lunes, 20 de junio de 2022

VIOLACIÓN DEL FUERO LEGISLATIVO

 Dr. Fernando Zamora Castellanos.

Abogado constitucionalista

 La prensa ha informado que el Lic. Rodrigo Arias, presidente del Congreso, remitió una consulta a la Procuraduría de la República, a efectos de que ella aclare la situación jurídica de un diputado al cual, la Contraloría de la República solicitó, por vía del Tribunal Supremo de Elecciones, una suspensión de 25 días en sus actuales funciones. Por la salud del sistema republicano, este es un asunto que merece analizarse a profundidad, a efectos de contestar la pregunta de si, tal solicitud, es legal y constitucionalmente viable. Para comprender el caso y su contexto, amerita primeramente exponer lo que el fuero parlamentario es. El fuero de inmunidad parlamentaria es una derivación de lo que en derecho constitucional llamamos el principio de autonomía de la voluntad del legislador. Lo que dicho principio pretende es resguardarlo de amenazas basadas en motivos ajenos a la actividad parlamentaria durante los años de ejercicio de su gestión, de modo que el congresista esté libre de cualquier tipo de coacciones o presiones, y así no afectar el ejercicio pleno de la voluntad en sus decisiones. Vale anotar otro aspecto cardinal: la inmunidad pretende librar al congresista de cualquier tipo de persecuciones o intimidaciones de otros poderes del Estado, con el objetivo de proteger un principio fundamental de la democracia republicana, como es el de los frenos y contrapesos entre éstos y la separación de poderes, de modo que el poder sea proporcionalmente contenido por el poder mismo.

Por eso la Constitución establece, entre otras disposiciones, que el diputado no es responsable por las opiniones que emita en la Asamblea, ni podrá durante las sesiones ser arrestado por causa civil, salvo expresa autorización legislativa. Así mismo establece la prohibición de privarlo de libertad por motivos penales, salvo el caso de levantamiento de inmunidad por parte del mismo Congreso. Además, el artículo 121 inciso 9 y 10, atribuye al Congreso exclusivamente la facultad de admitir o no acusaciones y suspensiones contra los representantes de los supremos poderes, para lo cual, el reglamento legislativo en el capítulo segundo del Título cuarto sobre procedimientos de control político, contempla un mecanismo especial y agravado para el juzgamiento de posibles delitos comunes. En este punto, una importante aclaración que será necesaria adelante: según la doctrina jurídica, son delitos comunes propiamente aquellos sancionados según la jurisdicción criminal ordinaria del país. Lo que debe diferenciarse de otro tipo de infracciones, como lo son, por ejemplo, las acusaciones civiles o comerciales, las contravenciones, los castigos disciplinarios de los colegios profesionales, los delitos militares allí donde hay ejército, o las sanciones o suspensiones derivadas de faltas o infracciones administrativas, entre otras. Aclaro aquí que las resoluciones del ente contralor que se limitan a imponer sanciones disciplinarias, sin ir más allá, pertenecen al último ejemplo de infracciones administrativas. En esencia, salvo esa excepción claramente establecida por la Constitución, la inmunidad parlamentaria debe entenderse en sentido lato o amplio.        

