Abogado constitucionalista.
Publicado en La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/foros/escandalo-Navidad_0_1604639522.html
Nos aprestamos a celebrar la navidad. George Stevens la definió como la
más grande historia jamás contada. Ante ella, en dos milenios, el hombre no ha podido
permanecer indiferente. El mundo moderno, la asume como un tiempo de
socialización, esparcimiento y consumo. Al fin y al cabo, para muchos la vida es
“lo bailado”. Y ello es comprensible. No sea que se me responda lo que dijo Descartes al
Conde de Lamborn, -hombre famoso por su simpleza e indiscreción-, cuando éste
le reclamó al filósofo su afición por los manjares: ¿acaso hizo Dios estos
deleites para goce exclusivo de los tontos? contestó Descartes. Más siendo el
nacimiento de Cristo lo que la navidad conmemora, hay una perspectiva profunda para
comprenderla: la navidad es también escándalo. Así la definió San Pablo en su
misiva a los fieles de Corinto. ¿O acaso no fue escandaloso para los judíos, el
hecho de que el grandioso y esperado Mesías, naciera pobre y atribulado en el
lugar destinado al descanso del rebaño? Por
eso Isaías lo advirtió cuatro siglos antes de su nacimiento: “El vendrá a ser santuario, pero piedra de
tropiezo y roca de escándalo para ambas casas de Israel.” (Isaías 8:14) La
nación de Israel esperaba al Mesías como rey potente y general invencible. Sin
embargo, la navidad no presentó a Dios encarnado como poderosa majestad, sino
como el hijo de un humilde carpintero, entregado al mundo como siervo sufriente.
De ahí que aquel mismo profeta había advertido que los caminos de Dios, y sus pensamientos-, son inescrutables y siempre más
altos que los nuestros. (Isaías
55:9)
Ahora bien, ¿cómo comprender el mensaje que la navidad
encierra? Si bien es cierto, en aquel momento dichos acontecimientos fueron insondables,
ellos contienen una inmensa sabiduría. Escudriñemos porqué. Lo primero que
debemos afirmar es que el mensaje navideño se sustenta sobre el fundamento de que
la existencia tiene propósito. O sea, implica aceptar que detrás de lo creado
no está un irracional despropósito, sino el propósito. Y por ende la razón. Implica
rechazar la noción de quienes afirman que todo lo que vemos fue resultado de la
materia que por sí misma -y sin razón alguna para ello- lo creó todo.
Incluyendo a la humanidad y el misterio de su consciencia. Reconocer que la
existencia tiene propósito, es afirmar que lo razonable está en el fundamento
mismo de todo lo perceptible. Es negar la posibilidad de que todo sea resultado
del azar sin causa; rehusarse a creer que todo cuanto vemos es derivación del ciego
albur. En otras palabras, antes de cualquier otra conclusión, primero debemos
decantarnos entre dos opciones: a) que lo existente es una portentosa suma de increíbles
coincidencias autocreadas sin sentido alguno, -o por el contrario-, b) que esa asombrosa
dinámica que nos dio vida, fue resultado de una inteligencia preexistente. Y en
este punto, es claro que incluso el azar puede ser usado y dirigido por la Inteligencia
superior con propósito ulterior. Es escoger entre la convicción de que lo
razonable fue el origen de todo, o si, por el contrario, el sinsentido -la sin
razón alguna- fue lo que nos dio origen. Yo me decanté por rechazar la noción
de que nuestra propia razón sea un residuo que surgió de lo irracional. Y así,
lo que es razonable, no debe renunciar a su primacía frente a lo que no lo es, pues
incluso la información práctica colabora con el argumento del propósito. De
hecho, en 1982, el astrofísico Sir Fred Hoyle afirmó, con base en cálculos
matemáticos e información biológica, que “la
probabilidad de que las formas superiores de vida hayan surgido de un azar sin
causa, es la misma de que un tornado ensamble un Boeing 747 con la chatarra
abandonada en un patio.”
Pues bien, una vez que hemos acogido la convicción de que
la vida tiene un propósito razonable, el segundo paso es reconocer que, lo esperable,
es que la Inteligencia creadora decidiera revelar el propósito de la existencia
al ser humano. Y haciéndolo de una forma tan potente, que dicho evento partiera
en dos la historia universal. Tal y como –precisamente- el mensaje de la
navidad lo ha hecho, ofreciéndonos la pista más portentosa sobre el propósito fundamental
de la existencia: el amor. Y con ello, la navidad impuso a la cultura universal
un giro copernicano; Dios se hizo hombre con el propósito de servir y no para ser
servido, dando su vida en pago por la libertad de todos los que acepten su
sacrificio. (Mateo 20.28) Así, el mensaje de la navidad es la historia de cómo
llegó aquí -con disimulo- el verdadero Rey, convocando a los hombres de buena
voluntad a la forja de un reinado superior. Y como sus pensamientos y caminos son
más altos que los nuestros, él decidió revelarse a nosotros como servidor
sufriente. Por ello, cuando Elie Wiesel y Frank Boyce, enjuician a Dios en su
magistral obra God on trial, en su
defensa sale el mensaje de la navidad -con su pesebre y su cruel cruz-,
recordándonos que incluso el mismo Dios, pese a su magnificencia infinita, se
ofreció también en la participación del sufrimiento. Por ello, la natividad es
esencialmente un mensaje de solidaridad, libertad y esperanza. De solidaridad, porque el establo y la cruz
implican que Dios, encarnado, decidió participar de nuestras miserias y
limitaciones como víctima cardinal. De libertad, pues ella implica -por
múltiples razones- las consecuencias del mal en todas sus manifestaciones,
tanto el mal moral, como el natural. Así se nos da una vía indirecta para
apreciar el bien, pues quien sufre las consecuencias del dolor, también
descubre una vía para valorar el bien, lo que es imposible sin libertad. ¿O
acaso amerita existir una realidad de seres creados que funcionen sólo
confortablemente, como máquinas autómatas?
La libertad es necesaria, aunque con ella se infiltre la posibilidad del
mal.
Así mismo, es gracias al misterio del nacimiento de
Cristo que asumimos con alegría la revelación de la dignidad humana, el más
portentoso concepto espiritual. Es la razón por la que es también un mensaje de
esperanza, por ser uno de amor y salvación. Al optar Dios por su sacrificio
redentor, el amor en sentido cristiano, resulta una determinación de la
voluntad y no de las emociones pasajeras. Al final, todo es una cuestión de
humildad personal: aceptar, o no, su sacrificio redentor. Por ello, durante
milenios, el hombre no logra permanecer indiferente ante ese escandaloso
desafío. Es una decisión de la voluntad, que debe ser abrazada desde el
claroscuro de la fe… y de la humildad.
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