Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
Publicado en el Periódico La Nación bajo el link:
El acontecimiento que
la navidad conmemora, conlleva por sí solo el profundo mensaje de la dignidad humana:
un principio constitucional cardinal. El concepto de la dignidad es
asombrosamente novedoso. De hecho –a excepción de lo que sucedía en la
antigüedad con el pequeño pueblo de Israel-, el concepto de igualdad humana no
era practicada por el mundo antiguo. Quien visite los centros histórico-conmemorativos
de la ciudad de Filadelfia, verá allí el texto de la declaración de
independencia estadounidense redactada por Jefferson. Aunque ya había estudiado
aquella hermosa redacción, al apreciar una edición tan antigua, me detuve en la
afirmación de Jefferson, según la cual, el hecho de que “todos los hombres son
creados iguales”, es “una verdad evidente”. Si bien es cierto para un occidental moderno -como
lo fue él-, la idea de la igualdad era una verdad evidente, en el pasado no lo
fue así en lo absoluto. Durante la mayor parte de la historia, lo natural fue la
idea de la desigualdad, pues lo que resulta evidente a los sentidos, es que
poseemos distintos atributos. Somos indudablemente diferentes en aspectos como
talentos, perseverancia, energía, capacidad económica, atributos físicos y un
largo etcétera. En la antigüedad, por la obvia desigualdad material del hombre,
el ser humano no era sujeto sino objeto. Podría citar mil ilustraciones de
ello. Por ejemplo, el hombre era objeto
o posesión del poder político. De ahí que, aún en las polis grecolatinas, en
caso de situaciones como la guerra, el Estado disponía, tanto de sus súbditos
como de sus haciendas. Los ciudadanos eran objetos del poder. El grado de
potencia y capacidad de las personas era tan valorado, que una costumbre usual
en la antigüedad clásica, era abandonar a los incapaces a su suerte. Por ello
mismo, la razón por la que los gladiadores derrotados eran usualmente
asesinados en la arena, se debía precisamente a la idea de que, tanto la
debilidad como la desigualdad, eran socialmente despreciadas.
Ahora bien, si la
desigualdad de los seres humanos parece tan evidente, ¿por qué razón la
igualdad, -para esa generación de occidentales-, ya era una verdad indudable? La
respuesta es que, durante siglos, había calado en la cultura occidental el
mensaje de la navidad. La igualdad humana a la que se refería Jefferson, no era
igualdad material, sino espiritual y moral, que es el concepto de igualdad que impulsó
consigo la buena nueva navideña. Ciertamente la desigualdad física y material de
los hombres es evidente, pero ésta, sin embargo, es compensada con la
portentosa idea de que somos iguales en tanto hemos sido creados a imagen y
semejanza de Dios. Tal concepto espiritual originalmente surgió en la cultura
hebrea. Buena parte de los eruditos coinciden en ubicarla en las tradiciones orales
del segundo milenio anterior a nuestra era. Si bien es cierto, el pueblo judío
fue el primero en practicar la noción de igualdad espiritual y moral del
hombre, por varias razones sabemos que su mayor impacto lo provocó el mensaje
de la navidad. En primer término, porque es gracias a ella que este concepto es
propagado al resto de los gentiles. A partir de allí, se consolidó para el
hombre moderno la convicción de que el ser humano no es el resultado del azar absurdo
e incausado, del capricho, o de la sinrazón, -y por ende-, que en toda persona humana
hay un sentido de propósito. Además, lo que el mensaje de la navidad sostiene
es que, por cuanto somos dignos, ameritamos ser redimidos, que es la razón por
la que Dios se encarnó con un propósito redentor. Así pues, gracias a tal idea,
-la de que el mismo Dios decidió encarnarse en hombre-, el mensaje de la
navidad confirma en Occidente la convicción de que el ser humano posee dignidad.
Por el contrario, en el Oriente Medio, dicha idea no se ha concebido tal y como
la comprendemos los occidentales. Entre otras razones, porque para el Islam era
inconcebible, -y sigue siéndolo-, la idea de que Dios se hiciera hombre y se
rebajara a nuestra condición. Aún más, a excepción de Séneca, los escritores grecolatinos
antiguos insistían en la separación absoluta e infinita entre Dios y los
hombres, abandonando al ser humano en una situación de lamentable postración.
Ahora bien, ¿cuál es el
fenómeno físico o natural que nos traduce, a nuestra realidad material, el
principio espiritual de igualdad moral y dignidad humana? ¿Por qué razón intuimos
la grandeza de nuestro valor individual como personas? Intuyo la grandeza de mi
valor, porque soy genética y moralmente único. El concepto de dignidad toma
verdadera fuerza material al saber que, aún para quien vino al mundo con serias
discapacidades o en situaciones de terrible desventaja, se es un ser único e
inigualable, por su sola condición genética y moral irrepetible. La imagen y
las características físicas y morales que fueron definidas para mí, son solo
para mí, y por ello sé que mi vida no es una absurda casualidad. Para el ADN,
uno de los intrincados recipientes en las que está contenida nuestra identidad
única, el biólogo molecular e informático Leonard Adleman sostiene que, tan
solo un gramo de él, ocupa alrededor de un centímetro cúbico que almacena la
información en código de un billón de discos compactos. El filósofo Anthony
Flew resume el asunto de la identidad, en una expresión derivada de su
observación científica del genoma: una casi increíble complejidad de
estructuras, un ensamblaje de piezas extraordinariamente diversas; una enorme
complejidad de elementos y una gran sutileza de formas en que cooperan, y en la
que alguna inteligencia ha debido participar para darnos identidad y producir
vida”. Sin duda, maravillas
moleculares que nos dan algunas pistas sobre la dignidad especial con la que
todos contamos. En esencia, la buena nueva de la dignidad humana es el
trasfondo del gran mensaje que celebraremos a la media noche del próximo 24 de
diciembre. Y aunque el heroísmo del mundo antiguo apreciaba el poder, celebremos
el heroísmo que trajo la navidad al mundo, y que nos ha enseñado a valorar -aún
más que el poder-, la verdad. fzamora@abogados.or.cr