Ahora bien, sobre la solicitud que hizo la Contraloría General de la República para que le fuera impuesta una sanción inmediata de 25 días en el ejercicio de sus funciones al diputado Gilbert Jiménez, veamos los datos “puros y duros”, esos que no dan margen a la interpretación. Lo que la Contraloría investiga y sanciona, se refiere a una falta administrativa con ocasión de una tardanza al momento de iniciar un procedimiento administrativo que, cuando era alcalde, el Sr. Jiménez gestionó. Como resultado final del procedimiento administrativo, la entidad le impuso una sanción disciplinaria de varios días de suspensión en sus funciones públicas como alcalde. La imprevista situación sucedida fue que, al momento en que se notifica la sanción, el Señor Jiménez ya no era alcalde, sino que había resultado electo congresista, y como tal, representante de uno de los supremos poderes de la República. Desde toda perspectiva constitucional, por este hecho le resultaba imposible a la Contraloría su pretensión de imponerle la sanción referida, pues el inciso 10 del artículo 121 de nuestra Constitución, le prohíbe expresamente tal intento. Esta prohibición, no solo se la impone expresamente la Constitución política al ente contralor, sino que además se la impone el Reglamento legislativo, que la Contraloría está obligada a acatar como órgano auxiliar del Congreso. Los funcionarios públicos, -contralores incluidos-, están sometidos al imperio de la legalidad, y obligados por ello a acatar las disposiciones del orden constitucional vigente.  Adviértase también, que el artículo 218 de dicho reglamento, establece expresamente que, a un representante de un supremo poder, solo se le puede suspender de sus funciones a raíz de acusaciones por delitos comunes, lo cual, evidentemente no es el caso del diputado en cuestión. De igual forma, el artículo 112 constitucional es claro al establecer que se le pueden retirar las credenciales a un legislador que, valiéndose de su cargo, viole las prohibiciones expresas de la contratación administrativa, lo que de por sí es también un delito común. Frente a ese panorama, la causa sancionada contra el congresista, surgida por la tardanza al iniciar un procedimiento municipal, desde ningún enfoque posible da pie de apoyo para suspenderlo como legislador. En el peor de los casos posibles, si en aquel momento la Contraloría hubiese descubierto algo más grave en el expediente, que ameritase la acusación por un delito común eventualmente cometido por el diputado, el procedimiento habría sido otro, diferente al seguido por el ente contralor, pues en ese caso no debe solicitarse la suspensión a nuestro Tribunal electoral, sino que se presenta la “noticia criminis” o denuncia penal al Ministerio público, para que éste inicie el procedimiento que la Constitución y el reglamento legislativo prevén contra los representantes de los supremos poderes. Pero repito, ese no era el caso para ninguna de esas probabilidades.     

Así las cosas, resulta curiosa desde cualquier perspectiva la alegre, pretenciosa y desproporcionada solicitud hecha por los funcionarios de la Contraloría, para que el Tribunal Electoral, o los diputados, debatan sobre esa suspensión del diputado. Me pregunto también, qué es lo que el Presidente legislativo desea que la Procuraduría aclare sobre un hecho ya de por sí constitucionalmente claro.  fzamora@abogados.or.cr  

 

 

miércoles, 1 de junio de 2022

LA GOBERNABILIDAD

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos.

Abogado constitucionalista

 

Una de las mayores preocupaciones de los analistas sociales es el tema de la gobernabilidad, pues es claro que, sin ella, es imposible una buena calidad de vida en sociedad; o enfocado de otra forma, el buen vivir solo es posible en las comunidades gobernables. De ahí la importancia de entender lo que la gobernabilidad es. Lo primero que amerita advertir, es la verdad de Perogrullo, de que el principal enemigo de la gobernabilidad es el caos. En su obra “¿Por qué?” la Dra. Sharon Dirckx narra los horrores de lo vivido en Somalia por funcionarios de ONGs durante los acontecimientos de 1993. Cualquier ciudadano extranjero que quisiera ingresar a Somalia para entonces, lo debía hacer con una escolta fuertemente armada; era condición indispensable para sobrevivir. Cualquier avión que -para evacuar personal-, se atreviese a aterrizar en la capital Mogadiscio, lo hacía manteniendo en tierra los motores encendidos, e inmediatamente despegar una vez logrado el brevísimo cometido. Dirckx describe en su libro una ciudad completamente en ruinas y calcinada por el fuego, donde la regla era ver adolescentes conducir con sus armas disparando intermitentemente por fuera de las ventanillas de los vehículos. Por el vandalismo contra los agricultores, la actividad agrícola era ya inexistente, y en áreas enteras de los hospitales, se podía oler las aguas negras en suelos bañados de sangre. Ese mismo año el caos traducido en genocidio también se apoderó de Ruanda, cuando la rivalidad entre etnias provocó la masacre de cerca de un millón de tutsis incitada por la hegemonía del gobierno Hutu.

