jueves, 17 de julio de 2014

VIA CONSTITUCIONAL DE LA EFICIENCIA PUBLICA



Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista

Publicado en el periódico La Nación bajo las citas:

Tres grandes paradigmas han marcado la historia económica de la civilización. El primero de ellos surgió hace aproximadamente diez mil años con el nacimiento de la agricultura. La plantación de la semilla inicial significó el “big bang” del primer sistema de riqueza humana. La civilización agrícola permitió el fin del nomadismo y la existencia de los primeros excedentes que hicieron posible la acumulación de producto. Con ello, un nivel de vida en sociedad que permitía algo más que la estricta subsistencia. Al final del Siglo XVII, un nuevo paradigma emergió –y a través de la actividad mecánica e industrial-, provocó el segundo sistema de creación de riqueza. Este sistema se caracterizó por la tecnología de fuerza bruta, en interacción con energía derivada de combustibles fósiles. Esta forma de creación de riqueza se caracterizó, además, por el trabajo en serie, repetitivo, y la concentración del recurso humano y material en grandes organizaciones humanas de jerarquía vertical. Tal y como lo hacían las industrias del pasado. Dicho modelo de producción lo marcó todo. La forma de producir, los procesos sanitarios, la forma de educar, de impartir justicia, de ofrecer seguridad,  incluso de gobernar, entre otros etcéteras. Los parámetros básicos de los procesos eran la estandarización, la centralización, la concentración, y la maximización de las escalas.
Pero la paradoja es que este sistema de riqueza sufre estertores de muerte, pues se abre paso un nuevo paradigma que confronta todos los viejos preceptos de la industrialización. Esencialmente, el nuevo sistema de riqueza se caracteriza por el énfasis de la información y la creación no masiva, a través de energía limpia y organizaciones temporales de tendencia más horizontal. Así como la era industrial concentró la organización, la actual la desconcentra. Esta era del conocimiento, propende a nivelar las organizaciones trasladándolas en función de estructuras alternativas con funciones intangibles, como son, -por ejemplo-, las de tipo red. Los nuevos parámetros de los procesos son, entre otros, la descentralización, la desconcentración, la desincronización, la no verticalidad y la energía limpia. El problema esencial que enfrentamos, es que las organizaciones del nuevo sistema, colisionan contra un Estado cuyo modelo vertical, institucionalizado, centralista y concentrado, está diseñado para la era que ya no es, pues sin duda, el actual modelo de Estado costarricense -cuyo diseño consta en la actual Constitución de 1949-, es propio de aquella era industrial.
Así, llegados a este punto, ¿cuál es el dilema de fondo? El de un Estado con instituciones que son disfuncionales. Porque son incapaces de marcar el paso acelerado que lleva la actual economía basada en el conocimiento.  Nada ganamos con promover una cultura de emprendedores adaptada a la era que se avecina, si nuestras instituciones permanecen tan atrás. Si debiese resumir en una sentencia lo que pretendo ilustrar, afirmaría que es la colisión entre la velocidad de la “web” y la de las instituciones. Y el craso error de los afectos al estatismo de viejo cuño es que –diseñadas las entidades burocráticas para la era que ha muerto-, insisten en sostenerlas con respiración asistida. Incluso vemos como algunos de los actuales diputados -desconociendo la lectura de los nuevos tiempos-, insisten con insensatez en la creación de más instituciones públicas bajo el modelo de cuño tradicional. Ante este panorama, ¿cuál es el camino correcto? Es claro que la crisis generacional de liderazgo político de calidad que venimos sufriendo en los últimos años, impide una constituyente, y por tanto, una transformación genuina de nuestro modelo de Estado. Pero al menos requerimos algunos cambios inmediatos del modelo institucional para evitar su colapso total. Como es imposible en un artículo detallar con profundidad un cambio de tal naturaleza, me limito a resumir algunas ideas que me parece que es urgente implementar.
Para adecuar nuestra ley fundamental a estos tiempos, uno de esos cambios es la reforma del título XIV constitucional, de tal forma que las instituciones que ofrecen servicios comerciales (como son el INS o los Bancos comerciales del Estado), o bien las entidades que ofrecen servicios públicos que son retribuidos mediante el pago directo que hace el usuario por dichos servicios (como son por ejemplo el ICE, el AyA, el INCOFER o la JPS), operen bajo el modelo de empresa pública. Muchas de estas entidades son instituciones autónomas por disposición constitucional, por lo que trasladarlas a un régimen de operación más eficiente requerirá un cambio de esa misma naturaleza constitucional. No veo justificación para que entidades como el INS o los Bancos comerciales del Estado –las cuales en función del cumplimiento de sus objetivos realizan actividades comerciales-, o bien entidades como el ICE o el AyA, –las cuales en función del cumplimiento de sus fines públicos dan servicios al usuario que son retribuidos mediante pago directo por ellos- deban seguir operando bajo el oneroso y rígido marco jurídico de las instituciones autónomas. Su realidad material debería ser la de empresas públicas. En estos tiempos que he descrito, el marco jurídico de la institución autónoma, no es el más apropiado para entidades que cumplen actividad empresarial. Y no lo es, por ser un marco más oneroso y administrativamente más vertical e inflexible. La definición estrictamente institucional de una entidad, es apropiada para fines públicos como los que cumplen -por ejemplo-, el PANI, las instituciones universitarias, o el IMAS. No así para entidades que implementan negocios o servicios en función de una contraprestación directa y que, en función de ello, deben contar con un esquema organizativo de máxima agilidad y eficiencia. La segunda reforma constitucional tiene que ver con la necesidad de establecer medidas constitucionales que le garanticen al ciudadano equilibrio en el gasto público y límites a su desmedido crecimiento. No es concebible que -salvo el breve artículo 179 constitucional-, no encontremos mayores medidas constitucionales que garanticen límites a los gobernantes en dos aspectos: a) en relación con el abuso del gasto, y b) en relación al límite frente a la creciente tendencia de aumento en la imposición tributaria. En el pasado se intentaron, sin éxito, esfuerzos para establecer medidas constitucionales en ese sentido. Pero desarrollar este último tema ya sería materia de otro escrito. fzamora@abogados.or.cr

