Abogado constitucionalista.
Publicado en el periódico La Nación
https://www.nacion.com/opinion/columnistas/mercado-de-vidas/GQUVAZTG6BCMZNDWOXXVEKHAGQ/story/Publicado en España en el periódico El Imparcial.
Por mis responsabilidades como miembro de la Comisión Nacional de Bioética
de la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica, debí adentrarme en el
estudio de los desafíos bioéticos que hoy amenazan la cultura cristiana. En
el siglo pasado el principal desafío a dicha cultura fue el totalitarismo
político materialista, cuya principal expresión fue el marxismo y el fascismo, dos
caras de una misma moneda. Parecía que aquella sería una
guerra que en algún momento la cultura occidental perdería. Una
anécdota ilustra la amenaza: se dice que en 1935, cuando arreciaba en
Rusia la represión y matanza de cristianos, el ex ministro de exteriores
francés Pierre Laval, le aconseja a Stalin que no debía con ello enojar al Papa.
A lo que éste respondió con un sarcasmo que quedaría en los anales como famosa
ironía: “¡El Papa! ¿cuántas divisiones
tiene?” Esta anécdota era un
tenebroso preludio de las intenciones últimas de aquel totalitarismo, y de
su confianza en su propia fuerza. Pero como lo esencial es invisible, y la
historia es escrita recta en líneas torcidas, sucedió lo contrario. Al
final un Papa polaco sería determinante en la caída del poder
soviético. Pues bien, así como en el siglo XX fue el
totalitarismo político, hoy uno de esos graves retos lo plantea la
influencia cultural y el poderío económico de quienes intentan mercantilizar
la vida valiéndose de la biotecnología. La cosificación de la vida humana es la más oscura faz
que caracteriza a las actuales sociedades del placer. Me refiero a esa oscura vocación
que pretende convertir al ser humano de sujeto a objeto. Veamos de qué se
trata.
En 1971 inició el proceso de mercantilización del
patrimonio genético del planeta. Un microbiólogo contratado por una
transnacional estadounidense pidió patentar un microorganismo; como era de
esperarse, la Oficina de patentes rechazó la solicitud, pues entonces los seres
vivos no eran sujetos de apropiación. Sin embargo la transnacional apeló ante
el Tribunal de Patentes, quienes en una ajustada decisión, se subordinaron a
los intereses de la compañía, y declararon que el hecho de que los
microorganismos estén vivos carece de significado legal. El autor Ted Howard, sostuvo entonces que la decisión afectaba la
esencia del tema sobre el valor intrínseco de la vida, pues a partir de allí,
ésta se disminuía casi al mismo nivel que un mero producto químico. Y esto independientemente
de que el organismo vivo tenga alguna modificación genética, pues tal
modificación nunca será “un invento”, sino básicamente técnicas aplicadas por descubrimientos
a partir de la experimentación con vida. Y ésta, quieran o no los tribunales de las sociedades
de consumo, no debe ser sujeto de apropiación mercantil. Al fin y al cabo,
salvo modificarlos genéticamente, ningún biólogo molecular podría crear genes,
órganos u organismos vivos de suyo propio. ¿O es que se justifica, por ejemplo,
patentar el gen del cáncer de mama, o un riñón, por el simple hecho de haberlo
sometido a una modificación genética? Jeremy Rifkin comparó aquel despropósito
con el sinsentido de que, quienes descubrieron la tabla de elementos químicos,
por tal acción pretendieran apropiarse de éstos. Pero dicha tendencia legal
prosiguió. Años después, en octubre de 1980, el Tribunal Supremo despeja el
camino para la explotación comercial de la vida, lo que en Wall Street disparó las
acciones de las grandes farmacéuticas y empresas biotecnológicas.
Abierta la caja de Pandora, avanzó la codicia. En un
giro de 180 grados, la Oficina de Patentes estadounidense revocó su posición
original declarando que los organismos pluricelulares, animales incluidos, eran
susceptibles de patentarse por el hecho de haber sido objeto de alguna
modificación genética. La decisión incendió Troya, pues entreabría a futuro la
puerta a patentar la vida humana; los funcionarios debieron correr aclarando
que aquello no incluía a los humanos. Sin embargo, la aclaración solo fue para
aplacar la furia momentánea, pues 13 años después, se solicitó patentar un carácter
genético útil para la protección de unos anticuerpos, que era proveniente de
una mujer guaimí de Panamá, sin siquiera solicitarle a ella la autorización. Meses
después se intentó algo similar con ciudadanos de las islas Salomón, y de Papúa
Nueva Guinea. Cuando el gobierno de esas islas protestó, el exsecretario de Comercio
estadounidense se limitó a responder que “las células humanas son patentables”.
Otra ilustración la ofrece el caso del ciudadano John Moore, quien demandó sin
mayor éxito a la UCLA (Universidad de California), cuando descubrió que ésta
patentó partes de su cuerpo sin informarle. De más está anotar el tremendo
negocio que es obtener derechos de genes o líneas celulares, pues ya para mayo
de 1986, la revista Nature había documentado que la biotécnica Amgen pagó $20
millones por el derecho a desarrollar productos a partir de un gen humano. El
paroxismo de este abuso mercantil llegó cuando la Oficina europea de patentes
otorgó a la compañía estadounidense Biocyte, la propiedad de todas las células
de sangre humana usadas con cualquier propósito terapéutico procedentes del
cordón umbilical del recién nacido. La patente fue tan abusiva, que autorizó a
Biocyte a negar el uso de dichas células sanguíneas a quien no pagara por ello,
a pesar de que éstas son indispensables para el trasplante de médulas óseas. Igualmente
la empresa Venter solicitó patentar más de dos mil genes del cerebro humano, lo
que incluso llevó a protestar al Nobel Watson, ex director del proyecto Genoma
Humano, pues la investigación de dichos genes había sido financiada con
impuestos. Esta mercantilización tomó además un tenebroso giro eugenésico,
cuando una Universidad de Cleveland anunció la reproducción en laboratorio del
primer cromosoma humano, el cual permitiría conducir de forma caprichosa,
caracteres genéticos tras la concepción. En otras palabras, posible procreación
de niños con caracteres “a la carta”. Los derechos de esa técnica los tiene
Cleveland Arthesys Inc.
Las voces solitarias que se han levantado contra esta
tendencia han sido la de los líderes religiosos de los tres monoteísmos, el
cristiano, judío e islámico, pues el debate desafía la noción acerca de la
misma naturaleza de la vida, y si siendo creación divina, el mercado debe o no apropiarse
de ella. Una tesis similar a la que en
el siglo XIX esgrimieron los cristianos europeos contra la esclavitud; si la
persona tiene dignidad dada por Dios, ésta no debe ser objeto de apropiación. fzamora@abogados.or.cr