Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.
Publicado en el periódico La Nación:
Para una sociedad como la costarricense,
con un Estado militarmente desarmado, es de fundamental importancia entender el
fenómeno de las tenebrosas guerras contemporáneas. Aunque conservo en mi
biblioteca, el viejo clásico “De la
Guerra”, escrito por el teórico de las milicias prusianas Karl Von
Clausewitz, reconozco que ya no es adecuado percibir la mayoría de las guerras
actuales bajo las nociones tradicionales de los objetivos geopolíticos. La actual
violencia armada la mueve una dinámica distinta. Si bien es cierto desde siempre las guerras han
estado influidas por los intereses económicos alrededor de elementos como el de
los recursos naturales, en el pasado estaban generalmente matizadas por la
seducción del ideal político. Sin embargo, en la actual era posmoderna, donde
el ideal de progreso, el sentido de propósito, y el principio de autoridad está
constantemente saboteado, dicha posmodernidad es responsable de una brutal
degeneración de la esencia y razón de las guerras actuales. El investigador
Xavier Bougarel, las define como una condición social depredadora. Veamos de
qué se trata el fenómeno.
En el pasado, los conflictos bélicos
estaban determinados por aspectos tales como el de la emancipación e
independencia de los pueblos, o bien, por una cosmovisión o filosofía sobre la
forma en que una sociedad debía organizarse, o sino por proyectos que provocaban
violencia porque contendían con otros Estados, u otros objetivos políticos
territoriales y geoestratégicos. Ejemplo de lo anterior, fueron las guerras de
liberación e independencia nacionales, o bien las guerras revolucionarias en
función de algún nuevo modelo de Estado. La guerra de secesión, o la revolución
estadounidense frente a Inglaterra son dos ilustraciones. Otros casos lo fueron las guerras que tenían
como objetivo determinar las fronteras, o ampliar la esfera de influencia
territorial y cultural de una nación, como las napoleónicas. Además, esas
guerras eran caracterizadas por el reconocimiento de liderazgos, autoridades y
jerarquías, lo que les daba un sentido de orden vertical en el mando. Así
mismo, la economía militar del pasado era centralizada, para garantizar el
sostenimiento y subordinación de la tropa, su orden y obediencia general. Pese
a lo atrocidad que implica toda guerra, aquello permitía la dirección de mando,
la disciplina y la posibilidad de la salida negociada a los conflictos. De
hecho, los Estados nacionales, los ejércitos, y las industriales productivas,
tenían un modelo central y vertical de organización muy similar.
Sin embargo, el economista Robert Reich
nos recuerda que las organizaciones en general pasaron de ser entidades
verticales y centralizadas, dispuestas en cadenas de mando piramidales, y en
control de líderes determinados, a ser fenómenos horizontales y
descentralizados, similares a las redes de una telaraña. E influida por
personas difuminadas en la red, y que poseen conocimientos específicos para
influir en ella. Esta es la nueva realidad, tanto de la actividad política,
como de las guerras contemporáneas. En el caso de la actividad militar, este
nuevo esquema de organización, ligada a una moderna tecnología de fácil acceso,
generó un giro perverso. Repasemos porqué. La actual erosión del concepto de
Estado soberano, la deslegitimación y fragmentación de éste y de las
organizaciones militares, ha permitido que usualmente las milicias terminen
lideradas por facciones marginales que incluso son integradas por niños, bandas
paramilitares, mercenarios, grupos criminales, jefes localistas, exmilitares, expolicías,
facciones escindidas de anteriores ejércitos, o unidades de autodefensa, como
las del Dr. Mireles en Michoacán, México; todo lo anterior, en paralelo a la participación
de los ejércitos regulares. El fortalecimiento de ese tipo de bandas y
liderazgos armados, provoca a su vez, que la legitimidad de las causas de los
beligerantes sea nula, pues generalmente los motivos de los actuales conflictos
están determinados por actividad esencialmente delictiva. Entre otras causas,
extorsión a la población civil, pillaje y saqueo, piratería, tráfico de personas,
de armas, de diamantes, hidrocarburos y demás mercadería valiosa, así como el
control aduanero y de ciertos cotos de la economía informal, la apropiación de
la asistencia humanitaria internacional, e incluso la facilitación del narcotráfico.
Detrás de estos conflictos, ya no existe
ideal político ni reivindicación genuina alguna. En una suerte de combinación de
la táctica guerrillera y la estrategia contrainsurgente de territorios
devastados, los armados se limitan a imponer etiquetas, sin que tras ellas
exista ninguna idea de fondo. La etiqueta es una burda justificación del
pillaje que fagocitan buitres carroñeros; así sucedió con los paramilitares del
genocidio ruandés, que etiquetaron a los “tutsies” para exterminarlos y saquearlos.
Y tal y como lo documenta la académica Mary Kaldor, hoy el nivel de
participación de los beligerantes, en proporción a la población civil, tiende a
ser mucho menor y la violencia está más dirigida contra ella. Al punto que, en
el conteo de bajas, se invirtió la relación “civiles-militares”. En las guerras
del pasado, la proporción era de ocho militares fallecidos por cada civil, ahora
es a la inversa, pues por cada beligerante armado, fallecen ocho civiles. Esto
por cuanto, el objetivo estratégico de los actuales conflictos armados, es el
de expulsar a la población de sus territorios por medio de reubicaciones
forzadas, genocidios, y diversas técnicas de intimidación hacia grupos
poblacionales.
Así las cosas, frente al desafío de la
violencia actual, ¿cuál es la salida? Recordemos que antes del siglo XVII, los
Estados eran mucho más violentos pero menos poderosos que los de los siglos
posteriores. El poderío técnico, económico, y la legitimidad organizativa y
cultural los empoderó. Hoy, los antivalores culturales de la posmodernidad,
están provocando una grave degeneración de la legitimidad indispensable para el
ideal de gobierno. Es esencialmente un desafío de restauración cultural, de tal
forma que sea posible recuperar la legitimidad del principio de autoridad. Que
vuelva a ser posible la adhesión y apoyo de la gente a la idea de lo que el
Estado debe ser. Reconstruir la legitimidad y devolver a los gobiernos el
control de esa “violencia organizada”, que es la del poder policial y la de la
ley.
fzamora@abogados.or.cr
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