Dr. Fernando Zamora C
Abogado constitucionalista
Publicado en el Semanario Pagina Abierta bajo la dirección:
http://www.diarioextra.com/2011/febrero/08/opinion07.php
El futuro del desarme costarricense está indudablemente ligado al destino que transiten las democracias occidentales. Y ese destino dependerá de la suerte que corra la tradición que las ha sustentado. Así, el bienestar de las futuras generaciones de costarricenses estará condicionado a aquello que de forma genérica se ha dado en llamar los “valores occidentales”. Devaluados éstos, la posibilidad de que Costa Rica siga siendo un Estado desarmado, se encontrará seriamente comprometida. Por ello, en interés de nuestra propia supervivencia, nos es indispensable entender el contexto en el que actuamos. Las sociedades abiertas hoy se encuentran ante el desafío que le imponen dos cosmovisiones totalitarias que le son antagónicas. Por una parte, el avance hacia el dominio mundial del materialismo oriental, de los cuales los regímenes de China o Corea del Norte son importantes exponentes, y por otra, el dilema en el que se encuentra el mundo árabe, que se debate entre una primavera democrática o el progresivo avance del totalitarismo religioso y cultural islámico. Así, en el Siglo XXI, las sociedades libres se encuentran en un dilema similar al del Siglo XX, cuando debieron enfrentar tanto el totalitarismo stalinista, como el fascista. En la historia de occidente este ha sido un escenario cíclico o recurrente. Por ejemplo, en el Siglo VIII, los musulmanes llevaron tan lejos la guerra santa islámica que, -invadiendo España-, estuvieron a las puertas de lo que hoy es Francia. Los historiadores serios reconocen que si la cristiandad, -dirigida entonces por el rey carolingio Carlos Martel-, no los hubiese confrontado con la determinación moral y militar que lo hizo, hoy Europa sería musulmana. Y sin el fundamento de la cultura cristiana, la historia de la libertad indudablemente hubiese sido otra. Igual en el Siglo XX: tres sociedades libres, -Canadá, Inglaterra y los Estados Unidos-, debieron actuar con heroica determinación para enfrentar la amenaza del militarismo japonés y el totalitarismo fascista que dominaba Europa. La convicción es ésta: si la libertad es la piedra angular sobre el que está construido Occidente, la pérdida del consenso sobre la libertad se convierte en el grave problema de nuestra comunidad de naciones, pues es el fundamento moral más eficaz con el que se pueden enfrentar los totalitarismos. De ahí que las resistencias sustentadas en el principio de la no violencia, solo son efectivas si el régimen que combaten está interesado en preservar su reconocimiento moral. En caso contrario, la estrategia es inviable. Así la cuestión esencial a responder es ¿cuáles son los fundamentos de la libertad que escogeremos proteger? Seleccionar adecuadamente las convicciones que dan fundamento a nuestra libertad, es algo tan grave como lo es determinar porqué luchar. Tal y como al momento de capacitarnos no se trata solamente de tener información, sino que ésta sea correcta, igual de importante es delimitar los fundamentos filosóficos y aún las fronteras adecuadas de la libertad. Así un reto sustancial que están enfrentando las sociedades libres es la de resolver la difusa imprecisión de los conceptos. ¿Cuál es el fundamento filosófico de la libertad que debe preservar Occidente? Alternativas que pretenden imponerse son múltiples. ¿Es la “libertad” que le pregonó Kim Il Sung a Corea?, ¿la “libertad” sustentada en la mera satisfacción de los apetitos, como la de Allen Ginsberg y su revolución sexual? o ¿la que prometió Fidel en los sesentas? ¿Será la fanática “libertad del paraíso y sus vírgenes” que al musulmán ofrece su propio totalitarismo religioso? De la adecuada determinación por defender lo que en Occidente hemos entendido por libertad, -o de su decadencia-, dependerá que Costa Rica, -como democracia desarmada-, se logre mantener segura en el devenir de los tiempos. Fray Luis de Granada sostenía que, en el peregrinaje de la vida, los mayores enemigos que un hombre debe vencer están en su interior. Igual sucede con las sociedades abiertas, en donde parte de su adecuada dinámica consiste en que fuerzas internas tengan la posibilidad de combatir incluso los