Fernando Zamora Castellanos
Doctor en derecho y Msc.en Teología.
Publicado en el diario español El Imparcial bajo la siguiente dirección:
http://www.elimparcial.es/mundo/primavera-arabe-y-constitucionalismo-84001.html
Publicado en Pagina Abierta bajo la dirección:
http://www.diarioextra.com/2011/junio/28/opinion16.php
Por las consecuencias directas que tiene, -entre otros el fuerte incremento del precio del petróleo crudo-, amerita comprender el trasfondo del conflicto de la “primavera árabe”, expresión que refiere a la revolución social contra el poder establecido que ocurre en diversos países del medio oriente islámico. Sus graves efectos son razón de la pregunta de fondo que nos hacemos en Occidente: ¿traerá esta revolución la tan ansiada democratización del mundo islámico, o por el contrario su mayor radicalización? Para intentar una respuesta a esta pregunta, debemos comprender los elementos fundamentales de la cosmovisión islámica y el porqué de su radical distancia en relación con nuestra cosmovisión occidental. La primera respuesta que debemos anotar para comprender tal antinomia entre la cultura islámica y la nuestra, es que aquella carece del fundamento que a nosotros nos permitió construir el concepto constitucional de gobierno limitado, el cual nos resulta tan natural a quienes hemos sido criados en la civilización occidental. En el mundo antiguo precristiano, al igual que sucede hoy con la cultura islámica, las leyes religiosas se extendían a cada dominio de la vida y actividad social. Mahoma, tal y como sucedía en occidente con los Césares del mundo anterior al cristianismo, era un gobernante que integraba las esferas del estado y de lo religioso. Sustentados en este precedente, los gobernadores de los imperios islámicos, -como el Otomano u Omeya-, se consideraban obligados a imponer por la fuerza el Islam en las tierras conquistadas. De ahí que, como bien señala el historiador Bernard Lewis, en los idiomas islámicos clásicos, -como el árabe clásico-, no existen los conceptos dicotómicos de “secular-religioso”, “laico-eclesiástico”, “temporal- espiritual”. Esto se debe a que dichos pares de conceptos representan la idea de división entre el reino terrenal y el espiritual, que solo fue concebida por la teología cristiana derivada del precepto que mandaba “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.” Lo que tal concepto espiritual implica es que, dentro de cada persona, hay un ámbito de conciencia y de libre albedrío que, -cual si fuese un santuario-, es ajeno y debe estar protegido del control político estatal. Este concepto alberga la idea de que en materia de conciencia y libre albedrío, las autoridades terrenales, -no importa cuán magnas sean-, no pueden usurpar la autoridad que legítimamente solo pertenece a Dios. Y es el embrión u origen del concepto constitucional del gobierno limitado. Aunque para el estereotipo cultural popular esa idea es invención de la ilustración, quienes han profundizado en el análisis histórico del pensamiento universal, reconocen que lo que realmente los pensadores de la ilustración hicieron fue reelaborar teóricamente ese valor antes plantado e irrigado por el judeocristianismo, ampliamente desarrollado por pensadores como Agustín de Hipona. Aunque por siglos el poder estatal y la Iglesia cristiana pugnaron por definir dónde trazar la línea divisoria entre esas dos esferas de influencia, no cabe duda que ambos poderes coincidían en que dicha línea divisoria existía. Así pues, la idea moderna de gobierno limitado, es derivación de la noción cristiana de que existe un espacio que está fuera del límite de control estatal. Una distinción fundamental que es propia de la base cultural cristiana de nuestro hemisferio e inexistente desde siempre en el oriente islámico. Para los que crecimos en la cultura constitucional occidental, si el Estado invade el territorio propio que ha sido reservado para el dominio privado de la conciencia, lo hace ilegítimamente. De ahí el grave error y el fracaso final de iniciativas como las Cruzadas o la Inquisición, las cuales fueron concebidas a contrapelo de la legítima ideología del evangelio, cayendo en el mismo vicio conceptual del islamismo, pues por la fuerza pretendieron imponer convicciones y conductas restringidas al ámbito de la conciencia humana. Sin embargo, con el concepto derivado de la frase “Mi reino no es de este mundo”, el judeocristianismo había sembrado en occidente la concepción de que Dios decidió, -por su propia voluntad y en resguardo de la libertad humana-, autolimitarse en su dominio de la esfera terrenal. Por eso la idea de que el dominio de Dios es el dominio de su Iglesia, y que existe un ámbito secular que opera externamente al control eclesial, es la simiente del secularismo. En los últimos tiempos por cierto, a esta sana separación se le está dando un giro perverso y extremo. En fin, esta separación es una idea inaceptable para el Islam y fue sembrada por la teología cristiana, aunque resulte inconcebible para quienes creen que el secularismo es invención de la modernidad. En la cultura occidental moderna la idea de la tolerancia religiosa se terminó de consolidar constitucionalmente en los Estados Unidos, con la Cláusula de establecimiento de la Primera Enmienda, aprobada mayoritariamente con el apoyo de representantes pertenecientes a diversas denominaciones cristianas. Por supuesto que eso no significó, -desde ningún punto de vista-, que los fundadores estadounidenses estuviesen negando las bases cristianas de su nación, pues la idea de la tolerancia religiosa era propia de los fundamentos ideológicos de la cristiandad. De ahí que al ciudadano occidental promedio, le parezca inaudito que a alguien se le persiga y hasta ejecute por no profesar la religión islámica. Esta concepción cultural se desarrolla con fuerza desde el siglo siguiente a la muerte de Mahoma, cuando los musulmanes socialmente influyentes escogían, validaban, y en gran medida creaban, lo que ellos denominaban Tradiciones o Hadiz. Simultáneamente aquellos con una tendencia legalista, echaban mano de ellas para promulgar leyes islámicas que aún hoy son conocidas como Sharias, y que cubren toda exigencia concebible de la vida, hasta desarrollar un totalitarismo cultural que, -por demás-, el musulmán considera que debe necesariamente ser aceptado por la humanidad. Así las cosas, entendiendo lo que existe en las mismas raíces o el “subsuelo” ideológico de la cultura árabe, pareciera que la tarea democratizadora de su primavera revolucionaria es un desafío aparentemente imposible. Esto a pesar del loable esfuerzo de líderes como Wael Ghonim o el desaparecido periodista Kareem Amer, que luchando contra corriente, promueven en Egipto valores universales plenamente aceptados en nuestro hemisferio. Mi propia valoración es optimista. La semilla ya empezó a florecer en el mundo islámico, y a largo plazo, creo que vencerá. Esto por cuanto la historia del hombre ha demostrado que el único poder verdaderamente legítimo es el de la conciencia y el libre albedrío humano. fzamora@abogados.or.cr