martes, 18 de noviembre de 2008

La apertura a la luz de una interpretación histórica

La apertura a la luz de una interpretación histórica

Fernando Zamora Castellanos
Doctor en derecho y profesor universitario

Periódico La República 15 de noviembre 2008.
http://www.larepublica.net/app/cms/www/index.php?pk_articulo=18353

Cuatro etapas caracterizan nuestra evolución histórica. En cada uno de estos períodos detectamos elementos propios: a) un tipo de economía característica, b) un modelo de estado nacional, c) un centro geográfico de influencia mundial propio del momento histórico, d) la caracterización de agentes sociales emergentes para cada etapa, e) mecanismos particulares de poder para cada período que fueron formando nuestro sistema, y finalmente f) cada etapa está enmarcada dentro de una confluencia de sucesos históricos, -a manera de mojones o limites simbólicos-, que delimitan el inicio y el final de cada período, dando muerte a la etapa anterior y sugiriendo la nueva. Una primera etapa, -de “prehistoria republicana”-, se inicia con la confluencia de factores que dieron origen a nuestra nacionalidad, como lo son, -entre otros-, la conquista, el proceso colonizador o la independencia nacional. Finaliza con la sucesión de hechos acaecidos en la década de 1840, que centralizaron el poder estatal e incubaron el Estado autocrático. Aquel primer período se caracterizó por tener una economía basada en la agricultura familiar de subsistencia en pequeña propiedad rural, un Estado localista, enfocado en la acción del ayuntamiento y un parlamentarismo incipiente. Europa como centro geográfico de influencia unipolar. Los agentes sociales de poder emergentes lo fueron las elites militares y eclesiales y los mecanismos fundamentales de poder, eran las milicias y la Iglesia. Una segunda etapa de evolución, es la del Estado autocrático de aspiración liberal. Arranca, con la confluencia de hechos ya indicados y que dieron origen a la fundación de la república. Se caracterizó por una economía de incipiente capitalismo agro exportador; un mercantilismo en alternancia con rasgos supervivientes de la economía de subsistencia, tendencia a la proletarización del trabajador agrícola y de concentración de la tierra. Un estado esencialmente de autocracia militar, con frustradas aspiraciones de vocación constitucional, pues fueron constantes los golpes de estado. Un centro geográfico de influencia mundial basado en la bipolaridad Europa- Estados Unidos. El agente social emergente lo fue la clase agroexportadora. El mecanismo de control fundamental lo fue el ejército, y finaliza con los hechos de la década de mil novecientos cuarenta, que indudablemente enterraron aquel contexto de estado. Una tercera etapa, que podríamos denominar, del Estado interventor-social de derecho, nace con diversos sucesos históricos, entre ellos, el proceso reformista que llevó a las garantías sociales, la guerra civil de 1948 y a la Constitución del 49. Este período se caracterizó por un capitalismo proteccionista estatalmente intervenido, fundamentalmente agroexportador, pero con fuertes pretensiones industrializadoras, vía el ensayo de lo que se denominó el modelo de sustitución de importaciones. El Estado se caracterizó por el auge del constitucionalismo presidencialista, conservando sin embargo el diseño centralista que lo caracterizó desde el régimen carrillista. El centro geográfico de influencia mundial permaneció bipolar, pero bajo el de la guerra fría. El agente social de poder emergente lo fue el estamento de profesionales que, especialmente desde la función pública, controló dicho Estado interventor. Aquí se incluyen los funcionarios que dirigieron, entre otras áreas, el monopolio del sistema financiero público y el de la energía. También fue emergente el sector empresarial industrial y agroindustrial que asumió el control de las estructuras de poder a la par del viejo sector agroexportador, antiguamente conocido como “la oligarquía”. El mecanismo de ascenso social por excelencia lo fue la función pública y sus diversas fuentes paralelas de poder, como los partidos políticos. Esta etapa inicia con los sucesos históricos ya indicados de la década del 40 y finaliza con el colapso monetario y la quiebra económica en los albores de la década de 1980. La última etapa de nuestro desarrollo, - la actual-, es la que podemos denominar, la de la cultura del conocimiento. También denominada de globalización, aldea global, etcétera. Es la era de la masificación de todas las formas de comunicación y del libre comercio global. Lo que Ortega y Gasset vaticinó en “La rebelión de las masas”. Este cuarto período se caracteriza por una tendencia al mercado global. Esto impulsa el desarrollo agrícola e industrial ligado a la alta tecnología, así mismo la economía de los servicios, como lo son los financieros, informáticos, de turismo, tecnológicos y los servicios inmobiliarios. El Estado de este período está obligado a convertirse, aunque no lo sea aún, en un poder publico regulador de carácter descentralizado y concesionario, sustentado más en mecanismos de control y participación ciudadana, que en burocracia. Este proceso abre la participación en la economía de otros actores, como lo fue el caso de la implementación de la Banca Mixta o la apertura de los monopolios. Hoy el centro geográfico de influencia mundial ya no es unipolar ni bipolar, sino multipolar. Estamos influidos por lo que pueda suceder en distintas partes del planeta y además, no existe potencia alguna autosuficiente. Un fenómeno económico o político, en apariencia ajeno a la realidad de una nación, tiene incidencia en diversas partes del planeta. De ahí que el mismo Estados Unidos buscó las asociaciones comerciales, cual lo hacen, desde años atrás, los actuales bloques europeo y asiático. Los agentes sociales de poder emergentes en este período lo están siendo la clase empresarial asociada al mercado global de servicios de alto valor agregado en conocimiento, de ahí la vital importancia de la educación. El mecanismo de mayor influencia social que hoy moldea la socio cultura nacional, lo son primordialmente, los distintos medios de comunicación, lo que incluye, cada día con más fuerza, la comunicación digital. Esta interpretación histórica ilustra el proceso de apertura dentro del cual el país yace inmerso como parte de su modelo de desarrollo. fzamora@abogados.or.cr

