Los riesgos del laicismo exacerbado
Fernando Zamora Castellanos
Doctor en derecho y Msc. en teología
Publicado en Semanario Pagina Abierta
http://www.diarioextra.com/2012/junio/05/opinion9.php
El
que una nación garantice la libertad de conciencia no debe implicar que
renuncie definitivamente a los valores que por siglos han esculpido sus
anteriores generaciones. Nuestra sociedad enfrenta graves preguntas de
fondo. En una sociedad democrático liberal como la nuestra, en la que
las actuales generaciones batallan con una andanada de modas
filosóficas, cosmovisiones pasajeras y exóticas creencias, y en la que
debe pervivir el libre juego de fuerzas intelectuales y sociales, ¿vale
la pena -como nación- renunciar a lo que por siglos ha representado su
orientación ética? Frente al océano de ofertas ideológicas, ¿es prudente
optar por la exclusión de toda coordenada que hasta hoy haya orientado
la brújula de nuestros ideales generales?
Una verdadera Constitución es también cáliz que resguarda valores e identidad histórica. ¿Es sabia esta generación si renuncia a los valores que su Constitución ha resguardado? ¿Es sensato claudicar de toda guía, en una época rica en información pero pobre en orientación, donde abunda el saber informativo y escasea el saber orientativo?
Con la infinita sucesión de ofertas filosóficas e ideológicas, se quiera o no, lo prudente es conservar los vectores morales sustentados en los valores espirituales históricamente forjados. Son rastro que orienta a las generaciones venideras. De lo contrario, sin los grandes ideales trascendentes, ¿dónde encontrar prioridades?, ¿dónde rutas existenciales generalmente compartidas que, como recurrente impulso, nos asisten en nuestro camino vital? Esta renuncia es riesgosa a la vista de una sociedad atacada por el vacío de sentido, cada día más peligrosamente permisiva, en la que todo lo principal resulta relativo y en la que se da por hecho que nada de lo sustancial es verdadero. Donde todo debe permitirse como ofrenda al dios de un compromiso existencial orientado solo al disfrute de los sentidos. El tipo de colectividades a las que Schulze denominó “sociedades de acontecimientos”. En las que la moral cristiana del compromiso -donde el sentido de la vida era el servicio al semejante como vía de trascendencia espiritual- fue sustituida por un mercado de vivencias que exigen ser cada día más complacientes.
Una verdadera Constitución es también cáliz que resguarda valores e identidad histórica. ¿Es sabia esta generación si renuncia a los valores que su Constitución ha resguardado? ¿Es sensato claudicar de toda guía, en una época rica en información pero pobre en orientación, donde abunda el saber informativo y escasea el saber orientativo?
Con la infinita sucesión de ofertas filosóficas e ideológicas, se quiera o no, lo prudente es conservar los vectores morales sustentados en los valores espirituales históricamente forjados. Son rastro que orienta a las generaciones venideras. De lo contrario, sin los grandes ideales trascendentes, ¿dónde encontrar prioridades?, ¿dónde rutas existenciales generalmente compartidas que, como recurrente impulso, nos asisten en nuestro camino vital? Esta renuncia es riesgosa a la vista de una sociedad atacada por el vacío de sentido, cada día más peligrosamente permisiva, en la que todo lo principal resulta relativo y en la que se da por hecho que nada de lo sustancial es verdadero. Donde todo debe permitirse como ofrenda al dios de un compromiso existencial orientado solo al disfrute de los sentidos. El tipo de colectividades a las que Schulze denominó “sociedades de acontecimientos”. En las que la moral cristiana del compromiso -donde el sentido de la vida era el servicio al semejante como vía de trascendencia espiritual- fue sustituida por un mercado de vivencias que exigen ser cada día más complacientes.
Y en tanto más incondicionalmente estas vivencias se convierten en el
sentido existencial, más voraz es la demanda por consumirlas y el temor
por su ausencia. Comunidades que ante la esencial interrogante respecto
de ¿con qué fin trascendente vivir?, contestan: “nuestra vida es su
propia finalidad”. Que olvidaron que el sentido de la vida no solo
consiste en disfrutarla.