 

En América, el prototipo de sociedad ingobernable -como consecuencia del desorden que allí impera-, es Haití. Una nota periodística del prestigioso diario español ABC internacional, del 7 de junio del 2021, publicaba un recuento histórico sobre dicho país, en el que, en apenas 72 años, -de 1922 a 1994-, se contabilizaba la pavorosa cifra de 102 guerras civiles, revoluciones, insurrecciones, revueltas y golpes de Estado. Desde su lucha independentista, que literalmente fue una horrorosa carnicería donde murieron cruelmente los franceses blancos de la isla, en todos los aspectos de su vida nacional, el caos ha sido el común denominador de ese Estado. Tal y como sucedió en Somalia o Ruanda, o en el pasado reciente de algunas ciudades centroamericanas, vastas zonas de Puerto Príncipe, la capital haitiana, son controladas por grupos de mafiosos dedicados a la extorsión, el robo y al secuestro, sin que las autoridades puedan siquiera penetrar en esas áreas.    

 

Ahora bien, seis son las condiciones básicas que la gobernabilidad requiere. En primer término, requiere el ejercicio del principio de autoridad, tan amenazado en las sociedades posmodernas. Sin embargo, para que la noción de autoridad prevalezca, es indispensable a su vez la defensa del concepto de lo que la verdad es. De ahí el peligro del relativismo, que niega y desacredita tal fundamento, desacreditando la existencia e importancia vital de la noción de la verdad. Una vez atacado ese concepto fundamental, es imposible sostener alguna escala de valores, por lo que la noción de autoridad se torna nugatoria e innecesaria. Así tenemos un primer conjunto de tres condiciones básicas para la gobernabilidad, cuales son: autoridad, reconocimiento del concepto de verdad y una jerarquía o escala de valores.

 

Un segundo conjunto de condiciones inicia con el concepto de dirección política en libertad. Sin el marco de la libertad, el ejercicio del poder y de la autoridad es despotismo. Y en tiranía, es imposible el ejercicio de la gobernabilidad, pues tal y como anotamos al inicio, si bien debe reconocerse que la gobernabilidad es una condición para el desarrollo, también debe advertirse que ella, por sí sola, no garantiza la prosperidad. De lo contrario, para conquistar el desarrollo de un país, bastaría cualquier leviatán totalitario donde el poder tenga férreo control del gobierno nacional. Y gracias a experiencias como la de la famélica Cuba, sabemos lo falso de ese tipo de quimeras. Es cierto que allí no hay caos porque la autoridad está firmemente asentada, y la sociedad uniformemente sujeta mediante los hilos que el poder manipula con dureza, sin embargo, es una realidad estadística que, en ese tipo de regímenes, no hay prosperidad. Allí hay un uso abusivo de las potestades de gobierno, con lo cual, la gobernabilidad se degrada por los excesos en el ejercicio de la autoridad. Así entonces, sumado al ejercicio de la dirección en libertad, tenemos una quinta condición de la gobernabilidad, que es la de las formas de gobierno equilibradas. Este es un viejo principio constitucionalista que inicia con las leyes políticas de frenos y contrapesos en el Estado, de tal forma que, en palabras de Montesquieu, uno de sus principales ideólogos: “el poder detenga el poder”. Si no hay gobierno contenido, que evite el crecimiento progresivo y omnímodo de ese poder que tiende a dominar cada vez mayores cotos de la vida ciudadana, la gobernabilidad es igualmente imposible, pues degenera en tiranía.

 

Finalmente llegamos a la última pero más fundamental de las condiciones de la gobernabilidad: la cultura social. El desorden es solo un síntoma de una crisis aún más profunda, como lo es la crisis cultural de los pueblos. En casi todas las circunstancias en que el caos aparece, éste no es sino una derivación de la crisis de cultura de las comunidades que lo sufren. De ahí la importancia de aceptar que la cultura de una sociedad, es la más férrea columna en la que se construye y sostiene la gobernabilidad. Un pueblo inculto será una sociedad ingobernable. Por eso la cultura de una nación es su principal posesión, y es un bien inmaterial. La cultura es esa vocación de bien y de bondad que genera mansedumbre, que es fortaleza bajo control, educación, urbanidad y espiritualidad genuina. De ahí la importancia que, del gobernante provengan el primer ejemplo de tales virtudes de caridad y templanza.  fzamora@abogados.or.cr