viernes, 7 de noviembre de 2008

En el día de nuestra Constitución

En el día de nuestra Constitución, sirva como homenaje a ella esta reflexión. Por cuanto mina las reservas espirituales que permiten enfrentar los desafíos, el más grave problema que enfrenta hoy nuestro país es la dilución de la identidad nacional y, con ello, la creciente tendencia a relativizar los valores.

Guardiana de la nación. La primera guardiana de esa identidad es la Constitución, esa urna sacra de los ideales nacionales que, considerada en su acepción más revolucionaria, no debe verse solo como portaestandarte de las libertades y garantías frente al poder. Es, además, el crisol donde se funden nuestra identidad y nuestros grandes ideales. Garantía de que seamos una nación, y no meramente un Estado.

Sí, porque la nación es algo más que territorios, habitantes, autoridades y leyes. La nación es identidad, pasado y porvenir comunes. Es sincronía de espíritus... Patria. Solo los pueblos aferrados a sus propios ensueños logran preservarla. Temple homogéneo para el esfuerzo y el sacrificio. Implacables ante la adversidad y simultáneos en la aspiración de la gloria. Marcha conjunta en pos de ideales comunes. Como la gran nación hebrea, pese a embates implacables, sólidamente anclada. Durante largas diásporas perseguida y carente de espacio vital, sin el amparo de autoridad o ley ordinaria alguna, y, a pesar de ello, firme.

Estos heroísmos colectivos solo son posibles cuando esa identidad está ligada al sentido de lo trascendente. Por eso, culturas que no se sustentaron en valores supremos, como el de la dignidad humana, desaparecieron y hoy son solo un vago recuerdo de la historia. Porque la grandeza vital de una nación no radica en su poderío material, sino en la sublimación de sus ideales y, por ende, en su identidad.

Esa es la razón por la que el reto vital que como sociedad enfrentamos es, prioritariamente, reafirmar nuestra identidad, a partir de lo cual se determinan los otros objetivos colectivos. Partiendo de esas premisas, más que apresurarse a contestar hacia dónde vamos, preguntémonos quiénes somos y sobre qué valores fue forjada nuestra nacionalidad. La respuesta a esas preguntas está en nuestra Constitución, que abreva de los orígenes mismos de nuestra nacionalidad.

Todo nuestro entramado normativo obtiene su cimiento de una piedra angular: la dignidad humana; en defensa de ella, de nuestra gran página épica aún resuenan los sonidos de las bayonetas del 56. El concepto de dignidad humana, que más bien es una vivencia, nace a la historia universal con la milenaria cultura hebrea, que por la fe entendió al hombre como creado a imagen y semejanza de un Ser ético.

Ideales judeocristianos. Hasta la irrupción de dicha experiencia, el mundo antiguo no concebía vivencia tan sublime y, por ello, nuestra identidad nacional tiene su fundamento en los ideales judeocristianos. De ahí, el drama que han sufrido las culturas carentes de dicha tradición para vivir a plenitud el respeto inherente a la dignidad humana. Culturas en las que ella es letra de ley, pero sin vida. Ni aun la conoció la tan admirada Grecia antigua, la de los excelsos ideales culturales, pero que la comprendía sobre la base de una democracia limitada a algunos habitantes, los escasos detentadores del poder material.

Ni qué decir de la precaria vivencia de dicho principio, que aún hoy sufren muchos pueblos del Oriente, indigentes para abrevar sus valores de esa fuente. Imposible que fuese de otra forma, si inyectar dentro de la conciencia social de este hemisferio la vivencia de la dignidad humana ha sido una tarea titánica. Le costó a la civilización occidental siglos de esfuerzos, y aún en pleno siglo XX se vivieron los horrores provocados por filosofías que proscribieron sus ideales cristianos.

Del ideal ancestral de la dignidad de la persona se derivan los seis grandes valores que conforman nuestra constitucionalidad: los de libertad, justicia, solidaridad, civilidad, paz y fomento de la cultura. Absolutamente todos nuestros principios constitucionales tienen su origen en estos seis valores, hijos del ideal judeocristiano de la dignidad humana. Esa visión es, además, soporte del faro que debe guiarnos para desafiar la brutal aculturación que vivimos, en la que los apetitos, dominadores y agresivos, acosan las oriflamas de las voces conductoras.

Dr. Fernando Zamora.
Abogado constitucionalista.


Publicado:
La Nación, 07 de noviembre 2008.
http://www.nacion.com/ln_ee/2008/noviembre/07/opinion1766159.html