Dr. Fernando Zamora Castellanos. Abogado constitucionalista
El acertijo que contesta las razones del desarrollo, sigue siendo una de las prioridades del debate intelectual. Apenas hace tres siglos, -que es poco tiempo en la historia del desarrollo humano-, la metrópoli mexicana, heredera del poderoso imperio azteca, era mucho más rica que cualquiera de las comunidades del norte de América. Hoy ese norte, representado por Canadá y Estados Unidos, aún alberga la economía líder del mundo, mientras que México se sitúa cerca del puesto 80 del índice del desarrollo humano. Aún más lapidaria es la observación de Carlos Alberto Montaner, quien si no mal recuerdo en su obra “La libertad y sus enemigos”, recordaba que cuando la Universidad de San Marcos en Lima graduaba abogados con vocación cosmopolita, Boston aún eran pantanos; hoy Massachussets alberga las universidades punta del mundo, mientras que, los cada vez mayores cinturones de miseria, están por engullir a la ciudad de Lima.
Son muchas las hipótesis sugeridas para responder al
interrogante del desarrollo humano y el progreso. ¿Cuáles son los factores que
estimulan la prosperidad de una nación?: ¿es la abundancia de sus recursos
naturales?, ¿es la situación geográfica la que lo define? ¿o acaso el factor determinante
es el clima? O bien, ¿se trata esencialmente de las instituciones que rigen las
sociedades, como lo sostienen los economistas Acemoğlu y Robinson? O mejor aún,
¿es resultado de la aplicación de formas abiertas de gobierno, como sugiere Francis
Fukuyama? Otros perversos cultores del darwinismo social y las ideas racistas
plantearon que el desarrollo dependía de las características raciales de los
habitantes.
La explicación de las causas del desarrollo, es abundante
en opciones: ¿son las condiciones de la estructura económica y la relación
existente entre los detentadores de los medios de producción y las clases sociales
que dependen de ellos?, como lo planteaban Marx y Engels. O, por el contrario,
¿es estrictamente la aplicación de los modelos económicos libres como ha
insistido en uno de sus últimos libros la economista Deirdre McCloskey? Si
ninguno de esos catalizadores es la respuesta correcta, entonces, ¿el
desarrollo depende de las políticas públicas?
O, por el contrario, tal y como lo propone el geólogo
Jared Diamond, ¿el desarrollo fue provocado por una combinación de conflictos armados,
la tecnología que como resultado de esas guerras el militarismo genera, y otros
factores aleatorios de la acción de la naturaleza? Finalmente, la hipótesis que,
de acuerdo con la estadística y la experiencia histórica me parece más
plausible, es que lo que determina el desarrollo de una nación es su cultura, o sea, el conjunto de convicciones comunes que condicionan el comportamiento social;
esa vocación espiritual que dirige y orienta la conducta y los pensamientos de
los ciudadanos. En buena medida la cultura de las sociedades también está influida
por las condiciones con que esas comunidades nacen. Los historiadores Nevins y
Commager, señalaban que lo que los colonizadores norteamericanos hicieron, fue
trasplantar al nuevo mundo la práctica de sus valores judeocristianos, y al
hacerlo, aprovecharon seis mil años de cultura. Además, el gradual asentamiento
de las sociedades norteamericanas se hizo por colonos con un sentido de
convivencia mucho más igualitario, y si bien es cierto en los territorios donde
se asentaron había etnias nativas enfrentadas al proyecto colonizador, dichas
poblaciones eran mucho más escasas si las comparamos con las que existían en lo
que hoy es latinoamérica. Excepción fueron sociedades coloniales como la
costarricense o uruguaya, fundadas básicamente por colonos que arribaron a
territorios poco poblados, y que se diferenciaron de gran parte del resto de pueblos
latinoamericanos, los cuales, desde el inicio, fueron sometidos a sangre y
fuego, marcando así abismales distancias socio-culturales en grandes mayorías de
su población.
Con la irrupción de la contracultura posmoderna, la
polémica sobre las causas de la prosperidad y el progreso ha tomado otro cariz,
al extremo que hay quienes pretenden poner en entredicho el mismo concepto del
progreso. Una de las más peligrosas nociones de carácter filosófico que
arrastra el posmodernismo, es su sentido de renuncia al ideal de progreso. La
naturaleza presentista del posmodernismo y su pesimismo vital, estimula la
noción de que la historia ni el futuro tienen sentido, y con ello, la
participación cívica es la primera dañada, pues la política es esencialmente una
obra civilizadora. Hasta hace poco la idea del progreso no tenía detractores,
pues para todos, el progreso era un ideal entendido a partir de la asociación
del tiempo y la secuencia de eventos, tal y como sucede con el desarrollo de la
naturaleza, que se estructura paulatinamente de acuerdo a procesos, partiendo
desde un origen, hacia el incremento de los niveles de complejidad, tal como la
ciencia lo demuestra. Nadie discutía el progreso como la aparición de una
secuencia de eventos, una métrica universal que permitía comparar el aumento de
calidad, complejidad y grado de perfeccionamiento de los procesos, de tal forma
que, en palabras del biólogo Pere Alberch, “cada evento en la secuencia es
superior a su antecedente, e inferior a su sucesor.”
Sin embargo, la posmodernidad ha arrastrado el debate hacia
tal perversión contracultural, que hoy podemos comprobar que, incluso filósofos
de la ciencia como David Hull o Michael Ruse, ponen en duda la noción del
progreso como un concepto socio de la idea del desarrollo. Lo que sin duda es
una tesis que contradice los fundamentos más elementales de la observación
científica, la cual comprueba, tal como lo demostró por primera vez el gran
naturalista Linneo, que incluso la enorme diversidad de formas orgánicas puede
clasificarse según un esquema jerárquico universal. Si reconocemos que el
condicionante fundamental del desarrollo es la cultura, y que el ideal del
progreso es uno de sus pilares, la agresión que actualmente ese ideal recibe,
debe ser enfrentada con energía desde todos los frentes del combate
intelectual. fzamora@abogados.or.cr