoísmo, que tanto daño ha ocasionado a aquellas sociedades sustentadas en la responsabilidad y la verdadera libertad. fzamora@abogados.or.cr