viernes, 26 de julio de 2013

LA FRONTERA CONSTITUCIONAL DE LA BIOETICA



Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista

Publicado en el diario Español El Imparcial bajo la dirección:

En días recientes el diario costarricense La Nación, ofreció una primicia que ha pasado injustamente inadvertida, cuando anunció que la Fiscalía de la República investiga la muerte de una mujer que fue sometida a estudio clínico, al tiempo que informó que actualmente en mi país, Costa Rica, la normativa que regula las investigaciones médicas en seres humanos está impugnada ante nuestro Tribunal Constitucional. Hechos como el escándalo de los experimentos biomédicos realizados en la década de 1960 en Willowbrook, Nueva York, -en donde intencionalmente se inoculó  hepatitis a niños con deficiencias mentales-, o el inaudito mercadeo de la vida que estamos viendo hoy en la actual sociedad de consumo laicista, en donde, -por dinero-, profesionales de la ciencia hacen todo tipo de caprichosas prácticas con genes, óvulos, embriones, y fetos, nos recuerda que Occidente debe de establecer cuidadosamente lo que debemos entender por bioética, y cuales son los parámetros de constitucionalidad en esa materia. Y debemos hacerlo cuanto antes, porque la civilización occidental merece avanzar en materia de investigación médica. Pero debe hacerlo dentro del marco bioético correcto, pues en esta materia existen serios intereses creados.

Correctamente entendida, la bioética es la conciencia crítica de la civilización tecnológica. Pero del concepto de la bioética, se ha entronizado una versión perversa. Tal devaluada versión, proviene de lo que George E. Moore definió como la falacia naturalista, la cual pretende imponer una gran división entre el ámbito de los hechos naturales y el de los valores morales. Para los  cultores de esta corriente, -que tiene una primera inspiración en las ideas de David Hume del siglo XVIII-,  los valores y las normas morales son simples supuestos que dan lugar a juicios prescriptivos que no se pueden demostrar. Esta es la base lógica que da fundamento a una bioética ilegítima, la cual se está entronizando en Occidente. Para esta versión, los valores supremos son simples objetos de la libertad de conciencia de cada quien. La lógica de esta filosofía es la siguiente: al no ser los valores teoremas demostrados ni axiomas autoevidentes, éstos deben ser desechados. Henry Poincaré resumía la ley de Hume con una implacable sentencia: "en la ciencia, la moral no debe existir". Hijos de esta corriente filosófica, son los modelos utilitaristas y subjetivistas que se pretenden imponer como modelos “bioéticos”. El denominador común de estos modelos es la renuncia a la existencia de la verdad moral, sustituyéndola por una parte, en el simple cálculo de las consecuencias del hecho con base en la relación costo-beneficio, y por otra, mediante un proceso de ideologización de las mayorías, hasta el punto de imponerle a las sociedades  la aceptación de cualquier práctica medica que se considere “útil”. Tal  como sucedió en el facismo. Pero una bioética desligada de los valores absolutos es una perversión. Debe advertirse que la intención de las antropologías biologistas de reducir lo humano a lo puramente zoológico, no es un proyecto científico, sino ideológico.

Así pues, -en materia bioética-, Occidente se debate hoy entre dos caminos. En temas como el de la  defensa de la vida, la manipulación genética,  la reproducción asistida, el aborto, la eugenesia, la eutanasia, y la  investigación médica en seres humanos, debemos decidir si escogemos el camino de un genuino modelo bioético centrado en el principio de dignidad humana, o hundirnos en un peligroso utilitarismo.

