Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
Publicado en el Periódico La Nación bajo las citas:
En 1905 el psicólogo francés Alfred Binet, desarrolló evaluaciones que
posteriormente serían denominadas de “coeficiente intelectual”. Hoy son una reconocida
herramienta y sabemos que tal coeficiente se refiere a los parámetros que
determinan niveles de eficiencia respecto de la inteligencia individual. Otros
autores contemporáneos han ampliado el concepto hacia otras expresiones de la
capacidad humana. A partir de que Daniel Goleman desarrolló la idea de
inteligencia emocional, también se habla del “coeficiente emocional”. En fin, los
coeficientes miden los grados de eficiencia, que es la capacidad para realizar
una función de la forma más óptima posible. Y como los coeficientes son
parámetros para medir eficiencia, podemos afirmar que, -así como existen
coeficientes para mesurar la inteligencia emocional o intelectual-, también
para la cultura es posible definir parámetros que nos permitan determinar grados
de eficacia en la consecución de los objetivos de la prosperidad integral de
las naciones. Por ello, -si de cultura nacional se trata-, también podemos aludir a un coeficiente, pues la cultura, al
igual que cualquier otra inteligencia, requiere niveles de eficacia para lograr
objetivos de bienestar.
La cultura nacional está determinada por el conjunto de convicciones
comunes que condicionan los comportamientos de la sociedad. Vale aceptar que,
en todas las culturas, se revelan contribuciones a la civilización. Más no por
ese simple hecho ellas se equiparan. En un afán relativista, algunos sostienen
que todas las culturas deben valorarse igual, a tábula rasa. Sin embargo, a partir de la experiencia histórica, tal
criterio no se sostiene. Por ejemplo, no podemos justipreciar el sistema de
creencias que dieron vida a la gran cultura renacentista europea del Siglo XVI,
de la misma forma en que valoramos la más
reciente y execrable cultura fascista del XX. Darles el mismo valor a ambas
culturas sería absolutamente injusto. A partir del anterior ejemplo, se extrae otra
importante lección. Siendo que indudablemente aquella cultura del siglo XX fue
perniciosa, y la que cité del siglo XVI esplendorosa, una tercera conclusión que extraemos respecto
del coeficiente cultural, es que la calidad de la cultura no es asunto
cronológico; no depende del transcurso del tiempo. Basta recordar que, en su
momento, el sistema cultural fascista, -y también el marxista-, representaron una
corriente novedosa. Por ello no caigamos en la trampa de aceptar ideas que van
en contravía de los valores que forjaron nuestra cultura, solo por el hecho de que
en las sociedades de consumo ellas sean la nueva pauta.
Aunque la cultura está condicionada por las convicciones, -y éstas
últimas son derivación de información que recibimos-, la cultura no es simplemente
información. La cultura es una vocación del espíritu. Otorga discernimiento y
da sentido a la vida. Por eso Vargas
Llosa sostiene lo que la historia demuestra: que la primera trasmisora de la
cultura es la familia y la iglesia. De ahí que las sociedades que han corroído
los fundamentos de ambas instituciones, se sumen en profunda decadencia
cultural. Sociedades en donde se da relevancia a lo zafio. Por ello, como
sociedad, es indispensable que tengamos claro cuáles son los condicionantes de
una cultura de verdadera prosperidad. El primer condicionante de una plena cultura
radica en la solidez de sus estándares éticos. Las sociedades que van asumiendo
una “moral de mínimos”, o que relajan sus estándares morales vigentes, devalúan
su cultura. El segundo condicionante de una cultura superior radica en su
convicción de progreso. Me explico. En la antigüedad grecorromana se daba por
sentada la idea de que el cosmos era la realidad última y no se concebía que el
universo hubiese tenido origen. Para los griegos, si el hombre aspiraba a
cambiar el curso de la historia, o elevarse por encima de su realidad presente,
cometía arrogancia contra sus dioses. Bajo tal cosmovisión, era imposible
desarrollar una idea de progreso. Por el contrario, la noción de progreso que
hoy disfrutamos, surgió a partir del concepto de que, tanto el universo como el
hombre, fueron creados ex nihilo, -o
sea, de la nada-, y que, a partir de tal creación, se ha desarrollado un curso
de evolución histórica según un plan general. Tal es, precisamente, la idea que
sentó las bases de la racionalidad. Y es una concepción propia de la
espiritualidad judeocristiana, aunque algunos desconocedores lo pretendan negar.
El tercer condicionante de la cultura radica en la idea de autoridad y
orden, que es lo contrario al caos. Los marxistas expulsaron a los seguidores
de Mijail Bakunin en la primera Internacional, precisamente porque sabían que
el anarquismo impedía cualquier construcción social, y ellos aspiraban a imponer
la dictadura del proletariado. Sin autoridad y orden, nada es posible edificar.
Un cuarto condicionante de una plena cultura radica en la aceptación de la escala
de valores. Donde el relativismo se impone y todo equivale, la virtud no tiene
capacidad de resistencia, porque desaparece el concepto de lo que la verdad es.
Por eso, donde todo equivale, la gente teme contradecir lo que se impone como políticamente
correcto. Este es uno de los grandes males de nuestras sociedades posmodernas. Lo
que además ha provocado el derribo de las fronteras que deslindaban lo inculto
de lo que es cultura. Al ser sociedades donde la escala de valores fue demolida,
tanto el conocimiento como el comportamiento carecen de una finalidad
moral-espiritual. Y así las cosas, es imposible que nuestras acciones o
conductas sean trasmisoras ni procreadoras de cultura.
El último condicionante de las sociedades de elevada cultura, radica en
el valor de la libertad. Por ello, en la verdadera cultura, ni el poder, ni el
Estado, son una suprema encarnación del ideal, -como creía Hegel-, sino un
instrumento subordinado al servicio del hombre. Finalmente, tanto la economía,
la ciencia, y la espiritualidad, tienen un carácter distintivo en las culturas
superiores. La economía no está supeditada a la especulación o al simple
consumo, pues éste no se afirma como una finalidad en sí misma; el dinero solo
está en función de hacer posibles los procesos de producción para satisfacer
necesidades genuinas. La ciencia se practica éticamente, sin hacer divisiones entre el ámbito de los hechos naturales y el
de los valores morales. Finalmente, la espiritualidad solo se entiende
si ella implica compromiso moral. Sin tal compromiso, la espiritualidad pasa a
ser superstición. fzamora@abogados.or.cr
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