consensos morales históricamente propuestos. Así, en una comunidad libre, la eterna paradoja siempre será la lucha que ésta tiene consigo misma y además con los enemigos externos. El problema del liderazgo occidental de hoy es que, -aún a lo interno de sus naciones-, parecen estarse perdiendo batallas por ese valioso consenso moral. Después que Roma cayó, Occidente se levantó de sus cenizas sobre las alas de la libertad sustentadas en la ética cristiana, sin embargo, el paroxismo del disenso ha llegado al extremo de prohibir en las Escuelas occidentales la enseñanza de los valores espirituales que dieron sustento a la cristiandad occidental. Como en la historia del flautista de Hamelin, -encantados por hermosas consignas aparentemente inofensivas-, nos llevan a una trampa. Es un anzuelo conceptual muy similar al de creer que las convicciones pacíficas deben prevalecer necesariamente pese a determinadas circunstancias. Y en este punto señalo un tema sobre el que parece que en Costa Rica hay confusión. Sabemos que el problema de la agresión nicaragüense se resolverá favorablemente en los estrados judiciales internacionales y que ese hecho jamás ameritará una guerra entre dos pueblos hermanos. Pero esto no significa que el costarricense deba abrazar la idea absoluta de que la guerra sea siempre necesariamente el mayor mal. Detrás de un pacifismo extremo se esconde una ética materialista: la creencia de que los mayores males de la existencia humana necesariamente son el dolor o la muerte. Hay males superiores a esos. Vivir en perenne opresión, suprimir una cultura elevada y sustituirla por una baja y opresora, es un mal mayor que la guerra. La cuestión no es definir si la guerra es un gran mal. Eso es obvio. Pero eso no omite la conciencia de que existen guerras que no necesariamente representan el mayor mal, y la inconveniencia de caer en el absurdo de que, por evitarlas, prefiramos perder nuestra identidad. Al fin y al cabo recordemos que, si llevamos a un extremo inconveniente nuestra aversión contra la guerra justa, tenemos en nuestra contra a Juan Rafael Mora, a Juan Santamaría, a Lincoln o a Martí. fzamora@abogados.or.cr
Abogado constitucionalista
Publicado en el Semanario Pagina Abierta bajo la dirección:
http://www.diarioextra.com/2011/febrero/08/opinion07.php
El futuro del desarme costarricense está indudablemente ligado al destino que transiten las democracias occidentales. Y ese destino dependerá de la suerte que corra la tradición que las ha sustentado. Así, el bienestar de las futuras generaciones de costarricenses estará condicionado a aquello que de forma genérica se ha dado en llamar los “valores occidentales”. Devaluados éstos, la posibilidad de que Costa Rica siga siendo un Estado desarmado, se encontrará seriamente comprometida. Por ello, en interés de nuestra propia supervivencia, nos es indispensable entender el contexto en el que actuamos. Las sociedades abiertas hoy se encuentran ante el desafío que le imponen dos cosmovisiones totalitarias que le son antagónicas. Por una parte, el avance hacia el dominio mundial del materialismo oriental, de los cuales los regímenes de China o Corea del Norte son importantes exponentes, y por otra, el dilema en el que se encuentra el mundo árabe, que se debate entre una primavera democrática o el progresivo avance del totalitarismo religioso y cultural islámico. Así, en el Siglo XXI, las sociedades libres se encuentran en un dilema similar al del Siglo XX, cuando debieron enfrentar tanto el totalitarismo stalinista, como el fascista. En la historia de occidente este ha sido un escenario cíclico o recurrente. Por ejemplo, en el Siglo VIII, los musulmanes llevaron tan lejos la guerra santa islámica que, -invadiendo España-, estuvieron a las puertas de lo que hoy es Francia. Los historiadores serios reconocen que si la cristiandad, -dirigida entonces por el rey carolingio Carlos Martel-, no los hubiese confrontado con la determinación moral y militar que lo hizo, hoy Europa sería musulmana. Y sin el fundamento de la cultura cristiana, la historia de la libertad indudablemente hubiese sido otra. Igual en el Siglo XX: tres sociedades libres, -Canadá, Inglaterra y los Estados Unidos-, debieron actuar con heroica determinación para enfrentar la amenaza del militarismo japonés