Presión inconveniente. Ante esta perspectiva es inconveniente la
presión del grupo de activistas que -emulando las tendencias enquistadas
en las sociedades modernas de consumo- han venido insistiendo en la
necesidad de cambios constitucionales de radical connotación
ultrasecular. La gran mayoría los promueve de buena fe, pero los virajes
pretendidos se implantaron en algunas de dichas sociedades del primer
mundo occidental con resultados preocupantes. Es claro que hasta hoy la
ética judeocristiana ha sido pilar de nuestro sistema constitucional, lo
que incluso reiteradamente ha declarado nuestra jurisprudencia
constitucional. Y también debe aclararse que, de imponerse los conceptos
filosóficos e ideológicos asociados al laicismo como corriente,
implicarían el cambio radical de dicho actual fundamento. ¿Es consciente
de ello la sociedad costarricense?
En razón de garantizar un régimen de derechos, libertades y garantías frente al poder constituido, la Constitución se asocia a la idea de Estado y la función de ella como norma fundamental que determina los límites y las relaciones entre los poderes públicos. Pero el concepto como tal es limitado, pues la Constitución es también el conjunto de ideales superiores que otorgan a la nación sentido de identidad, historia, valores y porvenir comunes. De ahí que la Constitución deba estar asociada más a la idea de nación que a la de Estado. Nación es un concepto -en mucho- superior al de Estado.
En razón de garantizar un régimen de derechos, libertades y garantías frente al poder constituido, la Constitución se asocia a la idea de Estado y la función de ella como norma fundamental que determina los límites y las relaciones entre los poderes públicos. Pero el concepto como tal es limitado, pues la Constitución es también el conjunto de ideales superiores que otorgan a la nación sentido de identidad, historia, valores y porvenir comunes. De ahí que la Constitución deba estar asociada más a la idea de nación que a la de Estado. Nación es un concepto -en mucho- superior al de Estado.
Fundamentos. Desde su fundación, los fundamentos ético filosóficos
que le han dado sustento a nuestra nacionalidad están claramente
asociados a los ideales judeocristianos. El origen y desarrollo de la
abrumadora cantidad de los más caros principios constitucionales se
deben a ellos. Si mi argumentación exige un ejemplo ilustrativo de tal
afirmación, el artículo 74 constitucional expresamente invoca los
ideales cristianos como fundamento que otorga fuerza moral a uno de los
tantos principios de nuestra Carta Magna.
Tales fundamentos existen sin que ello implique coartar la libertad
de culto a las minorías, ni tampoco que -por abrazar dichos ideales- el
Estado esté subordinado a entidad alguna que los represente. De hecho en
Costa Rica existe una razonable separación entre la Iglesia y el poder
estatal. Desde el siglo antepasado nuestra Carta Magna expresamente
prohíbe la intervención eclesial en la actividad electoral, con lo que
se le clausuró la vía de acceso al poder político. Por otra parte,
igualmente desde el Siglo XIX la libertad de culto está expresamente
protegida en nuestra Constitución, tal y como hoy lo determina su
artículo 75. Ambas garantías están claramente enraizadas en nuestra
cultura constitucional, lo que por sí solo desacredita la intención de
apelar a dichas excusas para justificar un cambio en nuestros valores
constitucionales.
El trasfondo del asunto es otro y es de un carácter esencial. El
cambio que se pretende implica un viraje de los fundamentos
ético-filosóficos de nuestro sistema de valores constitucionales. Es
colocar a la nación en una encrucijada frente a dos cosmovisiones
antagónicas. La de conservar en nuestra Constitución los fundamentos
ético-filosóficos judeocristianos, de trasfondo espiritual, o la de
renunciar definitivamente a estos. Por esto, incluso, una de esas tantas
iniciativas laicistas pretendía proscribir toda referencia a Dios en
nuestro juramento constitucional. El destino de nuestra era
-materializada, racionalizada y orillada hasta el borde de un peligroso
precipicio- ¿es que desaparezca todo rastro de los valores más sublimes y
esenciales de nuestro sistema constitucional?(fzamora@abogados.or.cr)
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