miércoles, 22 de agosto de 2018

ADOCTRINAMIENTO JUVENIL


Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.

Publicado en el periódico La Nación

Según informó este diario, las recientes administraciones educativas han venido adoctrinando a los jóvenes costarricenses. Lo hacen con un claro sesgo ideológico, mediante textos que se utilizan como parte del material educativo. Y como en todo adoctrinamiento sucede, la mentira es una de sus herramientas usuales. Veamos algunos ejemplos. En el folleto Nueva Acción Cívica para bachillerato, se afirma respecto del Tratado de Libre Comercio, que “el gobierno tomaba las decisiones sin tener en consideración al pueblo”, lo cual, si recordamos que fue un referendo nacional el que decidió el tema, es a todas luces una burda falsedad histórica. Por demás está anotar que los folletos están plagados de las típicas frases panfletarias de la teoría marxista de violencia de clase. Aún peor, en el texto educativo Panorama mundial 11, del programa de estudios sociales para los muchachos, se atreven a afirmar que, -en la campaña del 2007 por el tratado de libre comercio con Centroamérica y EU, los funcionarios de la administración que entonces impulsó la iniciativa, ofrecían bienes a cambio de votos. Burda calumnia que supongo terminará en los estrados penales del país, pues incluso utilizan la imagen de exfuncionarios de entonces. No quepa duda: si eso hubiese ocurrido, habrían sobrado los testigos y las pruebas; eran momentos en que el ambiente estaba muy efervescente, y dichas autoridades habrían sido entonces denunciadas si en verdad aquella fechoría hubiese ocurrido. Igual sucede con otros materiales lectivos, en donde se hacen alusiones indirectas a partidos políticos vigentes, con el objetivo subliminal de orientar la afinidad de los educandos en función del partido de gobierno, y contra la oposición. 

En fin, es claro que la educación está siendo tomada por activistas imbuidos de ideología que pretenden ejercer la misma estrategia que en el pasado tantos réditos ofreció a los regímenes totalitarios. Al igual que lo estaban Antonio Gramsci y Herbert Marcuse, están convencidos que el futuro no está en la toma armada del poder político, sino en el adoctrinamiento cultural de la juventud. Se emplean estrategias como la “ventana de Overton”, en donde una idea, por más insensata que parezca, puede terminar imponiéndose si se adoctrina sistemáticamente en ella. Es triste que se pretenda subordinar la educación  a un recetario de fórmulas ideológicas. Una filosofía educativa sensata no ofrece recetas. Solo es guía para discernir el camino, y escoger, de todo el conjunto de arbitrios que para cada caso concreto se ponen en práctica intentando la cultura. Se limita a ofrecer un marco dentro del cual se desata la inspiración del buen educador, que es el poder extraordinario con el que éste intuye el llamado que tiene el joven en su transitar vital. Pero tal inspiración es imposible en una mente obnubilada por los prejuicios y las supersticiones ideológicas. Porque la ideología es un condicionamiento. Es una programación mental. Independientemente de que sus enunciados se ajusten o no a la realidad, lo esencial es que cumplan una función directiva del comportamiento. Sean o no justificados sus predicados, al final resultan un conjunto prescriptivo y sistemático de conductas condicionadas por una fuerte carga emotiva.

Bien lo reclamó el pensador mexicano Luis Villoro: la ideología es un conjunto de creencias que responden al interés particular de grupos afanados en obtener poder. Aunque éstas no siempre son irracionales, no pueden invocar una justificación suficiente para que su supuesta verdad se acepte con razonable seguridad. Sabemos que existen creencias falsas, incluso algunas que, por injustas, son evidentemente falsas. Por eso no tienen fuerza social. Pero en el caso de la generalidad de las falacias ideológicas, éstas sí se aceptan como verdades incuestionables solo por el objetivo subterráneo que arrebatan. Las ideologías dan por sentadas convicciones que en la gran mayoría de los casos no tienen fundamento en la realidad. A pesar de ello, los activistas de las ideologías logran que sus razones venzan a otras mejores, como son por ejemplo, las razones estadísticas. La falacia ideológica no necesariamente se levanta intencionalmente. No siempre es un engaño consciente. Por eso es difícil confrontarla. Quien está sometido a las supersticiones ideológicas, las abraza con sincera ingenuidad. Por eso son un yugo difícil de vencer. La única forma de desenmascarar la falacia ideológica es descubriendo los intereses propios de quienes las promueven. La ideología es un espejismo que satisface las necesidades de identidad colectiva, de reconocimiento y cobijo. Por eso los jóvenes son quienes fácilmente caen presa de las redes que los ideólogos echan. Ahora bien, para que la superstición ideológica alcance éxito social, es necesario que quienes las prohíjan estén convencidos de que aquello en lo que creen será en beneficio de todos. Y por promover quimeras que al final del camino solo son intereses, la ideología es un engaño. Dichos intereses llegan al extremo de presentar como verdades, creencias que la misma realidad contradice, o que son incluso irracionales.

