Dr. Fernando
Zamora C.
Abogado constitucionalista
Publicado en el periódico La Nación bajo la dirección:
En una edición de 1995, la Revista Parlamentaria me
invitó a participar en un debate que entonces se gestaba: ¿era el
presidencialismo, o el parlamentarismo, la mejor forma de gobierno para nuestra
vida constitucional? Recordé la discusión a raíz de la fraccionada conformación
parlamentaria que recién el pueblo escogió. Al distribuir la toma de decisiones
entre tantos agentes parlamentarios independientes, se puede interpretar que la
sociedad ha impuesto de nuevo un voto de censura al presidencialismo.
Ese fenómeno es coherente con
la realidad de la nueva era de la información. En el estadio histórico que
vivimos, ha sido revolucionada la capacidad del individuo de obtener información
de forma inmediata y abundante. Por la vía de la comunicación digital, hoy cualquier
individuo tiene incluso la capacidad de difundir, -en forma independiente-,
información masiva e instantánea. Al controlar de tal forma la información, el
individuo aspira a participar en la toma de decisiones. Se ha cumplido la
profecía de José Ortega y Gasset, contenida en su genial obra La Rebelión de las masas. Allí vaticinó
que, -a raíz de la revolución técnica mundial-, llegaría un momento en que las
distintas vertientes del poder serían controladas por el hombre ordinario. Es la
llegada de un punto en la evolución social en el que, -al tiempo que se
consolida el avance tecnológico-, atestiguamos cómo el poder del hombre común
avasalla incluso a quien ose salirse de la masa. En el pasado el líder estaba
obligado a señalar un derrotero al colectivo. Pero el líder contemporáneo ya no
dirige. Por la vía de las encuestas de opinión, se limita a conocer y a medir cuáles
son los caprichos de las masas ciudadanas y toma sus decisiones de conformidad
con lo que tales mediciones sugieren. Por eso, los gobernantes hoy son
dirigidos. Es una era en la que ejercer liderazgo, o concentrar poder político,
enfrenta grandes resistencias. Hoy el ciudadano común se resiste a que su representación
política esté concentrada. En la democracia representativa el votante es
propietario de un fragmento microscópico de poder, por lo que, en conjunto con
los demás, se ve obligado a delegarlo en quien logre representarlos. Pero ahora
el habitante promedio está confrontando esta realidad. Comprender esto es
fundamental en el debate acerca de las formas constitucionales de gobierno.
Así las cosas, la interrogante
puede plantearse mejor. ¿Debe adaptarse nuestra Constitución a la realidad de
una presidencia cercada por múltiples factores que le imponen coto a su poder? La
progresiva influencia de un parlamento cada día más independiente y
fraccionado, en conjunto con otros poderes supervisores, como lo son el
Tribunal Constitucional o la Contraloría de la República, han hecho que, -en la
práctica-, estemos viviendo un presidencialismo minado. La creación y
empoderamiento de una importante cantidad de poderes supervisores, sumado al fenómeno
político de la atomización parlamentaria, ha ejecutado una progresiva mutación
constitucional que nos ha hecho pasar, del típico presidencialismo
constitucional, a una suerte de semiparlamentarismo. Por ello, parece natural cualquier
cambio que propenda a armonizar nuestra Constitución con dicha realidad
práctica. Un ejemplo de un cambio constitucional semipresidencialista, es la instauración
de la figura de un ministro de la presidencia cuyo mandato pueda ser revocado
por el mismo parlamento. Ahora bien, con cambios de ese tipo, debe advertirse
que surge la amenaza de una excesiva politización de la vida nacional.
Pero hay dilemas de mayor
calado. La primera cuestión demanda responder si el bajo nivel que en los
últimos lustros ha evidenciado la clase política parlamentaria, le da mérito
para exigir más poder del que ya ostenta. Al fin y al cabo, de la obra literaria
que cité, se deduce que lo que el pensador madrileño pretendió allí, fue
advertirle al mundo los graves riesgos de una vocación excesivamente plebiscitaria
del poder. Si se asume como fin en sí mismo, el ánimo plebiscitario es un canto
de sirena. Recordemos que, en la escogencia de Barrabás sobre Jesús, la verdad
acusa duramente a los líderes que, -como Pilatos-, evaden tomar decisiones. O que
las delegan en colectividades que no tienen la suficiente formación para
asumirlas.
Veamos el segundo dilema. Si
lo que se pretende es adecuar la constitucionalidad costarricense a esta era
del conocimiento, entonces conviene advertir que ni el presidencialismo, ni aún
el parlamentarismo, son respuestas satisfactorias para enfrentar los desafíos
del mundo que ha nacido. Ambos constituyen formas de gobierno de la democracia
representativa, típica de la anterior revolución industrial. Modelos que
surgieron como respuesta a la necesidad de expresión de la democracia de
representación, más no de la de participación. Poco ofrecen para enfrentar los
retos de la era digital y de la democracia participativa. Son reminiscencias
del mundo que fenece. Vestigios de un centralismo cuyo espíritu ha muerto. En
todo caso, recordemos que para Costa Rica, el parlamentarismo no es algo nuevo.
Pese a que durante nuestros primeros años de vida independiente, el localismo
sobrevivió ante los aún tímidos intentos centralistas, nuestro país dio sus
primeros pasos de la mano de claras expresiones de parlamentarismo. En
principio, sin una orgánica división de poderes, pero a partir de 1825 con un
Congreso fortalecido. Incluso con la instauración de un parlamento bicameral. Desde
aquella fecha en que escribí para la Revista, he pregonado que el modelo ideal
se acerca a lo que el tratadista Karl Loewenstein denominó constitucionalismo
directorial. Tal modelo estimula formas más directas de participación a través
del cantón. Países como Suiza han asumido esta forma de gobierno. En dicho modelo, el
centro de gravedad del poder político no está en el Ejecutivo ni en el
legislativo, sino en el poder local. Así, es posible trasladar funciones vitales
del gobierno hacia formas públicas de organización cercanas al individuo y la
comunidad. Y en otra vía, también fomentar formas de ejecución no
gubernamentales de las obras y políticas públicas. Bajo la rectoría, pero sin la
ejecución por parte de la burocracia estatal. La forma directorial de gobierno hace
viable que los actores públicos locales asuman actividades típicas del gobierno
central, como son por ejemplo, la educativa, de seguridad ciudadana, administración
sanitaria y hospitalaria. En Suiza los cantones controlan incluso cierto desarrollo
de infraestructura, gestión aduanera, portuaria y aeroportuaria, y hasta el
desarrollo de proyectos energéticos o científicos. En esencia, una verdadera revolución
constitucional. fzamora@abogados.or.cr
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