jueves, 3 de julio de 2014

LA ESCALA DE LA CORRUPCION



Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista

Publicado en el diario español El Imparcial bajo las citas:

Publicado en el Diario La Nación bajo las citas: http://www.nacion.com/opinion/foros/escala-corrupcion_0_1424457545.html

El Dr. Michael Stone es un psiquiatra forense de la Universidad de Columbia que desarrolló una escala de veintidós niveles para medir la magnitud de la maldad humana. Su trabajo fue popularizado al castellano con la incorrecta traducción de “índice” de maldad, siendo una “escala” lo que en realidad elaboró. Pues bien, en materia de liderazgo público también existe una escala mediante la cual es posible medir el grado de iniquidad de la clase política. Y allí son tres los niveles de ignominia identificables. En el primero -el más básico-, encontramos al funcionario cuya transgresión consiste en la comisión de actos aislados o que ejecutó en solitario. En su cometido no implica a nadie más, ni urda ninguna asociación al defraudar las normas que juró resguardar. Lo que afecta, esencialmente,  es su propia conciencia. El segundo nivel se alcanza cuando el jerarca -en su despropósito de transgredir el sistema-, corrompe almas ajenas. Seduce a sus cómplices, engendrándose así un subrepticio acuerdo para violentar, ya sea el principio ético, o la norma de la que era depositario. Cuando la transgresión  es descubierta, sale lo oculto a la luz, y con ello, la caterva de involucrados. Tanto los tentados, como los tentadores. En dicho segundo nivel de corrupción están los típicos escándalos con fondos públicos que son tan usuales en todas las sociedades abiertas. Sin embargo, en la escala de la iniquidad del liderazgo político, existe un tercer grado. Es el más peligroso. Implica una trama mucho más sutil -y por ello-, es el grado más censurable. ¿En qué consiste dicha máxima magnitud? En la utilización de la influencia que otorga el poder y en una manipulada instrumentalización de la ideología -redirigiendo y transmutando el sistema de normas y valores que los líderes juraron resguardar-, todo con el objetivo de obtener y conservar mayor poder. ¿Y por qué es más subrepticia y por tanto, execrable? Porque se aprovecha del poder y de la manipulación ideológica, para transmutar la ley en su favor sin transgredirla en apariencia. Y al hacerlo, la pervierte. Requiere de la solapada complacencia o de la complicidad de un estamento en busca del poder, devaluando así, el futuro de los valores constitucionales de la nación, su régimen de libertades, y el sistema legal y democrático que la resguarda. Por ello, el grado superior de corrupción política no radica en la transgresión de la ley, sino en la redirección de ella con el propósito de acumular y concentrar autoridad. Es desviar el fin moral correcto del sistema jurídico, para redirigirlo en favor propio. Es el abuso de la influencia política dirigido a implementar cambios constitucionales y normativos que estimulen y faciliten la concentración de cada vez mayores cotos de fuerza en la camarilla de poder. Es la descomposición de las tradiciones democráticas de una nación, con el objetivo de que, quien ostenta la autoridad, acumule aún más señorío del que goza. ¿Por qué la excesiva confianza en algunos de que algo así nunca nos puede suceder, si escribo acerca de algo de lo cual la historia es pródiga en ilustraciones? En los períodos dominados por conductores acostumbrados a