Surgidas a partir del marxismo del siglo XIX, las doctrinas ideológicas más peligrosas tienen su matriz en las teorías del materialismo determinista y de la lucha de clases. El denominador común de todas sus variantes está en dos elementos. Mal conciben el desarrollo humano a partir de la absoluta acumulación de poder en el Estado. Por otra parte, son doctrinas omnicomprensivas de la historia y de la sociedad, lo que las hace necesariamente falaces. Para quienes están dominados por esas supersticiones, las políticas públicas solo son eficaces en el tanto apliquen al pie de la letra tal recetario. Antes que surgieran los materialismos de la época moderna, la humanidad no conocía tal culto por una razón totalizadora. No existían las complejas y abarcadoras teorías que imponen los materialismos de hoy. Por el contrario, los modelos educativos regidos por filosofías equilibradas, han aspirado siempre a establecer el balance que mantenga a raya esa voraz propensión totalizadora del Estado. Pero parece que las administraciones educativas de los últimos años quieren transitar en contravía, y le están guiñando el ojo a un peligroso juego. Es que hay momentos en que los tiempos son oscuros. Horas de sombras.  fzamora@abogados.or.cr

martes, 7 de agosto de 2018

LAS TENEBROSAS GUERRAS DE HOY

Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.

Publicado en el periódico La Nación:

Para una sociedad como la costarricense, con un Estado militarmente desarmado, es de fundamental importancia entender el fenómeno de las tenebrosas guerras contemporáneas. Aunque conservo en mi biblioteca, el viejo clásico “De la Guerra”, escrito por el teórico de las milicias prusianas Karl Von Clausewitz, reconozco que ya no es adecuado percibir la mayoría de las guerras actuales bajo las nociones tradicionales de los objetivos geopolíticos. La actual violencia armada la mueve una dinámica distinta.  Si bien es cierto desde siempre las guerras han estado influidas por los intereses económicos alrededor de elementos como el de los recursos naturales, en el pasado estaban generalmente matizadas por la seducción del ideal político. Sin embargo, en la actual era posmoderna, donde el ideal de progreso, el sentido de propósito, y el principio de autoridad está constantemente saboteado, dicha posmodernidad es responsable de una brutal degeneración de la esencia y razón de las guerras actuales. El investigador Xavier Bougarel, las define como una condición social depredadora. Veamos de qué se trata el fenómeno.

En el pasado, los conflictos bélicos estaban determinados por aspectos tales como el de la emancipación e independencia de los pueblos, o bien, por una cosmovisión o filosofía sobre la forma en que una sociedad debía organizarse, o sino por proyectos que provocaban violencia porque contendían con otros Estados, u otros objetivos políticos territoriales y geoestratégicos. Ejemplo de lo anterior, fueron las guerras de liberación e independencia nacionales, o bien las guerras revolucionarias en función de algún nuevo modelo de Estado. La guerra de secesión, o la revolución estadounidense frente a Inglaterra son dos ilustraciones.  Otros casos lo fueron las guerras que tenían como objetivo determinar las fronteras, o ampliar la esfera de influencia territorial y cultural de una nación, como las napoleónicas. Además, esas guerras eran caracterizadas por el reconocimiento de liderazgos, autoridades y jerarquías, lo que les daba un sentido de orden vertical en el mando. Así mismo, la economía militar del pasado era centralizada, para garantizar el sostenimiento y subordinación de la tropa, su orden y obediencia general. Pese a lo atrocidad que implica toda guerra, aquello permitía la dirección de mando, la disciplina y la posibilidad de la salida negociada a los conflictos. De hecho, los Estados nacionales, los ejércitos, y las industriales productivas, tenían un modelo central y vertical de organización muy similar.

