Dr. Fernando
Zamora C.
Abogado constitucionalista
Publicado en el Diario español el Imparcial así:
Publicado en el Diario La
Nación:
El desarrollo de una nación no
se limita a su economía. No es únicamente su producto interno bruto. Una
economía próspera es resultado o consecuencia de la cultura de una nación. Y antes
permítaseme aclarar algo. Cuando me refiero a cultura, no me refiero exclusivamente
a la vocación social por las bellas artes o a la tendencia de ciertos
ciudadanos a la realización que ofrece el conocimiento universal. A la cultura
a la que me refiero, es la que representa el código, las pautas y la vocación
de consensos sociales en torno a ideales comunes de vida. El problema esencial de
un pueblo no radica en los problemas materiales que enfrenta, pues un pueblo
que resguarda los mejores valores de su cultura, es capaz de enfrentar
cualquier desafío. Por el contrario, un pueblo que abandona el ejercicio de sus
más preciados valores culturales -o peor aún-, permite que éstos sean
destruidos, carecerá de la fuerza interior que es indispensable para enfrentar cualquier
reto. El problema más grave que puede tener cualquier nación, es cuando esa
vocación decae. Por ello la más grande amenaza a una cultura, es cuando los
pueblos abrazan una ética de mínimos. ¿A qué me refiero con tal expresión? A la
tendencia hacia el relajamiento o disipación de los estándares morales. El
resultado de las sociedades que optan por el camino de la disolución de sus
estándares y valores, es que terminan ubicadas en las antípodas del ideal que
pretenden defender, pues se vuelven sociedades altamente hostiles contra aquellos
que abrazan o luchan por una sociedad de sólidos estándares éticos. Al final se
provoca un doble mal. Pretendiendo ser absolutamente tolerantes, no solo
terminan siendo sociedades altamente intolerantes, sino además con estándares
éticos inexistentes, o muy bajos. Una cultura tolerante no lo acepta todo, ni
adopta una vocación permisiva, pues distingue entre la persona y su conducta. Reconoce
que, aunque toda persona tiene una dignidad intrínseca por su condición tal, su
conducta puede no ser el ideal cultural que debe ser promovido.
Ahora bien, la obra política
es esencialmente una obra de civilización y de cultura. Por tal razón, para
señalar el rumbo, es fundamental comprender los parámetros de la cultura. El
primer parámetro es que una sociedad de plena cultura cree en el progreso. Uno
de los perniciosos rasgos de los anarquismos y de los actuales posmodernismos, es
el de su pesimismo vital. Por el contrario, el parámetro básico de la cultura
es la fe en que la historia tiene un propósito y sentido. De ahí la naturaleza
profundamente espiritual de la cultura y lo grave que es extirparle tal connotación.
Un segundo parámetro
importante se cumple cuando la economía está supeditada a los valores de la
cultura. El mercado económico solo funciona correctamente si éste no se afirma como
una finalidad en sí mismo, sino como parte de una visión de conjunto en donde
la sociedad transita en pos de la satisfacción de las necesidades genuinas del
ser humano. En otras palabras, el dinero solo está en función de hacer posibles
los procesos de producción. Esa es su finalidad esencial. En una cultura
avanzada, el dinero no es un fin en sí mismo. De ahí que los Médici serán
recordados no por ser los magnates que fueron, sino porque pusieron su fortuna
al servicio de la cultura.
El tercer parámetro de una
cultura nacional plena, alude al principio de autoridad. Lo contrario al
principio de autoridad es la rebelión y el caos. El anarquismo y el
libertarismo son los dos extremos del espectro ideológico que representan la
rebelión contra todo principio de autoridad. Sin embargo, el principio de
autoridad no solo es amenazado por las conductas dirigidas. El caos no solo es
resultado de un ataque sistemático y organizado contra la autoridad. Al igual
que puede haber caos derivado del error ideológico y del odio organizado, lo
puede haber como engendro de la ignorancia y de la simple expansión del mal. La
experiencia haitiana nos ha demostrado que allí donde hay ignorancia y pobreza
cultural, también hallamos caos.
El cuarto parámetro de la
cultura es la convicción en la existencia de una escala de valores, a partir
del concepto de la verdad. El relativismo reniega del concepto de verdad, y por
ende, de cualquier escala de valores. Tal escala debe ser cultivada a partir de
la familia, pues ella es el principal hilo conductor y el principal soporte de
la cultura. Por eso Vargas Llosa sostenía que el drama del mundo moderno es el
ataque a la familia, en tanto la crisis de ésta representa el deterioro de la
cultura. Resguardar la escala de valores es fundamental, a efectos de evitar
uno de los principales enemigos de la cultura -que aparte de la ignorancia y el
cinismo-, es la frivolidad, la cual refleja
la inversión de la tabla de valores sociales.
El último gran parámetro de las
culturas superiores es el de la libertad. Una cultura plena produce una
sociedad libre. Ella debe tener, como norte, lo que Jacques Maritain denominaba
la conquista progresiva de la libertad de expansión, la cual entendía como la
progresiva liberación de las servidumbres de la naturaleza material. Como
cultura, la aspiración de liberar al hombre aún de nuestra simple búsqueda de
bienestar material para conquistar el desarrollo de la vida del espíritu. Por
ello también es menester comprender el carácter esencial de una sociedad de
hombres libres. Un rasgo de tales sociedades es que son pluralistas. Son
sociedades que en sí mismas están integradas por otras pequeñas comunidades con
derechos, autonomía y autoridad propias, como los son la familia o las
asociaciones de individuos. Esa condición comunitaria, está enfocada como
comunidad política, en el tanto su vocación debe ser hacia la búsqueda del bien
común como ideal superior al de aquel exclusivamente individual. Finalmente, su
carácter esencial, es que reconoce el principio de que la dignidad humana es
anterior a la sociedad. Como tal dignidad es un concepto espiritual, entiende
que el ser humano -por más indigente que sea su condición-, aspira a grados
superiores de libertad interior. Una aspiración que ni la sociedad, ni el Estado,
son capaces de otorgar. Por ello, aunque respeta la existencia de pluralidad de
credos, las sociedades plenas son teístas. En las sociedades teístas, quienes
no creen en Dios, pueden igual participar activamente en la contribución de esa
forja de la dignidad humana, y por tanto, en la forja de la libertad y del amor
al prójimo, aunque al hacerlo, lo hacen desconociendo o sin tener consciencia
acerca del origen teísta del principio de la dignidad humana. Y allí
precisamente está la razón del drama de las sociedades modernas: el
desconocimiento de que la cultura solo tiene sentido a partir del resguardo de
las convicciones espirituales de la nación. fzamora@abogados.or.cr