Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
Publicado en el Periódico La Nación
Empresas globales como Uber o Airbnb, son una realidad de la era
digital que desafía a los Estados nacionales. En su campo son pioneras y vendrán
muchas más, con características similares, a competir con ellas. Y es de
suponer que en otro tipo de actividades, aparecerá esa misma modalidad de opciones.
La mayoría de ellas funcionan a través de aplicaciones en los teléfonos
celulares. Ofrecen diversos servicios, como el alquiler de vehículos con
chofer, -en el caso de la primera-, o renta diaria de inmuebles, en el de la
segunda. Por su naturaleza, este tipo de empresas se mueven en tres ámbitos de
desarrollo contractual, de difícil control para el Estado. El primero de esos
ámbitos es el cibernético, que hace de la intangibilidad e instantaneidad de la
actividad digital, -por sí sola-, algo difícilmente accesible. El segundo
ámbito que desafía a los Estados, es el de la multiterritorialidad de este tipo
de entes globales. Tanto sus sedes, los hechos generadores de sus contratos, como
los sujetos intervinientes en los mismos, son de una naturaleza extraterritorial
tal, que son difíciles de sujetar, aún para las administraciones públicas de grandes
naciones. Un alto porcentaje de sus contrataciones son realizadas por el
intangible medio digital, y solo este hecho las hace un serio desafío para
controlarlas. A la dificultad anterior, se suma que son realizadas por ciudadanos
de diversos país y en sitios imprevisibles: dentro de aeronaves, en aeropuertos
internacionales, en lugares de paso o tránsito temporal, etcétera. El tercer elemento
que dificulta el control de este tipo de contratos, es que las negociaciones se
realizan exclusivamente por la vía de las comunicaciones íntimas de las personas,
las cuales son inviolables, de conformidad con los principios constitucionales de
las naciones civilizadas. En el caso de nuestro país, protegidas por el
artículo 24 de nuestra Constitución política.
Por lo anterior, hoy se discute sobre cómo debe regularse esta modalidad
de actividades. Algunos sostienen que debe prohibirse de plano. Si nos atenemos
al régimen que regula el servicio de transporte similar al de Uber, el Estado resolvería fácilmente el
entuerto si logra que la empresa ofrezca sus servicios con los choferes y
vehículos que el Estado ya ha autorizado. Estos son, los porteadores legalizados,
los microbuses autorizados para el turismo, o bien, los taxistas formales. El
inconveniente es que, probablemente, tal imposición haría ineficiente el
servicio de dichas empresas digitales en el país, pues limitarían sus
condiciones de contratación y oferta, que son su atractivo. Así las cosas,
estamos en presencia de uno de esos inevitables choques vaticinados por Alvin Toffler.
Una de tantas colisiones entre esa sociedad digital, -que va a cien millas por
hora-, contra los Estados nacionales de derecho, que evolucionan a tan solo cinco
millas. En el caso de fenómenos como Uber,
tal colisión parece inevitable, y asumir la actitud de proscribirlos, sería
resistir la nueva historia. Si bien es
cierto, -de conformidad con el derecho constitucional a la libre contratación y
al trabajo-, el transporte remunerado de pasajeros es una actividad que el
Estado no puede prohibir, también es cierto que la puede regular, como lo hace
con tantas otras actividades económicas. El problema radica en ese afán ultra
regulador que es tan usual en la clase política. Por ejemplo, en el caso
citado, los funcionarios, -de forma simplona-, se limitan a subordinar la
actividad al régimen de transporte remunerado de pasajeros ya existente, olvidando
el desafío inicialmente planteado: ¿cómo sujetar así una actividad digital usualmente
generada en un espacio extraterritorial, y por la vía de las comunicaciones
íntimas de los individuos?
Peor aún, ¿dónde
radica lo paradójico de este asunto? Veamos.
Los objetivos de la regulación del transporte de pasajeros son básicamente
tres. El control del exceso de oferta, el control de las tarifas, y finalmente,
el control de la calidad y condiciones del servicio. Este último aspecto, incluye
temas como el de los seguros, las condiciones del vehículo, -tanto para la
circulación como para la comodidad del usuario-, el decoro en la conducta del
chofer, o la distribución geográfica del servicio y sus rutas. El dilema es que,
en la mayoría de esos mismos aspectos, las empresas digitales globales ya
ejercen un estricto control de calidad de los servicios dados por sus oferentes
inscritos. Estas empresas precisamente velan porque sus vehículos estén
asegurados, controlan la seguridad de los usuarios, las condiciones del automotor que ofrece el
servicio y que las tarifas sean razonables, -esto es-, que no sean leoninas contra sus choferes, ni
abusivas en perjuicio del usuario. Esto es así porque de no garantizar dicho
equilibrio, pierden al usuario, como a sus choferes. Igualmente, estas empresas ejercen autocontrol
respecto de la oferta, la calidad del servicio brindado y la conducta de sus
choferes. En función del servicio que ofrecen, ellas mismas implementan
automáticamente las regulaciones, sin necesidad de que las imponga el Estado. Y
en este punto, ¿qué importa si los objetivos de buen servicio se alcanzan por
la regulación del Estado o mediante controles auto impuestos por la misma entidad
que dirige el servicio? Lo importante es
que se cumpla el objetivo social deseado, tanto en pro del usuario, como del
trabajador. Esto es así porque el Estado no es un objetivo en sí mismo. Las
regulaciones públicas tampoco son un objetivo en sí mismas, sino un simple
instrumento para el fin social pretendido.
En la nueva realidad de las organizaciones humanas de esta era del
conocimiento, el Estado es rector y fiscalizador, pero no necesariamente debe
monopolizar la ejecución del control. La solución sensata del asunto consiste
en adaptar la actual normativa que regula el transporte remunerado de personas en
función de tres elementos, 1) que el Estado promueva condiciones que estimulen
a empresas como Uber servirse de los vehículos que ya operan legalizados, 2)
que se permita la existencia de tales empresas inscritas ante el Estado y 3) en
aquello en que las empresas se regulan por sí mismas, el Estado deberá autorizar
su autocontrol sin doble imposición. Es un asunto de realismo y sensatez. Si el
gobierno se resiste al hecho, el tema se tornará incontrolable.
fzamora@abogados.or.cr
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