Sin embargo, el economista Robert Reich nos recuerda que las organizaciones en general pasaron de ser entidades verticales y centralizadas, dispuestas en cadenas de mando piramidales, y en control de líderes determinados, a ser fenómenos horizontales y descentralizados, similares a las redes de una telaraña. E influida por personas difuminadas en la red, y que poseen conocimientos específicos para influir en ella. Esta es la nueva realidad, tanto de la actividad política, como de las guerras contemporáneas. En el caso de la actividad militar, este nuevo esquema de organización, ligada a una moderna tecnología de fácil acceso, generó un giro perverso. Repasemos porqué. La actual erosión del concepto de Estado soberano, la deslegitimación y fragmentación de éste y de las organizaciones militares, ha permitido que usualmente las milicias terminen lideradas por facciones marginales que incluso son integradas por niños, bandas paramilitares, mercenarios, grupos criminales, jefes localistas, exmilitares, expolicías, facciones escindidas de anteriores ejércitos, o unidades de autodefensa, como las del Dr. Mireles en Michoacán, México; todo lo anterior, en paralelo a la participación de los ejércitos regulares. El fortalecimiento de ese tipo de bandas y liderazgos armados, provoca a su vez, que la legitimidad de las causas de los beligerantes sea nula, pues generalmente los motivos de los actuales conflictos están determinados por actividad esencialmente delictiva. Entre otras causas, extorsión a la población civil, pillaje y saqueo, piratería, tráfico de personas, de armas, de diamantes, hidrocarburos y demás mercadería valiosa, así como el control aduanero y de ciertos cotos de la economía informal, la apropiación de la asistencia humanitaria internacional, e incluso la facilitación del narcotráfico.

Detrás de estos conflictos, ya no existe ideal político ni reivindicación genuina alguna. En una suerte de combinación de la táctica guerrillera y la estrategia contrainsurgente de territorios devastados, los armados se limitan a imponer etiquetas, sin que tras ellas exista ninguna idea de fondo. La etiqueta es una burda justificación del pillaje que fagocitan buitres carroñeros; así sucedió con los paramilitares del genocidio ruandés, que etiquetaron a los “tutsies” para exterminarlos y saquearlos. Y tal y como lo documenta la académica Mary Kaldor, hoy el nivel de participación de los beligerantes, en proporción a la población civil, tiende a ser mucho menor y la violencia está más dirigida contra ella. Al punto que, en el conteo de bajas, se invirtió la relación “civiles-militares”. En las guerras del pasado, la proporción era de ocho militares fallecidos por cada civil, ahora es a la inversa, pues por cada beligerante armado, fallecen ocho civiles. Esto por cuanto, el objetivo estratégico de los actuales conflictos armados, es el de expulsar a la población de sus territorios por medio de reubicaciones forzadas, genocidios, y diversas técnicas de intimidación hacia grupos poblacionales.   

Así las cosas, frente al desafío de la violencia actual, ¿cuál es la salida? Recordemos que antes del siglo XVII, los Estados eran mucho más violentos pero menos poderosos que los de los siglos posteriores. El poderío técnico, económico, y la legitimidad organizativa y cultural los empoderó. Hoy, los antivalores culturales de la posmodernidad, están provocando una grave degeneración de la legitimidad indispensable para el ideal de gobierno. Es esencialmente un desafío de restauración cultural, de tal forma que sea posible recuperar la legitimidad del principio de autoridad. Que vuelva a ser posible la adhesión y apoyo de la gente a la idea de lo que el Estado debe ser. Reconstruir la legitimidad y devolver a los gobiernos el control de esa “violencia organizada”, que es la del poder policial y la de la ley.
fzamora@abogados.or.cr