Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.
Publicado en el Periódico La Nación:
Publicado en España en el periódico El Imparcial.
En Europa
se ha hecho popular el acrónimo GAFA,
para referirse a los cuatro megaemporios tecnológicos contemporáneos: Google,
Apple, Facebook y Amazon. En esencia, el término refiere al imperio de
inteligencia artificial al que, a través de los diversos aparatos tecnológicos,
muchos están entregando su albedrío. Ingentes masas sumergidas en la vorágine
del avance cibernético, sin ningún sentido crítico recurren a los productos,
portales e instrumentos de dichas corporaciones, quienes deciden ahora por
ellos qué información recibir, qué productos consumir y cómo entretenerse. Allí
hay un doble juego perverso. Por una parte, conforme más nos involucramos con
ellas, de forma más sofisticada llegan a conocer nuestras preferencias, gustos
y aspiraciones; nuestras tendencias y objetivos, así como el círculo social al
que pertenecemos. Por la otra, conforme van catalogando las tendencias de la
ciudadanía, a su vez tienen la capacidad de ir “troquelando” la sociedad según
sus intenciones y objetivos corporativos. Conforme el proceso continúa
avanzando, aquella dinámica tiende a abrazar la personalidad e intimidad del
sujeto de forma más totalitaria, al punto que llegará el momento en que, como
una sola entidad, el aparato digital se fundirá con nuestros propios cuerpos. Quien
dude de esto último, sepa que ya existen artefactos diseñados en función del
objetivo, como las nuevas anteojeras de Google,
que incluso abstraen a la persona de su realidad, involucrándola en un entorno
virtual paralelo, haciendo del ser humano algo parecido a un robot. Otro atisbo
de lo porvenir, lo ofrecen los relojes con funciones omnímodas, desarrollados
por empresas de tecnología celular. Por ello es que, si hay un discurso
paradójico, es el de esas grandes corporaciones del mundo cibernético, que
abrazan con particular entusiasmo la retórica de la promoción y defensa de la
libertad individual. Pero a la vez, al mejor estilo del “mundo feliz” huxleano,
uniforman las conductas humanas corroyendo los cimientos mismos de la
individualidad.
¿Cómo? de múltiples formas. La más peligrosa, es la automatización
de nuestras decisiones por medio de los algoritmos digitales. Así, las
elecciones resultan prácticamente predeterminadas por estos emporios. Al
extremo que, nuestras posibilidades y capacidades
más simples de investigación y análisis, quedan reducidas a nada. Si bien es
cierto no cabe duda que dichos adelantos facilitan nuestras vidas, la amenaza
latente consiste en que, cuestiones tan elementales como una ruta a tomar hacia
determinado lugar, termina siendo un asunto en el que carecemos de propia
capacidad y voluntad. Sin la más ínfima vocación de exploración propia, nos
limitamos a ser ciber-dirigidos por el omnipotente aparato digital en el que ponemos
una ciega confianza. Y aunque ese asunto sea de menor monta, el problema radica
en que la misma lógica opera para otros aspectos que sí son fundamentales en
nuestra existencia. Como lo es, por ejemplo, la información que consumimos. Al
final del camino, los ciudadanos ceden de forma acrítica, toda su iniciativa a
la “web”, y como dichas corporaciones tienen una vocación enfocada en la
subcultura del consumo inmediato, terminamos absortos en una suerte de telaraña
informativa estilo “kitsch”. En dicho
escenario, si dependemos estrictamente del aparato tecnológico, resultamos
invadidos de datos brutalmente vacíos; baladíes obscenidades de la última
socialité de moda o la jugada espectacular atribuida a un futbolista popular. En
esta línea de razonamiento, Franklin Foer, un combativo periodista que advierte
sobre los peligros de esta tendencia, publicó una estadística alarmante, de
cómo el internet ha deteriorado el hábito de lectura de los ciudadanos
estadounidenses. Hoy el 62% de ellos no se informa accediendo a fuentes
directas serias, sino que se conforma con lo que les suministran, por la vía del
algoritmo, los emporios de internet. O aún peor, alimentándose de las reseñas que
reciben por cualquier vía digital, muchísimas de ellas falsas, o “trash” (información basura). La
advertencia de Foer va más allá, y advierte sobre la peligrosa dependencia
financiera en la que los monopolios tecnológicos están sometiendo a los proveedores
de noticias, pues para sobrevivir, muchos de ellos se ven obligados a subordinar
sus políticas informativas rigurosas, a cambio de un sensacionalismo que les
permita obtener más “clics” de acceso de los usuarios, y obtener mejor rating
en los algoritmos, tanto de los grandes buscadores digitales, como de los
servicios de redes sociales. De hecho, muchas de las más famosas crónicas
fraudulentas, han surgido precisamente en medios cuyo afán ha sido el de complacer
esta corriente y no el de hacer honor al ideal periodístico genuino, que
esencialmente consiste en dos condiciones éticas: que lo publicado merezca ser
informado, y que sea cierto.
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