En el día de nuestra Constitución, sirva como homenaje a ella esta reflexión. Por cuanto mina las reservas espirituales que permiten enfrentar los desafíos, el más grave problema que enfrenta hoy nuestro país es la dilución de la identidad nacional y, con ello, la creciente tendencia a relativizar los valores.
Guardiana de la nación. La primera guardiana de esa identidad es la Constitución, esa urna sacra de los ideales nacionales que, considerada en su acepción más revolucionaria, no debe verse solo como portaestandarte de las libertades y garantías frente al poder. Es, además, el crisol donde se funden nuestra identidad y nuestros grandes ideales. Garantía de que seamos una nación, y no meramente un Estado.
Sí, porque la nación es algo más que territorios, habitantes, autoridades y leyes. La nación es identidad, pasado y porvenir comunes. Es sincronía de espíritus... Patria. Solo los pueblos aferrados a sus propios ensueños logran preservarla. Temple homogéneo para el esfuerzo y el sacrificio. Implacables ante la adversidad y simultáneos en la aspiración de la gloria. Marcha conjunta en pos de ideales comunes. Como la gran nación hebrea, pese a embates implacables, sólidamente anclada. Durante largas diásporas perseguida y carente de espacio vital, sin el amparo de autoridad o ley ordinaria alguna, y, a pesar de ello, firme.
Estos heroísmos colectivos solo son posibles cuando esa identidad está ligada al sentido de lo trascendente. Por eso, culturas que no se sustentaron en valores supremos, como el de la dignidad humana, desaparecieron y hoy son solo un vago recuerdo de la historia. Porque la grandeza vital de una nación no radica en su poderío material, sino en la sublimación de sus ideales y, por ende, en su identidad.
Esa es la razón por la que el reto vital que como sociedad enfrentamos es, prioritariamente, reafirmar nuestra identidad, a partir de lo cual se determinan los otros objetivos colectivos. Partiendo de esas premisas, más que apresurarse a contestar hacia dónde vamos, preguntémonos quiénes somos y sobre qué valores fue forjada nuestra nacionalidad. La respuesta a esas preguntas está en nuestra Constitución, que abreva de los orígenes mismos de nuestra nacionalidad.
Todo nuestro entramado normativo obtiene su cimiento de una piedra angular: la dignidad humana; en defensa de ella, de nuestra gran página épica aún resuenan los sonidos de las bayonetas del 56. El concepto de dignidad humana, que más bien es una vivencia, nace a la historia universal con la milenaria cultura hebrea, que por la fe entendió al hombre como creado a imagen y semejanza de un Ser ético.
Ideales judeocristianos. Hasta la irrupción de dicha experiencia, el mundo antiguo no concebía vivencia tan sublime y, por ello, nuestra identidad nacional tiene su fundamento en los ideales judeocristianos. De ahí, el drama que han sufrido las culturas carentes de dicha tradición para vivir a plenitud el respeto inherente a la dignidad humana. Culturas en las que ella es letra de ley, pero sin vida. Ni aun la conoció la tan admirada Grecia antigua, la de los excelsos ideales culturales, pero que la comprendía sobre la base de una democracia limitada a algunos habitantes, los escasos detentadores del poder material.
Ni qué decir de la precaria vivencia de dicho principio, que aún hoy sufren muchos pueblos del Oriente, indigentes para abrevar sus valores de esa fuente. Imposible que fuese de otra forma, si inyectar dentro de la conciencia social de este hemisferio la vivencia de la dignidad humana ha sido una tarea titánica. Le costó a la civilización occidental siglos de esfuerzos, y aún en pleno siglo XX se vivieron los horrores provocados por filosofías que proscribieron sus ideales cristianos.
Del ideal ancestral de la dignidad de la persona se derivan los seis grandes valores que conforman nuestra constitucionalidad: los de libertad, justicia, solidaridad, civilidad, paz y fomento de la cultura. Absolutamente todos nuestros principios constitucionales tienen su origen en estos seis valores, hijos del ideal judeocristiano de la dignidad humana. Esa visión es, además, soporte del faro que debe guiarnos para desafiar la brutal aculturación que vivimos, en la que los apetitos, dominadores y agresivos, acosan las oriflamas de las voces conductoras.
Dr. Fernando Zamora.
Abogado constitucionalista.
Publicado:
La Nación, 07 de noviembre 2008.
http://www.nacion.com/ln_ee/2008/noviembre/07/opinion1766159.html
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