Ahora bien, de aquí surge una cuestión constitucional de importancia mayor. De conformidad con el sistema de valores que permitieron forjar el constitucionalismo occidental, ¿qué debemos entender por dignidad humana? En esta era de materialismo laicista he escuchado la pregunta acerca de ¿cuál es la mas grande conquista de la humanidad? Usualmente se responde apuntando a los consabidos logros materiales del hombre, como lo es la llegada a la luna, el descubrimiento de América o el de la teoría de la relatividad. Pero no es ninguna de éstas. Nuestra más grande revolución no es de orden material, y no es un logro de la era moderna, sino de la Antigua. La más revolucionaria conquista de la humanidad es el principio de la dignidad humana y -tal y como nos recuerda José Antonio Marina-, este es un concepto de orden estrictamente espiritual. El principio de la dignidad humana, -que es el fundamento de los derechos humanos y constitucionales-, surge  de la convicción espiritual de que todos los hombres hemos sido creados y de que tal creación ha sido a imagen y semejanza de un Ser ético.  Un principio estrictamente espiritual. Por esta razón resulta absurda la intolerante exigencia de algunos activistas, que pretenden que en temas neurálgicos para nuestro futuro, -como es el de la bioética-, la voz de la iglesia sea amordazada y proscrita de la discusión. 

Por el contrario, en este tema, la amenaza de fondo la ofrece el materialismo laicista, - y léase bien que no he afirmado laico sino laicista- porque despoja a la dignidad humana de su esencia y origen estrictamente espiritual. Lo desnaturaliza de esa esencia y lo sustituye  con un moralismo secular que alcanza para todos los deseos y caprichos que se quieran asumir. Usted pida y se le elaboran valores morales a la medida de su deseo. Si lo que se desea es imponer una dictadura, o provocar una sociedad de consumo desbocada, se puede construir un sistema moral secular que sea el conveniente para imponer cualquier deseo que impere. En fin, vaciándolo de su esencia espiritual, -e imponiendo la dictadura del relativismo-, podemos escoger de un amplio espectro de sistemas morales y dará igual. Todos valdrán lo mismo. La frontera constitucional de la bioética nos recuerda que la sociedad tiene como punto de referencia a la persona humana, que es el fin y el origen de aquella. Frente a toda reflexión racional, -aún una sanamente laica-, la persona humana es fin y no medio. El ser humano es realidad que trasciende consideraciones de tipo económico, jurídico, o histórico.

Por ello suscribo las palabras que afirmó con inmejorable audacia Elio Sgreccia. Por ser la persona ante todo un ser espiritual, es que ella vale por lo que es y no tanto por las opciones que decida, pues en toda elección la persona compromete lo que ella es, su existencia y su esencia, su cuerpo y su espíritu; en toda elección no solo se ejecuta el ejercicio de elegir, sino también el contexto de esa facultad, un fin, unos medios y unos valores. fzamora@abogados.or.cr

viernes, 19 de julio de 2013

LA FUERZA MORAL DEL PODER CONSTITUCIONAL



Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista

Publicado en El diario Español el Imparcial bajo el link:


En la era de la información, ya no es posible ejercer con eficacia el mandato constitucional, si éste no se fundamenta en la fuerza moral de las políticas públicas que se pretenden imponer. Es un fenómeno mundial. Por eso Barbara Tuchman, se preguntaba el porqué de tanto disparate en la toma de decisiones políticas. La lección esencial que nos han dejado muchos de los proyectos recientemente frenados por la irresistible resistencia de los pueblos, es la necesidad de que las políticas públicas cuenten con sólido sustento moral. Tal sustento surge a partir de la claridad de una visión nacional, y tal visión es hoy, más que nunca, la diferencia que hace al estadista. El líder podrá sostener su quimera hasta convertirla en realidad si ese fundamento existe, pero si las políticas públicas carecen de éste, insistir en ellas degenera en obstinado suicidio político. Más que por el atropello del derecho administrativo y constitucional, es por esta realidad, -propia de la era del conocimiento- que proyectos políticos en los que gobiernos se empeñan son reprobados.

Aunque es novedosa la forma en que se manifiesta el fenómeno del poder ciudadano, la esencia del problema permanece intacta. Los filósofos clásicos de la teoría del Estado plantearon la salida desde hace más de dos siglos. Por una parte, la que Hobbes advirtió: la riesgosa creencia de que la coerción que se impone desde la autoridad, es la vía para solucionar los problemas de la sociedad. El sustento ideológico que hoy gradualmente nos lleva hacia una peligrosa espiral ultrareguladora en todos los órdenes de nuestra existencia; una incultura contra la libertad. La otra salida, la confianza en nuestra capacidad para regirnos por medio de contratos sociales. Por esta razón no es viable una política pública que carezca de fuerza moral, pues careciendo de tal insuflo, el gobernante no puede convencer al pueblo que suscriba el contrato social indispensable para ejecutar su visión.

