Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
“Yo os enseño el superhombre”, fue la frase icónica de una de las más famosas obras de Federico Nietzsche, que tuvo por objetivo el proyecto de suplantación de la milenaria cultura occidental, exaltando al hombre en extremo, y con ello, intentando sustituir a Dios. Un empeño por dar un giro copernicano, -de ciento ochenta grados-, frente a lo que, hasta entonces, había sido la tradición filosófica y espiritual de nuestro hemisferio. Lo que culminó la obra de aquel filósofo, fue el concepto esencial de que la voluntad de poder era la virtud cardinal, o sea la cualidad humana por antonomasia. Para Nietzsche, la voluntad de poder debía ser el motor fundamental de nuestras acciones y el camino hacia un hombre superior. Allí se negaba el equilibrio y control de las pasiones humanas, hasta conquistar el prototipo del ser humano indomable y feroz. De esa forma, tal superhombre no solamente sería un ser al que la moral no debía imponer límites, sino que, consiguiendo total autonomía y libertad, con ello alcanzaría la superioridad. Para que ese “hombre nuevo” surgiera, era necesaria, no solamente la “muerte de Dios”, sino la irrupción de una implacable moral nueva que lograra subvertir todos los valores hasta entonces conocidos, y sustituir los principios en razón de una libertad sin ningún tipo de límites, sanciones, controles divinos, ni decretos morales que obstaculizaran nuestra naturaleza individualista.
En
palabras del mismo filósofo, seríamos mejores si liberásemos nuestro “natural
egoísmo”, en contraste a la hipocresía altruista. No por casualidad esas
nociones de Nietzsche, el crítico más feroz de los valores occidentales, eran
resultado de un alma arrogante y despectiva, tal y como después reconocerían
sus biógrafos. Como era claro para él, las personas parecían tener un diseño
nato para el propósito y una necesidad de sentido para sobrevivir, pero como Nietzsche
se negaba a reconocer esa realidad evidente, insistía que el ser humano debía
encontrar ese sentido de existencia exclusivamente en la realidad material. En
tanto insistía en que la vida carecía de sentido, ésta no era otra cosa sino pura
contraposición de fuerzas sin meta alguna. Pero como la experiencia nos
demuestra que cualquier intento por explicarse la vida limitándose a la
realidad material resulta un desafío descomunal, era necesario construir un ser
humano “superior”. Tal ser debía aceptar la muerte de los ideales trascendentes
y sobreponerse a la decepción que implica carecer de ellos, abrazando un
escepticismo moral que desechara cualquier tipo de interpretación de la
existencia, pues para él todas eran falsas. Así nacía la noción del
“nihilismo”, que es donde se niegan los valores, y el concepto de lo que la verdad
es.
De
esa forma nociones como las del bien y el mal, una vez despojadas de su
fundamento inmaterial, pasan a ser, según su ideología filosófica, meros
“prejuicios de Dios” sostenidos por construcciones sociales, y nunca fenómenos
objetivos. Entonces, la dicotomía moral entre el bien y el mal, en tanto no
tenía razón de ser, debía ser sustituida por una diferenciación mejor: la que
distingue al hombre fuerte de la persona débil. Así las cosas, era superior el que fuese capaz
de vengarse con éxito, o el que desconocía la compasión, pues para Nietzsche tal
virtud cristiana era una hipocresía y un prejuicio ante todo lo que era fuerte
y poderoso. Su convicción era que el ideal supremo era el mismo del mundo
precristiano antiguo: los verdaderos valores solo eran los del fuerte, el
poderoso, el sano, y el hermoso, mientras que los desventajados, los enfermos, débiles
y marginados, no eran sino la encarnación de las personas que debían ser
desechables. La superioridad moral radicaba en la capacidad de ser fuerte y para
su particular visión, los inferiores poseían, -por el solo hecho de serlo-, una
suerte de discapacidad moral.
Pues
bien, para desgracia de Occidente, con la muerte de Federico Nietzsche sus
obras se popularizaron, y buena parte de la intelectualidad europea abrazó sus
ideas. Con ellas surgirían fenómenos sociales y políticos monstruosos, que
azotaron y continúan azotando a la humanidad. Ilustraciones hay muchas. Los
regímenes de naturaleza fascista de Mussolini y Hitler fueron los ejemplos que,
de forma más evidente, practicaron esa nueva moral del superhombre ya descrita.
Regímenes inspirados en ese pensamiento, en el cual se consideró una conquista
moral la eliminación física de los débiles y marginados. Un ejemplo más
reciente de esa noción materialista de la superioridad moral, la conservo en mi
biblioteca con el nietzschano título de “El socialismo y el hombre nuevo”. La
edición que conservo, que anunciaba el surgimiento de un nuevo ser humano a
partir de los sueños del materialismo histórico, fue producida por los talleres
de Siglo XXI editores en octubre de 1988, unos meses antes de que en el mundo se
derrumbara aquella terrible distopia. Once años después, con el discurso
centrado en lo que llamó “el hombre nuevo del socialismo del siglo XXI”, Hugo
Chaves inauguraba en Venezuela otra era que produciría el éxodo de 20 millones
de sus nacionales; la más grande emigración económica en la historia de la
América latina. Y ese mismo nihilismo que construye una moral egoísta
particular, es lo que ha provocado aquello que el Papa Francisco denomina la “incultura
del descarte”, una nueva ética que, sobre la base del confort individual de los
padres, permite el genocidio de millones de seres humanos. Y en los nuevos
populismos que hoy amenazan a nuestras democracias, se oculta también el
infalible superhombre, esa figura soberbia con la que Nietzsche aspiró a ocupar
la vacante que trató de negarle a Dios. Un ser que, con su soberbia, se sitúa
individualmente en primer plano frente a la colectividad y el mismo Estado,
para sojuzgar, atropellar e imponer su voluntad a cualquier costo.
En
el siglo XIX la pretensión del superhombre debió inspirar a Mary Shelley en su
obra Frankenstein, y es una propensión similar a aquella vieja frase
veterotestamentaria “y seréis como dioses”. derivada de la alegoría moral en la
que el ser humano, por su soberbia y rebeldía ante Dios, pierde el paraíso. Y lo
que es evidente del anterior recuento de daños, es que esa arrogante pretensión,
la de regirnos aplicando una ética de mínimos con el listón cada vez a menor
altura, resultó un absoluto fracaso. Una caja de Pandora que desata cada vez
mayores tempestades. fzamora@abogados.or.cr
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