Dr. Fernando
Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
En
1985 Don Pepe fue uno de los invitados de honor a la primera toma de posesión
de Alan García. Para la época ya en el ocaso de su vida, nuestro expresidente
se había convertido en una leyenda por ser el único líder victorioso, aún con
vida, de una revolución armada que había respetado la democracia en
Latinoamérica. Si bien es cierto aún vivía otro líder triunfante que era Fidel,
su condición de dictador hacía que el cubano no tuviera la misma estima. Aquel
día Alan hizo en su discurso anuncios muy ambiciosos, -si se quiere fantasiosos-,
sobre lo que pretendía lograr en su gobierno. Fue un mensaje que se describiría
con un concepto: grandilocuente. Al finalizar el evento algunos periodistas se
acercaron a Don Pepe, para preguntarle qué creía que podría hacer García en su
gobierno, a lo que el caudillo costarricense sin pensarlo dos veces espetó: ¡no
gran cosa antes de cincuenta años de escuela! Con esa frase lapidaria concretó
su respuesta y una demoledora crítica al joven presidente que se inauguraba. Solo
un líder que había alcanzado aquella edad, vivido con aquel nivel de intensidad,
y con los grados de influencia que había logrado administrar durante su vida,
alcanzó el genio y la madurez para poder encerrar, -con una frase tan lacónica-,
una realidad tan compleja.
La
anécdota viene a cuento en momentos en que retroceden nuestros indicadores de
desarrollo, y entre ellos, dos de los más importantes: los indicadores de la
desigualdad y la educación. En su obra Igualiticos desde hace más de
trece años el sociólogo Carlos Sojo nos recordaba que, si bien es cierto en
1950 había iniciado el crecimiento de los niveles de igualdad y educación en
nuestro país, dicha etapa había concluido con el drama del colapso económico de
1980. Las tres décadas comprendidas entre 1950 y 1980 Sojo las denominó como
los años dorados de la clase media, pero insistía en que aquel hermoso idilio
había acabado. Aquí amerita advertir que lo verdaderamente preocupante es que,
entre todos los indicadores, esté retrocediendo tan aceleradamente el índice de
desarrollo educativo, pues se debe recordar una realidad que no me canso de
repetir: la prosperidad y el desarrollo de una sociedad dependen básicamente de
su cultura, que a la vez descansa en un trípode en el cual una de sus columnas
es la educación de excelencia.
Los
liberales aseguran que la prosperidad de una nación depende de un Estado
mínimo, con mínimas regulaciones y cargas tributarias, y si bien es cierto se
debe de reconocer que una sociedad con un bajo costo de legalidad facilita la
iniciativa de sus emprendedores, la realidad es que esa no es la condición
definitiva para el desarrollo, pues existen Estados altamente regulados, y pese
a ello, son naciones poderosísimas, como lo es el caso de Alemania. Y en
sentido inverso, el caso de algunos países del África subsahariana, con Estados
totalmente incapacitados de intervenir en sus sociedades, y pese a ello, en
situación de miseria. Es curioso ver que naciones intervenidas con un alto
costo de legalidad, como Alemania, poseen altos niveles de desarrollo, e
igualmente naciones mucho más desreguladas como Irlanda, logran también la
prosperidad. Esta situación se explica porque ambas poseen un alto índice
educativo y cultural; por ejemplo, Alemania dedica a educación casi el 12% de
su presupuesto y apenas el 2% en gasto militar. Por el contrario, una nación
puede tener costos de legalidad y regulaciones mínimas, y aun así, ser
sociedades que ocupan el sótano del índice de desarrollo humano mundial, como
sucede con Haití o con algunas sociedades subsaharianas, que poseen niveles
educativos y culturales dramáticamente bajos.
Advierto
sin embargo que, por sí sola, la educación no es el único condicionante de la
desigualdad, pues como afirmaba el sociólogo francés Raymond Boudón, el nivel
de educación solo explica una parte de las desigualdades salariales,
observación que invocaba para abrir los ojos de quienes creen poder resolver la
desigualdad exclusivamente con gasto en políticas educativas, por más
ambiciosas que sean. En su obra Capital humano el economista Gary Becker
insistía en la importancia de la transmisión familiar de la desigualdad, pues
es claro que la familia, -segunda columna del trípode que sostiene nuestra
cultura-, juega un papel central como condicionante para superar o heredar
situaciones de desigualdad. Esa noción tomó fuerza a raíz del informe sobre
educación en las minorías vulnerables, realizado para el gobierno
estadounidense por el sociólogo James Coleman en la década de 1960, el cual
generó una gran controversia por advertir que la redistribución de recursos
hacia las escuelas de zonas urbano marginales no había logrado ningún progreso
mesurable en los resultados escolares de integración y superación laboral. Para
Coleman era infructuoso poner la confianza en el simple aumento mecánico del
gasto público en educación de las zonas pobres si se mantenían en el núcleo
familiar las condiciones que originaban la desigualdad. Por ejemplo, en su obra
sobre las curvas de inteligencia en la educación estadounidense, los
investigadores Richard Herrnstein y Robert Murray, reconocieron que estudios en
casos de niños provenientes de entornos socialmente vulnerables, aleatoriamente
adoptados por familias con buenos niveles culturales, lograban el mismo
desempeño educativo que los hijos biológicos de esas familias. En otras
palabras, más que las inteligencias innatas, es mejorando el entorno cultural
del estudiante, -como el que otorga el ambiente sociofamiliar-, lo determinante
en su rendimiento educativo. Otro motivo que agrava nuestra alarma respecto de
la crisis cultural que atestiguamos en el ámbito familiar de nuestro país.
Esta
realidad nos hace entender que, si bien es cierto la inversión pública en
educación es fundamental, la inyección económica no basta para revertir la
desigualdad. Es cierto que los países que lideran el ranking de progreso
tecnológico y desarrollo humano han hecho inversiones educativas planificadas,
de largo alcance y sistemáticas, sin embargo, para combatir la desigualdad es
necesario reconocer que el problema debe abordarse no solamente desde la
educación, sino desde una perspectiva mucho más integral, que es la de la
cultura, lo que incluye otros fundamentos como el entorno familiar y espiritual
del individuo. A ello Bernardo Kliksberg le agrega un concepto: “impulsar una
economía de la ética donde la ortodoxia económica de paso a la responsabilidad
social, la solidaridad y la preocupación por el otro.” fzamora@abogados.or.cr