Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
La
libertad económica ha sido un ideal esquivo de alcanzar para la humanidad. Es
una verdad de Perogrullo que, desde los inicios de la civilización, la
humanidad ha intercambiado bienes. Desde la antigüedad incluso, intentó con
dificultad el comercio a gran distancia entre Oriente y el imperio romano a
través de rutas como la de la seda, que pasaba por Samarcanda en lo que hoy es
Uzbekistán. De hecho, a través de una extensa red de vías empedradas y rutas
mediterráneas, Roma logró su poderío a base de una combinación de fuerza
militar y tráfico de mercaderías circulantes desde sitios entonces tan remotos
como las islas británicas, y hasta los confines de Asia menor o incluso
Damasco. Sin
embargo, el impulso comercial
monopólico de Roma se vio frenado con la caída de la cultura grecolatina y el imperio romano, azotado por
vándalos, eslavos, mongoles, bereberes, hunos y pictos, -entre otros bárbaros-,
que devastaron las pocas ciudades que a duras penas subsistían tras la caída
imperial.
El
comercio europeo no resurgiría sino siglos después y de forma tímida, a través
de los esfuerzos de dos repúblicas independientes, la de los genoveses y
venecianos, quienes a través del mar mediterráneo volvieron a intentar el
comercio con bizantinos y mahometanos. Pero era un comercio muy limitado, pues
estaba circunscrito exclusivamente a las capacidades de las asociaciones de
mercaderes de ambas repúblicas. El tráfico
de bienes a gran escala y en largas distancias realmente empieza a vislumbrarse
hasta el siglo XVI con el descubrimiento de las nuevas rutas marítimas y el desarrollo
del poderío naval de las potencias europeas, fenómeno que da inicio a lo que la
historia ha denominado la gran revolución mercantil. Es a partir de ese siglo
que los navegantes portugueses logran llegar a las mismas cortes del emperador
Ming para proponerle comerciar, -lo que no consiguen sino hasta que negocian la
concesión del puerto de Macao como un punto de intercambio entre ambas naciones-,
y es la época en la que esos mismos portugueses dominan las costas africanas
traficando metales preciosos y mano de obra esclava. El mismo siglo en el que España
cerraba la pinza del control, casi total, de los centros metropolitanos más
ricos de América; después de la gesta de Colón, sus súbditos Hernán Cortés y
Francisco Pizarro conquistaban las capitales de los dos principales imperios del
continente: en el norte Tenochtitlán para conquistar el imperio mexica, y Cusco
en el sur para dominar a los incas. El mismo siglo en el que Fernando de
Magallanes y después Miguel López de Legazpi, tomarían el archipiélago que, en
honor al rey Felipe II, llamarían después las Filipinas. Así las cosas, aunque es
un lugar común afirmar que la globalización es un fenómeno surgido en el siglo
XXI, lo evidente es que en el XVI ya esta era una realidad.
Si
bien es cierto que el siglo XVI arroja ese fenómeno de la revolución mercantil,
que es el tráfico de bienes a gran escala, también lo es que la libertad
comercial era un ideal lejano, pues conforme surgían las posibilidades técnicas
de comerciar a gran escala, al mismo tiempo se imponían las barreras impuestas
por los imperios para monopolizar mercados. Como ilustración de esta realidad,
el imperio español estaba controlado por una monarquía absolutista, la cual, a
través de una institución denominada la “Casa de contratación de las indias”,
monopolizó el comercio de las colonias españolas durante el apogeo del control de
sus tierras de ultramar. Esta férrea monopolización de la actividad comercial en
regiones tan ricas y vastas, sumado al despotismo monárquico español sobre
otras naciones europeas como los Países Bajos, provocó en el norte del
continente europeo un vivo afán por la libertad comercial. Esa reacción se
tradujo en una ingeniosa idea de holandeses e ingleses, la cual consistió en
empoderar a sus comerciantes y mercaderes, permitiéndoles no solo concesiones
de exploración y conquista en territorios de ultramar, sino incluso la potestad
de armarse. Como era de esperarse, ello avivó ambiciones y desató fuerzas
contenidas en la iniciativa privada, que veían en sus nuevas facultades la
posibilidad de enriquecerse aún más y conquistar el mundo.
Y
con ese choque de intereses el conflicto no tardaría en llegar. Cuando en 1567 la
represión española se atrevió a ejecutar públicamente a dos nobles belgas, el
parlamento de los Países Bajos decide desconocer la autoridad del monarca
Felipe II, lo que prendería la chispa que inició una guerra extendida por ocho
décadas. La poderosa flota de Felipe II terminaría enfrentada en los mares con
los distintos ejércitos de mercaderes del norte europeo, financiados por
múltiples vías, incluso por los nobles alemanes. En síntesis, se inflamó el
espíritu de la libertad económica en los comerciantes que, comprometiendo
activamente sus fortunas, buscaban librarse de la espada hispana. Al mismo tiempo
que las asociaciones mercantiles de los Países Bajos hacían su parte, la reina
Elizabeth de Inglaterra sostenía en dos campos una feroz batalla contra los
españoles: en uno de los frentes lo hacía formalmente con su flota real. Por
otra parte, se valía de vías indirectas, patrocinando piratas como Thomas
Cavendish o Francis Drake.
Con
el fortalecimiento de los gremios de mercaderes navegantes, surgirían las
compañías mercantiles de indias, que finalmente resultarían igualmente enemigas
del ideal de la libertad comercial, en tanto ellas representaban una suerte de
carteles monopolizadores de la actividad comercial de ultramar. Particularmente
célebres serían la compañía británica de indias orientales, que recibió carta
real de la corona británica, y con ello la concesión del monopolio de productos
y rutas comerciales. Igual sucedía con la compañía neerlandesa de indias, que
fue la versión de ese tipo de cartel en los Países bajos y la compañía francesa
de indias orientales, concesionaria del monopolio comercial francés de
Sudafrica a Malasia. Así surgieron también, siglos después, las compañías
danesa y sueca de indias. Muchas de ellas con privilegios como el de exenciones
tributarias, potestad de hacer la guerra, -como la que le hicieron por el opio
a China-, firmar avales del tesoro real, monopolizar el tráfico de bienes y
rutas, y hasta nombrar embajadores a nombre de las coronas. Esencialmente
mercaderes privados subordinando la libertad comercial bajo el amparo de sus
gobiernos.
Lo
anterior viene a propósito de lo que estamos observando en los últimos días en
nuestro país, testigo cautivo de los intereses y disputas de las nuevas
potencias mercantiles de hoy, que le imponen a una pequeña nación como la
nuestra, en ocasiones de forma discreta y solapada, -en otras de forma abierta-,
presiones y condiciones para controlar su limitada actividad comercial. Lo que
nos recuerda cuán lejos sigue estando el ideal de la verdadera libertad
económica del mundo. fzamora@abogados.or.cr