Abogado constitucionalista
Publicado en el diario La Nación
https://www.nacion.com/opinion/columnistas/pagina-quince-como-proteger-la-democracia/BTUFYYWQQVA25EJZJY6XAYTERA/story/
y en el diario español El Imparcial
Es imposible
reconocer las condiciones que fortalecerían nuestra democracia, sin antes comprender
cuáles son las patologías que la enferman. Por ello intentaré tal síntesis, la
de comprender los síntomas y enumerar nociones para su mejoría. Iniciemos repasando
los “pecados capitales” de una democracia enferma. El primero de ellos sucede
cuando se generaliza en la clase política una vocación codiciosa por el poder, hasta
llegar al extremo de buscarlo, -o peor aún-, mantenerlo de una forma abusiva e
insana. No anotaré ejemplos de ello, pues aquí y en el extranjero conocemos
tantos casos, que robaría espacio necesario a otras ideas que quiero señalar. En
esencia, desconfíen de aquellos que se obsesionan por alcanzar el poder, y que hacen,
de sus intentos y reintentos por conquistarlo, una forma de vida. El segundo es
la tentación del autoritarismo. El autoritarismo puede derivar en totalitarismo,
que es la máxima expresión de esta anomalía del ejercicio del poder político.
El autoritarismo empieza como síntoma de la democracia enferma, que impregna progresivamente
el tejido político alrededor de quienes ejercen el poder, al extremo que,
combinado con una ideología política o algún credo perverso, el totalitarismo
se impone. En el totalitarismo, el control sobre todos los aspectos de la vida
ciudadana es absoluto. De ahí las tres grandes ilustraciones de la historia
reciente: el marxismo, el fascismo y los regímenes de las teocracias islámicas.
El tercer pecado capital de la democracia es la
demagogia, que es precisamente la antítesis del autoritarismo, pues es una
suerte de entropía. El primero en definirla fue Aristóteles. Para éste
filósofo, cuando se corrompían los ideales de la República, el afán de las
muchedumbres se enseñorea sobre las instituciones, al extremo que el poder lo
toman los ciudadanos menos virtuosos. Es lo que D´Ormesson llamaba “ineptocracia”.
También se le llama “oclocracia”, que alude al desgobierno de las turbas
irracionales que linchan. Consecuencia de ello, el típico síntoma que antecede
a la demagogia es la fragmentación del poder. Antes de la demagogia viene la atomización
del poder. Las organizaciones políticas se fraccionan en pequeños archipiélagos
traducidos en toda ralea de partidos, partiditos, tendencias y demás corrientes
disidentes, de tal forma que, cada fragmento se anula recíprocamente hasta que el
sistema pierde toda eficacia y credibilidad. Tal “insularización” es agravada
por la “democracia de cuotas”. La España parlamentaria de hoy, prolífica en
opciones partidarias, y que hace algunos años alcanzó cientos de días sin
formación de gobierno, es un ejemplo dramático. También Costa Rica ha venido
experimentando esa peligrosísima tendencia a fraccionar la democracia en
cuotas. Aquí se llegó al extremo de que, para el 2018, se inscribió un partido
de transportistas. No nos extrañe cuando los interesados en eliminar los
exámenes de incorporación a los colegios profesionales hagan su partido, y así
hasta el absurdo. En lugar de movimientos que velen por los ideales generales
de la colectividad nacional, se están engendrando cascarones electorales
representando cada interés creado. Un escenario digno de la dramaturgia de
Jacinto Benavente.
El cuarto pecado capital de la democracia es el
populismo. El populismo es una maquinación astuta para la toma del poder. El
ego es la semilla que le da origen, pues proviene de una propensión vanidosa
sobre sí mismo. La inspiración auténtica del líder no debe provenir del ego
sino del ideal, y por tanto, del espíritu.
El idealista confronta la adversidad en virtud de las visiones
anticipadas que tiene acerca de alguna mayor perfección con la que sueña. El
ególatra es su antítesis, pues no lo inspira la convicción de una posible
perfección venidera, sino una enfermiza ansiedad de protagonismo y poder. El
populista es un sociópata disfrazado de prohombre, que incita las bajas pasiones
de los ciudadanos -sus prejuicios, resentimientos, temores y anhelos-, para
dirigirlos hacia sus propios objetivos, los cuales siempre derivan en la quiebra
de las instituciones republicanas.
El quinto y último pecado capital es cuando se hace de
la política un modus vivendi. Me refiero a los políticos vividores del
presupuesto. No me refiero a los funcionarios técnicos del Estado, que por
razones obvias es conveniente su labor permanente allí. Aludo a lo que Felipe
Gonzalez refería como los políticos que saltan de una posición de poder a otra,
definiéndolo como “la profesionalización de
la actividad política que llega al extremo que no queda otro horizonte que
mantenerse en ese carril”. Y entonces, es cuando vemos a políticos que se
eternizan en las posiciones de poder pues la fuerza de su competencia no radica
en el prestigio que le otorga alguna actividad profesional o intelectual, ni la
destreza en alguna actividad productiva, sino en función de medrar del poder
político. Y usualmente eso sucede cuando
se usufructúa de las herencias políticas otorgadas por generaciones anteriores
que forjaron un ideal, o de los padrinazgos y compadrazgos tan usuales en el
ejercicio vacío del poder.
Ahora bien, para evitar sumirnos en esa espiral
decadente, es menester promover dos realidades consustanciales al buen ejercicio
de la actividad democrática y electoral. La primera de ellas es el
fortalecimiento de aquellos partidos de naturaleza permanente y no personalista,
o en otras palabras, que su organización permanezca en el transcurrir de los
procesos sin estar sujeto a la voluntad caprichosa de un caudillo. Además, que
sean organizaciones políticas que ostenten coherencia en la defensa y práctica
de una filosofía política, y que no sean partidos sustentados en la defensa de
intereses gremiales o de grupos de interés, sino con una agenda país integral.
El segundo aspecto radica en la necesidad de invertir en la capacitación
política de las nuevas generaciones. Esta capacitación debe fundamentarse, más
que en la enseñanza del activismo electoral, en la confrontación y estudio de
las ideas políticas, sin que ello implique una mera programación mental, pues
el sectarismo atenta contra la formación en libertad que merecen los jóvenes.
La combinación de partidos políticos permanentes, filosóficos, no personalistas
ni gremialistas, y con una vocación educativa enfocada en sus ideales, es lo
que permitirá consolidar una genuina democracia, y una generación de líderes
cultos dignos de ella.
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