estas prácticas -etapas que son ciénagas y bajíos para los pueblos-, generaciones enteras de promesas políticas se ven condenadas a una disyuntiva: ser cortesanos genuflexos para participar de las migajas del opíparo festín, o por el contrario, tomar el rumbo moralmente altivo. Si deciden por el camino correcto, se convierten en proscritos de la sociedad. Esto -por ejemplo-, lo experimentan en carne propia Leopoldo López y María Corina Machado. El primero está en la cárcel. La segunda fue expulsada del parlamento. Ambos perseguidos por el régimen de Nicolás Maduro a raíz del pecado de exigir el retorno de la democracia constitucional venezolana. Las consecuencias de ello son lamentables para la salud moral de las repúblicas, pues al tejido social le lleva decenios regenerar las tradiciones democráticas destruidas por la idiosincrasia despótica y la política cortesana.
Hasta la saciedad, la experiencia nos demuestra que los pueblos que se han derrumbado, son aquellos que han distendido sus convicciones comunes y la identidad de valores que forjaron su destino. En tiempos difíciles para Gran Bretaña, Edward Gibbon escribió una obra esclarecedora que ilustraba la decadencia y caída del imperio romano. En ella señalaba lo grave que es para las sociedades abdicar a la identidad de su código común de virtudes. Y aunque el argumento de la libertad es al que usualmente se apela cuando se promueve el relajamiento de los consensos sociales, ello es un espejismo. Cuando la libertad es avasallada, subordinándola exclusivamente en función de los apetitos, ésta degenera en libertinaje, madre del cinismo, de la demagogia, y finalmente, del despotismo. Y lo censurable del cinismo no radica en el hecho de que sus argumentos carezcan de sustento lógico -pues algunas veces lo tienen-, sino en la subrepticia intención de destruir la esperanza que combate por lo que es ideal como bien supremo. Lo más valioso que poseen los que luchan. Las sociedades libres no caen por los obstáculos y adversidades que enfrentan. Etnias y naciones se han sostenido frente a adversidades inimaginables; asidas únicamente a la colectiva lealtad a su identidad de valores comunes y a la esperanza trascendente. Cuando años atrás Jean Francois Revel insistía en sus temores de que las sociedades abiertas caerían frente a la amenaza del totalitarismo stalinista, los hechos demostraron lo que ya la segunda guerra mundial había probado: que las sociedades libres aferradas a sus convicciones pueden confrontar y vencer al despotismo. Tal y como sucedió frente al horror nazi. Por ello, no es un impedimento que evite la derrota del despotismo, cuando éste ostenta poderío tecnológico y material. Así mismo, si una sociedad libre goza de ellos, tampoco es garantía de que, al poseerlos, ella no degenere. Porque lo esencial no es la potencia material de la autoridad, sino su fuerza moral. De ahí que la mayor de las carencias de una nación es que, en circunstancias relevantes, se encuentre ayuna de consensos básicos respecto de sus valores y ayuna de quienes los inspiren. Más que desobedecer la ley, nada más grave que desvirtuarla, pues tal es el camino de los despotismos. Me viene a la memoria cuando en el diario español El País, -refiriéndose al Primer Ministro Berlusconi-, José Saramago le espetaba indignado que su mayor pecado, “no es que desobedezca las leyes sino, peor todavía, que las mande fabricar para salvaguarda de sus intereses…” fzamora@abogados.or.cr