y el totalitarismo fascista que dominaba Europa. La convicción es ésta: si la libertad es la piedra angular sobre el que está construido Occidente, la pérdida del consenso sobre la libertad se convierte en el grave problema de nuestra comunidad de naciones, pues es el fundamento moral más eficaz con el que se pueden enfrentar los totalitarismos. De ahí que las resistencias sustentadas en el principio de la no violencia, solo son efectivas si el régimen que combaten está interesado en preservar su reconocimiento moral. En caso contrario, la estrategia es inviable. Así la cuestión esencial a responder es ¿cuáles son los fundamentos de la libertad que escogeremos proteger? Seleccionar adecuadamente las convicciones que dan fundamento a nuestra libertad, es algo tan grave como lo es determinar porqué luchar. Tal y como al momento de capacitarnos no se trata solamente de tener información, sino que ésta sea correcta, igual de importante es delimitar los fundamentos filosóficos y aún las fronteras adecuadas de la libertad. Así un reto sustancial que están enfrentando las sociedades libres es la de resolver la difusa imprecisión de los conceptos. ¿Cuál es el fundamento filosófico de la libertad que debe preservar Occidente? Alternativas que pretenden imponerse son múltiples. ¿Es la “libertad” que le pregonó Kim Il Sung a Corea?, ¿la “libertad” sustentada en la mera satisfacción de los apetitos, como la de Allen Ginsberg y su revolución sexual? o ¿la que prometió Fidel en los sesentas? ¿Será la fanática “libertad del paraíso y sus vírgenes” que al musulmán ofrece su propio totalitarismo religioso? De la adecuada determinación por defender lo que en Occidente hemos entendido por libertad, -o de su decadencia-, dependerá que Costa Rica, -como democracia desarmada-, se logre mantener segura en el devenir de los tiempos. Fray Luis de Granada sostenía que, en el peregrinaje de la vida, los mayores enemigos que un hombre debe vencer están en su interior. Igual sucede con las sociedades abiertas, en donde parte de su adecuada dinámica consiste en que fuerzas internas tengan la posibilidad de combatir incluso los consensos morales históricamente propuestos. Así, en una comunidad libre, la eterna paradoja siempre será la lucha que ésta tiene consigo misma y además con los enemigos externos. El problema del liderazgo occidental de hoy es que, -aún a lo interno de sus naciones-, parecen estarse perdiendo batallas por ese valioso consenso moral. Después que Roma cayó, Occidente se levantó de sus cenizas sobre las alas de la libertad sustentadas en la ética cristiana, sin embargo, el paroxismo del disenso ha llegado al extremo de prohibir en las Escuelas occidentales la enseñanza de los valores espirituales que dieron sustento a la cristiandad occidental. Como en la historia del flautista de Hamelin, -encantados por hermosas consignas aparentemente inofensivas-, nos llevan a una trampa. Es un anzuelo conceptual muy similar al de creer que las convicciones pacíficas deben prevalecer necesariamente pese a determinadas circunstancias. Y en este punto señalo un tema sobre el que parece que en Costa Rica hay confusión. Sabemos que el problema de la agresión nicaragüense se resolverá favorablemente en los estrados judiciales internacionales y que ese hecho jamás ameritará una guerra entre dos pueblos hermanos. Pero esto no significa que el costarricense deba abrazar la idea absoluta de que la guerra sea siempre necesariamente el mayor mal. Detrás de un pacifismo extremo se esconde una ética materialista: la creencia de que los mayores males de la existencia humana necesariamente son el dolor o la muerte. Hay males superiores a esos. Vivir en perenne opresión, suprimir una cultura elevada y sustituirla por una baja y opresora, es un mal mayor que la guerra. La cuestión no es definir si la guerra es un gran mal. Eso es obvio. Pero eso no omite la conciencia de que existen guerras que no necesariamente representan el mayor mal, y la inconveniencia de caer en el absurdo de que, por evitarlas, prefiramos perder nuestra identidad. Al fin y al cabo recordemos que, si llevamos a un extremo inconveniente nuestra aversión contra la guerra justa, tenemos en nuestra contra a Juan Rafael Mora, a Juan Santamaría, a Lincoln o a Martí. fzamora@abogados.or.cr