Para enunciar un marco de consenso social que dé viabilidad a las políticas públicas, me aboqué a analizar con detenimiento las conclusiones de diversas mesas ciudadanas, - en una de las cuales tuve el honor de colaborar-, y que durante el último año han aportado ideas a la región. Pues bien, todos los foros llegan al convencimiento que existen al menos cinco parámetros dentro de los cuales las iniciativas políticas deben transitar. El primero de ellos, el de la evolución hacia la democracia participativa. Cualquier iniciativa política que ofrezca un mayor poder de decisión a la ciudadanía, tendrá un poderoso soporte que lo hará viable. Un segundo parámetro tiene que ver con la promoción de la renovación energética y la protección ambiental, que implica, entre otros aspectos, la implementación de energías limpias, una política de vivienda vertical que promueva el repoblamiento en los centros urbanos y desincentive la invasión urbana de zonas tanto naturales como agrícolas, y una política agresiva de reforestación.

Un tercer consenso es el de la necesidad de que las economías domésticas estén plenamente insertas en la global, pero no por el hecho de que participemos de una subasta de regalías de los bienes nacionales, sino por la vía digna del valor agregado en innovación y educación tecnológica. Otra inquietud de todas las mesas ciudadanas es la urgente necesidad de mejorar la infraestructura pública para el desarrollo. La realidad de nuestros estados nacionales obliga a que, -en función de ello-, ciertamente exista una alianza público-privada en la consecución de este cometido. Sin embargo en adelante, esta necesidad deberá subordinarse tanto a las necesidades reales de la visión país de cada Estado, como a los principios fundamentales de la sana administración. Siendo esto así, ¿por qué los últimos acontecimientos referidos a inversión en infraestructura, han convertido a éste neurálgico tema en algo controversial?  En este último sentido, malas experiencias, como el excesivo precio final pagado a las concesionarias han minado la fuerza moral del concepto de “alianza público-privada”. Lo cual es peligroso en las actuales circunstancias de necesidad en que América Latina se encuentra. Por tal razón, en cualquier nueva propuesta de desarrollo de infraestructura que en adelante se plantee,  nuestros gobernantes están hoy obligados a cumplir con estos dos requisitos de viabilidad: por una parte, que el proyecto sea coincidente con la visión país que la sociedad exige, y por otra, que sea cual sea la vía de ejecución que se escoja, se respete de forma celosa la ética propia de una sana administración. El último vector es el de la transformación de un estado ejecutor y burocrático en función de un estado rector. Esto significa liberar la potencia y la iniciativa de la misma sociedad civil a través de organizaciones no gubernamentales, asociaciones y colectivos cívicos que progresivamente lo sustituyan en la ejecución de acciones que ordinariamente ha venido realizando el Estado, con cada día mayor costo y menor eficacia.

Ahora bien, una nación que se precie de serlo, tiene plena comprensión que su principal creación es la cultura. Todo lo ya escrito es letra muerta si la nación no resguarda su capital social. Su capacidad de resolver los problemas colectivos ampliando las posibilidades vitales de sus ciudadanos. Es su más preciado valor. Como bien lo plantea José Antonio Marina, por el contrario, las sociedades sin inteligencia social, no empoderan a sus individuos y así destruyen su capital comunitario, encanallando a sus ciudadanos y degradando la cultura. La cultura es indispensable en la creación de la inteligencia social. Es el acervo existente en el subsuelo de la historia de nuestra nación. Principios de los cuales el grupo social “echa mano” para escoger el conjunto de soluciones a implementar, la herencia social. Y quiérase o no aceptar, en ello también existen grados de calidad. Por eso existen culturas fracasadas y culturas exitosas. Por ello además, veo en la rabiosa ofensiva que exige importar cuanto fenómeno social se ponga en boga en las sociedades de consumo, una peligrosa tendencia que amenaza dilapidar nuestra herencia cultural.  fzamora@abogados.or.cr