Dr. Fernando Zamora C.
Abogado constitucionalista
Publicado en el periódico La Nación bajo la dirección:
Después de muchos lustros, ha
renacido en Costa Rica un partido de filosofía Demócrata Cristiana. Lo logró un
solitario quijote cartaginés, de apellidos Redondo Poveda, quien fue electo único
congresista en representación de la nueva Alianza Demócrata Cristiana (ADC).
Reflexionando sobre ello, recordé los escritos de Luis Barahona Jiménez, filósofo
y padre intelectual de la democracia cristiana costarricense. Don Luis sostenía
que no es posible un estadista, si antes éste no domina el conocimiento de los
principios filosóficos sobre los que se basa la actividad política, la
organización del Estado y la sociedad.
Como buen filósofo, Don Luis había
optado por la democracia cristiana porque prefería las filosofías políticas abiertas
antes que las ideologías. Sabía que solo las sanas corrientes filosóficas
ofrecían el saber práctico que se requiere para resolver los problemas que el
devenir histórico impone. Y que la política no debe sujetarse a un recetario
supersticioso de fórmulas, como sucede con las ideologías. Una filosofía política
sensata no ofrece recetas. Solo es guía para discernir el camino y escoger de
todo el conjunto de arbitrios que, -para cada caso concreto-, se ponen en
práctica intentando el bien común. Se limita a ofrecer un marco dentro del cual
se desata la inspiración de un buen estadista, que es el poder extraordinario con
el que el gobernante intuye el destino de los pueblos y atisba las sendas para
transitarlo. Al final del camino, solo el tiempo lo puede juzgar. Pero esa
inspiración es imposible en una mente obnubilada por los prejuicios y las
supersticiones ideológicas. Porque la ideología es un condicionamiento. Es una
programación mental. Independientemente de que sus enunciados se ajusten o no a
la realidad, lo esencial es que cumplan una función directiva del
comportamiento. Sean o no justificados sus predicados, al final resultan un
conjunto prescriptivo y sistemático de conductas condicionadas por una fuerte
carga emotiva.
Como bien lo reclamó el pensador
mexicano Luis Villoro, la ideología es un conjunto de creencias que responden
al interés particular de grupos afanados en obtener poder. Aunque éstas no siempre
son irracionales, no pueden invocar una justificación suficiente para que su
supuesta verdad se acepte con razonable seguridad. Sabemos que existen
creencias falsas, incluso algunas que, por injustas, son evidentemente falsas y
por eso, no tienen fuerza social. Pero en el caso de la generalidad de las
falacias ideológicas, éstas sí se aceptan como verdades incuestionables solo
por el objetivo político que arrebatan.
Las ideologías dan por
sentadas convicciones que en la gran mayoría de los casos no tienen fundamento
en la realidad. A pesar de ello, los activistas de las ideologías logran que sus
razones venzan a otras mejores, como son por ejemplo, las razones estadísticas.
La falacia ideológica no necesariamente se levanta intencionalmente. No siempre
es un engaño consciente. Por eso es difícil confrontarla. Quien está sometido a
las supersticiones ideológicas, las abraza con sincera ingenuidad. Por eso son
un yugo difícil de vencer. La única forma de desenmascarar la falacia
ideológica es descubriendo los intereses propios de quienes las promueven.
La ideología es un espejismo
que satisface las necesidades de identidad colectiva, de reconocimiento y
cobijo. Por eso los jóvenes son quienes fácilmente caen presa de las redes que
los ideólogos echan. Ahora bien, para que la superstición ideológica alcance
éxito social y justifique su intención de acceder al poder político, es
necesario que quienes las prohíjan estén convencidos de que aquello en lo que
creen será en beneficio de todos. Y por promover quimeras que al final del
camino solo son intereses, la ideología es un engaño. Dichos intereses
político-ideológicos llegan al extremo de presentar como verdades, creencias que
la misma realidad contradice, o que son incluso irracionales.
Surgidas a partir del marxismo
del siglo XIX, las doctrinas ideológicas más peligrosas tienen su matriz en las
teorías del materialismo determinista y de la lucha de clases. El denominador
común de todas sus variantes está en dos elementos. Mal conciben el desarrollo
humano a partir de la progresiva acumulación de poder en el Estado. Por otra
parte, son doctrinas omnicomprensivas de la historia y de la sociedad, lo que
las hace necesariamente falaces. Para sus adeptos, esos dogmas materialistas son
un recetario indispensable para ejercer el poder. Tanto para alcanzarlo como
para mantenerlo. Para los políticos dominados por esas supersticiones, las
políticas públicas son eficaces en el tanto apliquen al pie de la letra tal
recetario. Antes que surgieran los materialismos de la época moderna, la
humanidad no conocía tal culto por una razón totalizadora. No existían las
complejas y omniabarcadoras teorías que imponen los materialismos de hoy.
Las naciones gobernadas por
corrientes de pensamiento sustentadas en sanas filosofías políticas abiertas, -como
la democracia cristiana, la moderna socialdemocracia de raíz europea, o el
socialcristianismo-, han aspirado siempre a establecer el equilibrio que
mantenga a raya esa voraz propensión totalizadora del Estado. Sin perder de
vista la perspectiva de su responsabilidad rectora, una sana filosofía política
abraza firmemente la idea de un Estado de dimensiones y gasto controlados. De
tal forma que se estimule el emprendedurismo empresarial y la iniciativa de los
ciudadanos fuera del Estado. Sin embargo, en un 40% de la conformación de
nuestro nuevo parlamento, detecto con profunda preocupación un discurso
contaminado de ideología. Tengo la percepción de que muchos pretenden ir en
contravía del camino sensato, hacia una mayor acumulación de poder público.
Todo en daño del ciudadano que lucha desde fuera del Estado y que, al final, se
ve obligado a sostener dicha incontenible entelequia devoradora en crecimiento.
Por esa preocupación, -y en relación con la definición presidencial aún
pendiente-, me parece importante que Don Luis Guillermo Solís, -a quien en lo
personal le guardo un especial aprecio-, de alguna forma aclare con mayor precisión las
declaraciones que dio a este periódico el pasado 13 de diciembre. En ellas alude
a las supuestas bondades de un Estado grande. Conocedor de la sensatez de Luis
Guillermo, y de la potencial influencia que sus declaraciones tienen en la
educación del pueblo, es importante que deje claro a qué se refiere con ello. fzamora@abogados.or.cr