Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
Publicado en el diario La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/foros/Nombramientos-legislativos_0_1545245470.html
Hay una suerte
de propensión reglamentista que, para mal, está afectando la actividad pública,
y por consecuencia, a nuestra sociedad. Rolando Araya la definió con una
expresión: una dictadura de incisos. Una tendencia que se manifiesta en múltiples
formas. Por ejemplo, uno de sus tantas manifestaciones, es lo que se ha dado en
llamar la judicialización de la democracia. Hegel mal concebía que el Estado
era la encarnación de la idea, algo así como un superhombre colectivo. Pero
como bien sostenía Jacques Maritain, el Estado debe limitarse a ser,
simplemente, un instrumento al servicio del ser humano. En esencia, el poder
público es para el hombre y no el hombre para el poder público. Hacerlo a la
inversa es provocar que, tanto la persona como las sociedades, estén
indefectiblemente atadas y supeditadas a rígidos legalismos y a menudas letras
reglamentistas. Ello pese a que éstas, en innumerables ocasiones, son incluso absurdas.
Esa vocación de que casi toda conducta esté prevista dentro de un molde “legalizante”,
es una noción despótica y una peligrosa inclinación hacia una suerte de
totalitarismo inmovilizador. Peor aún, es arrastrar el sistema hacia un escenario
en donde, quien controla el aparato reglamentista y su interpretación, siempre impondrá
su voluntad última. Por ejemplo, sabemos que los mandos burocráticos medios se
valen de esa proclividad del sistema para, de manera extorsiva, condicionar la
actividad pública. Cuántos subrepticios objetivos se sacian, valiéndose de
legalismos, para ejercer caprichosas interpretaciones de las normas de las que ellos
son depositarios.
Ahora bien, hay
un tema en el que es especialmente peligroso actuar sin libertad y con un
reglamentismo cajonero. Se trata del nombramiento de los altos funcionarios
designados por la Asamblea Legislativa, como lo son los contralores, magistrados,
defensores de los habitantes, superintendentes, altos directivos y demás. Máxime
cuando el Congreso ha establecido un método para escogerlos que, -por las
razones que expondré-, puede llegar a resultar muy inconveniente. No dudo de la
buena labor de la comisión legislativa de nombramientos, y tampoco este
artículo es una crítica a quienes esta comisión ha propuesto. Pero el método aplicado
es inconveniente. Resulta que, atenidos a esa inclinación reglamentista, hoy la
práctica consiste en que, de la totalidad de los aspirantes, la Comisión de
nombramientos emite una suerte de humo blanco sobre una pequeña y taxativa
terna, usualmente no mayor de tres personas que -a manera de cerrojo-, está inhibiendo
al resto de los diputados para votar candidatos fuera de tal nómina. El peligro
que acarrea este tipo de pequeños candados en las listas, es que se presta para
que la comisión no solo filtre, sino que, en términos prácticos, elija a los
funcionarios. Y así, finalmente, quienes indirectamente hacen las
designaciones, son los siete diputados que se ponen de acuerdo, en petit comité, para presentar sus ungidos al resto, con lo cual el
grueso de los diputados quedan limitadísimos en su accionar. E inimaginable la
idea de realizar proposiciones fuera de la lista general de candidatos
inscritos. No dudo que la comisión de nombramientos hace su trabajo con
objetividad, pero también es hora de que las dignidades se escojan con más
libertad.
¿Cómo dicta el
sentido común que debería ser el nombramiento de los funcionarios más
importantes? Debe ser una equilibrada
combinación entre dos elementos básicos: vigilancia y libertad de acción al
legislador. Me refiero a que debe resguardarse a toda costa la libertad del
legislador, tanto para proponer, como para votar nombres. Esto, por cuanto los llamados
a ejercer las posiciones deben ser los exponentes más reputados de una
profesión, y usualmente los mejores no se ofrecen para ocupar cargos. Aunque apenas
era un muchacho, testifiqué épocas en que los nombramientos en cargos públicos
de importancia se hacían con plena libertad, y sin embargo, las formas estaban
revestidas de dignidad y señorío. Recuerdo a muchos de mis mentores reflexionar
con detenimiento antes de aceptar un cargo que les era propuesto, pues
usualmente, la aceptación de la dignidad pública implicaba rebajar su condición
económica o laboral. Mediocres han existido siempre, pero en aquel entonces había
la posibilidad de que los cargos se ofrecieran, con cierta solemnidad, a
quienes eran reconocidos como los mejores. Eso ya no sucede. Quien aspira hoy a
un cargo de nombramiento legislativo, debe someterse a una suerte de inconveniente
cortejo. Y en ocasiones éste puede llegar a ser indignante. Por ejemplo es recordado
que, tiempo atrás, en un interrogatorio de la comisión de nombramientos, se llegó
al extremo de consultarle a un aspirante el porqué de una cicatriz en su
rostro. Este tipo de situaciones inhibe la participación de muchos de los
profesionales y académicos más prestigiosos del país. No conciben que, para
ocupar una dignidad de la que por reconocimiento son merecedores, deban
ofrecerse. O peor aún, someterse a un trato impropio. No aceptan enfrentar una
parafernalia que, en muchas ocasiones, amenaza ser humillante. Los diputados
deberían ejercer la costumbre -fuera de su cajón reglamentista-, de hacer
ofrecimientos y proponer candidatos en el momento en que lo crean oportuno. No
niego que, en esta época de masificación de la actividad profesional, es indudable
que debe existir un filtro que impida el paso a los aspirantes inconvenientes.
Y ese debe ser el sentido de la comisión de nombramientos, la cual debe eliminar
a los aspirantes deficientes y mediocres, o a aquellos que resulten
evidentemente pícaros. Pero es un filtro primario, nunca una camisa de fuerza que
desmotive a los demás legisladores a presentar proposiciones de nombres
reputados, como sucede en la práctica hoy.
Esto implica no
caer en mojigaterías. Recuerdo que el Dr. Rodolfo Piza Escalante ofrecía un
ejemplo de su propia experiencia con objetivos de enseñanza académica. Se refería
a la anécdota de un incumplimiento que tuvo de alguno de esos engorrosos
trámites administrativos el cual omitió, y que debió resolver combatiendo al
sistema. Es probable que, si en aquellos momentos se le hubiese dado una importancia
tan estricta al cumplimiento de las convenciones reglamentistas -a lo
políticamente correcto-, y si aquel incumplimiento hubiese sido reprochado con
el celo mojigato que en ocasiones se aplica hoy, Costa Rica hubiese perdido a uno
de los jueces más brillantes de toda su historia. No olvidemos que, en la
selección de los aspirantes, no deben prevalecer las formas en detrimento de lo
esencial. fzamora@abogados.or.cr