Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.
Publicado en el periódico La Nación:
La situación fiscal es una preocupación
legítima, pero cuando
la
discusión gira monotemáticamente en torno a ello, el riesgo es olvidar el
verdadero desafío. Las sociedades no necesariamente colapsan por dificultades en
su sistema económico, o democrático. Esos usualmente son solo síntomas de un
mal mayor. Lo que verdaderamente amenaza a las sociedades es el declive de su
cultura. Los negacionistas sostienen que las decadencias culturales no existen.
Pero la siempre impertinente realidad histórica no les da la razón. Ella es
plétora en ejemplos de culturas que nacieron, se desarrollaron, alcanzaron el
clímax -muchos de éstos incluso gloriosos- para caer en un proceso decadente
que finalmente las hizo experimentar terribles sufrimientos, o incluso desaparecer.
Ejemplos hay por decenas. La más documentada de tales decadencias, fue la del
mundo grecorromano antiguo. Durante el transcurso del apogeo de su poder
imperial, sus generales se preocupaban más por sus intrigas y disputas -poniendo
o deponiendo emperadores-, y usufructuando el poder. Esto permitió que sus
enemigos aprovecharan los vacíos defensivos que aquello provocó, como finalmente
lograron los bárbaros. Las tribus bárbaras eran nómadas y primitivas; carentes
de conocimiento escrito. Aún peor, la única forma de organización que conocían,
era la atávica cohesión depredadora, que les permitía repartirse el botín recogido
por sus vándalos. Pese a ello, la decadencia de Roma llegó a tal extremo que, a
partir del Siglo III d.C., aquellas hordas se enseñorearían sobre lo que, hasta
ese momento, había sido la cultura más compleja de la historia. En el 410 d.C.,
San Jerónimo resumió la situación con una frase lapidaria: “…los sollozos
interrumpen mi dictado, ¡ha sido humillada la ciudad que dominó el mundo entero!”
Podría continuar citando ejemplos que describen este tipo de realidades; recordando
la caída del imperio victoriano, o la decadencia del poder de los soviets; la
invasión de los hicsos que estimuló la caída del gran Egipto, o cómo la
corrupción de sus custodios, dio pie a la destrucción, por Tito en Jerusalén, del
majestuoso segundo templo.
Pero más importante es contestar ¿qué
estimula la decadencia de una cultura? Lo primero que debemos reconocer es la
realidad de la corrupción del carácter humano. La asfixia de la libertad es lo
primero que el mal provoca. En las culturas donde se da preeminencia a los
valores, las libertades son necesariamente complementarias. En otras palabras,
no existe ninguna libertad que requiera la asfixia de otra para existir. Ahora
bien, esto no quiere decir que deba desconocerse que los derechos y deberes ciertamente
gozan de una escala jerárquica. El apogeo de la cultura le da valor preeminente
al ideal. Por el contrario, una característica cardinal de la decadencia es la
sobrevaloración del placer egoísta. Así, el síntoma principal de todo declive
es cuando no se estima el esfuerzo. Por ello, un damnificado de dicha
devaluación es la ética del trabajo. Tal perspectiva me ha hecho creer que el
mayor mérito intelectual del nobel Vargas Llosa, radica en la severa crítica
que hizo contra esa propensión hedonista de la actual sociedad occidental. Para
él, el mayor problema cultural de Occidente se refleja en una sociedad
obsesionada con la autocomplacencia egoísta, la sobreestima del espectáculo, el
escándalo morboso y la ética de mínimos. Las fronteras éticas y los códigos de
vida que obstruyan los apetitos, son repudiados. La espiritualidad que no exija
compromisos morales se torna moda, y se imponen agresivas las ideologías
moralmente utilitarias y estrictamente materialistas.
Aún más, cuando el placer es objetivo
existencial y valor prevalente se vive para el presente. ¿Y cuál es la perversa
implicación económica de una sociedad que vive para el presente? Lo primero que provoca el “totalitarismo” de
la inmediatez, es el culto supremo al consumo aquí y ahora. Incluso el crédito
se desnaturaliza, y ya no es herramienta de inversión, sino de mero dispendio,
pues las personas y las sociedades se vuelven incapaces de retardar la
gratificación. Las consecuencias de no ser capaces de retardar la gratificación
son funestas. Los psicólogos lo saben. Y así, la gratificación ya no es una
derivación del esfuerzo, sino otro fin del placer en sí mismo. La consecuencia
cardinal es que la economía deja de ser lo que debe ser, o sea, instrumento de
la cultura para resolver necesidades legítimas que elevan nuestra condición de
vida integral, sino que el mercado se supedita al gasto sin propósito. La
economía termina sirviendo al usufructo superficial y en el peor de los casos,
vicioso. Por otra parte, la naturaleza inmediatista de las sociedades
hedonistas, las hace renunciar al ideal de progreso. Esto acarrea un pesimismo
vital que promueve la noción generalizada de que la historia carece de
relevancia, y no tiene sentido el porvenir. A partir de que tal premisa se introyecta
en la psiquis colectiva, el espíritu cívico pierde sentido, y con ello la
participación política. Es entonces que, en la función pública, los vividores y
oportunistas les acechan su espacio vital a los patriotas.
El imperio del relativismo es otro indicio
que revela el retroceso cultural. Allí no existe el concepto de verdad, y por
tanto tampoco la escala que garantiza la prevalencia de los valores. Las
consecuencias que ello acarrea son, por una parte, el drástico deterioro del
principio de autoridad, y por otra, la quiebra de la solemnidad. Épocas en las
que -como dijo Alberto Cañas- muchos aspiran que el clérigo oficie misa en
camiseta. Porque la mediocridad aborrece las escalas jerárquicas y donde los
parámetros se desprecian, la autoridad se deteriora. Zygmunt Bauman le puso un sobrenombre
a esa decadencia occidental: “modernidad líquida”. Las sociedades “líquidas”,
sostenía Bauman, son hostiles a las virtudes y exaltan lo vulgar. Esto último
ha acarreado otra funesta consecuencia, de la que nos alertaba con vehemencia
el poeta y crítico Thomas S. Eliot: la desnaturalización del arte. El objetivo del
arte no es otro que alcanzar una forma de trascendencia inmaterial, por la vía
del deleite estético. Si no es manifestación del espíritu, éste no tiene
sentido. Sin embargo, el declive
cultural de nuestra mercantilista sociedad del placer, ha corrompido el arte
degradándolo a límites inimaginables; tristemente célebre fue una exposición
que hizo en 1999 el Museo de Brooklyn, donde un exhibicionista cobró notoriedad
al presentar una supuesta obra de arte en
la que profanó una imagen sacra, intercalando recortes de revistas
pornográficas y excremento. No quepa duda. El verdadero desafío es siempre cultural.
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