Dr.Fernando Zamora Castellanos
En el pasado la jurisprudencia constitucional definió que la enseñanza privada era una actividad de interés público, y que precisamente por ello estaba sujeta a regulaciones generales en beneficio de la colectividad. No obstante, entonces la Sala consideraba, que aquello no la convertía en una actividad ni en un servicio público —ejercido por el Estado o por concesión del Estado—, sino que era concebida como una libertad del ciudadano, sometida únicamente a la fiscalización tutelar del Estado. En este sentido iba la sentencia constitucional número 3550 del año 1992, redactada quince años atrás. Esta era una sentencia sabia, pues amparaba la adecuada aplicación del artículo ochenta constitucional, el cual debe garantizar la plena iniciativa de los sujetos privados en materia educativa. En el mismo sentido, la jurisdicción constitucional —en otra sentencia coherente con la citada—, la número 590 del año 1991, alegaba que dicha libertad es la que protegía aún el derecho de los padres de elegir la formación que desean para sus hijos. Sustentados en esta lógica impecable, la Sala afirmaba la libertad que los centros privados de docencia tenían, de aplicar, por ejemplo, sus propias tarifas —y sin duda—, énfasis, regulaciones y disposiciones características, “sin que se pueda obligar como pretende la recurrente, a estos centros, a aceptar alumnos que no cumplen con las obligaciones de estos centros docentes” (Voto 590-91). De ahí que resulta contradictorio con el coherente historial jurisprudencial anterior, un reciente fallo constitucional que se dio a conocer, el cual conminó a un centro docente privado a variar sus políticas internas, las cuales regulaban la enseñanza de sus estudiantes admitidos, de conformidad con el énfasis doctrinario propio de la institución. No tratándose de instituciones de enseñanza públicas, y no transgrediendo el principio contenido en el artículo 75 constitucional —que obliga a la observancia de las buenas costumbres o “moral universal”—, es parte consustancial de la libertad de enseñanza privada, permitir la docencia dentro de un determinado énfasis doctrinario y filosófico, independientemente que se esté o no de acuerdo con el acento pedagógico que pueda asumir el centro. En el caso de los padres, es nuestro derecho pagar —o no— por que nuestro hijos sean educados con ese énfasis, sin que debamos obligar a la institución a variarlo —¡y menos por medios judiciales!—, una vez que nuestros hijos ingresaron o pretenden ingresar a él. Distinto el caso si se tratase de centros estatales. Aunque a partir de mis propias convicciones, nunca pagaría por que mis hijos se eduquen en un centro que promueva —por ejemplo— una perspectiva reduccionista de materialismo ateo, indudablemente defiendo el derecho de otro padre de familia que desee educar a sus hijos en un centro que promueva esas ideas. Es un derecho que debe ser respetado equitativamente. Así las cosas, parece que la Sala Constitucional, con la muy buena intención de resguardar la libertad de enseñanza, por el contrario, la ha conculcado. Existe una frontera muy tenue entre la valiente defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos —de lo cual la Sala ciertamente debe ser celosa guardiana—, y por otra parte, esa tentación jurisdiccional que pretende penetrar y decidir acerca de todos los ámbitos de nuestra actividad colectiva, desde materia de estricta incumbencia política, como lo hemos visto en el pasado, hasta materia —tan curiosa— como la reglamentación del pago de premios de lotería. Todo parece indicar que dicho desliz de la jurisprudencia constitucional quizás sea causado por la caída en esta peligrosa tentación.