miércoles, 23 de abril de 2014

LA ECONOMÍA SEGÚN LA CONSTITUCION



Dr. Fernando Zamora C
Abogado constitucionalista

Publicado en el Diario La Nación

y en el Diario español El Imparcial

La teoría económica nos recuerda que son los recursos naturales, el capital, y el trabajo, de lo que las sociedades echan mano para crear riqueza. Pero está estadísticamente demostrado que en la actual era del conocimiento, el principal motor que genera la riqueza es el trabajo, traducido en servicios y creatividad humana. La economía de la información ha demolido todos los viejos supuestos de la economía industrial. Entre otros, aquel de que los motores de la riqueza ya no son primordialmente los tradicionales factores de tierra, capital y mano de obra, para ser ahora la inventiva, y el trabajo en servicios complejos. Ambos característicos de la economía del conocimiento. Cuando en el 2004 los compradores se peleaban por las acciones de Google, estaban compitiendo por invertir sus dineros en una empresa cuya propiedad y operaciones son prácticamente intangibles. Por ello, la nueva verdad que la economía del conocimiento ha hecho surgir, es que el grueso de la riqueza, -hoy más que nunca-, la crean los ciudadanos a través de su propia iniciativa. Esto por cuanto, la naturaleza estructural de los Estados, le impide a las administraciones públicas generar la iniciativa indispensable para crearla. Los Estados no están estructuralmente diseñados para las actividades de creación, que es lo que hoy genera la riqueza. Que lo digan los venezolanos. Por ese motivo, en su obra La Revolución de la riqueza, Toffler se quejaba de que la economía del conocimiento no surgió a merced, -sino a pesar-, del inmovilismo propio de una suerte de rigor mortis jurídico. Cuando las instituciones públicas no están en la misma sincronía o velocidad que exige la actual economía del conocimiento, es imposible que una economía progrese. Mientras la economía generada por la inventiva y el esfuerzo del sector privado demanda un ritmo acelerado y constante, le obstruye el paso un Estado cada vez más obeso, lento y anquilosado. No solo porque transita muy por debajo de la velocidad recomendada para conquistar el desarrollo, sino porque, además, impone obstáculos traducidos en cada vez más cargas tributarias y regulaciones. Como dato confirmador de esta realidad, es el resultado de que, en las economías prósperas, el porcentaje de población económicamente activa que labora en la función pública, es mucho más limitado en referencia al resto de la población incorporada en la privada. Por ello, un atentado directo contra la prosperidad, es el uso irracional y desequilibrado de los recursos por parte del Estado. Esta situación es particularmente preocupante si reconocemos, como verdad de perogrullo, que no hay forma de salir de los baches económicos sino es creando riqueza.

¿Y qué nos dice nuestra Constitución al respecto? El título XIII constitucional establece el ideal constitucional de racionalidad del gasto público. Tal principio refiere a la inconveniencia del gasto público que carece del respaldo financiero de ingresos sanos. Cualquier otra interpretación es contraria al derecho de la Constitución. El coherente acatamiento de tal parámetro, le hubiese evitado a la clase política caer en los excesos que nos han arrastrado a la actual crisis fiscal. Coincido con Don Johnny Meoño cuando afirma que, más que un problema de leyes, lo que tenemos es un problema de no aplicación o inobservancia de éstas. Y buena parte de lo que nos arrastró a tal desequilibrio es el prejuicio ideológico. Más ha valido aquí una lectura a pie juntillas de lo que hace 78 años dijo Keynes, que los principios económicos estatuidos en la Constitución misma. Nadie objeta las bondades del gasto público en infraestructura, en educación o en investigación científica. Pero si el gasto no coadyuva en la generación de riqueza y desarrollo, entonces resulta insensato aplicar al pie de la letra las añejas teorías propulsoras del dispendio público. El gasto no es una acción bienhechora en sí misma. Incluso, desde hace muchos años, el grueso de los recursos se ha aplicado en un improductivo gasto corriente. Por eso me referí a la inconveniencia de hacer una lectura de Keynes a pie juntillas. Porque las teorías del célebre economista no deberían recetarse como una pomada canaria, menos si se aplican contradiciendo los principios constitucionales de equilibrio fiscal. No se niega el hecho de que las ideas de Keynes se han implementado exitosamente en determinadas etapas históricas, pero no menos cierto es que ellas arrastran tras de sí otros perniciosos lastres. Su mayor problema es que no es una doctrina ética con las futuras generaciones. Está sustentada en el lastre del inmediatismo. Cuando se promueve el gasto público sin respaldo, como si el gasto fuese una acción bienhechora en sí misma, se compromete el bienestar de nuestros hijos. Incluso crueles civilizaciones antiguas, -como la grecorromana-, valoraban celosamente el principio de paternidad y de herencia. Entendían que no se recoge lo que aún no se ha sembrado, y que la semilla, -como tal-, no se consume sino que se planta para continuar con el ciclo vital.  Ante la cuestión acerca de las dañinas consecuencias a futuro de una peligrosa política tributaria creciente y un gasto ascendente, el economista replicó con su célebre frase, “a largo plazo todos estaremos muertos”. Allí está encerrado el germen de su ignominiosa filosofía inmediatista y unigeneracional. Cuando los ciudadanos, -y en especial los padres de familia-, no piensan más con una visión de futuro y de herencia a través de la acumulación de bienes a largo plazo, y por el contrario, se sumen en el consumismo inmediato, la pérdida de sacrificio generacional es absoluta. La política de gasto y de impuestos crecientes atenta contra el sano ideal de herencia generacional y por ello es contrario al derecho de la Constitución. Es maximizar los resultados a corto plazo aunque las consecuencias futuras sean desastrosas. 

Pero hay más razones para defender el ideal constitucional de limitación del gasto público. La lógica perversa que existe detrás de una política de gasto público y de impuestos crecientes, radica en la idea de que el ciudadano delegue su responsabilidad y su iniciativa particular en el Estado. A cambio de tal delegación de responsabilidad e iniciativa, el ciudadano, -ya despojado de ellas-, espera del Estado la solución a sus problemas sociales e individuales. Es la proscripción del principio de responsabilidad individual. La perversión de esta tesis la confirman los estudios económicos. Para la mayoría de los estudiantes serios de planificación, son familiares los informes como el publicado por Charles Murray en su libro Perdiendo Terreno. Allí se demuestra la total futilidad de gastos públicos como el de la asistencia social incondicional. Por lo general, los receptores de ese tipo de asistencialismo pierden el sentido de responsabilidad individual y se sumen en una pobreza mayor. En síntesis, la filosofía de ese celo estatista radica en la convicción de que el cambio no vendrá a partir de la consciencia y la iniciativa responsable del ser humano, sino desde afuera. Desde esa entidad engañosamente todo poderosa,  a la que popularmente llamamos gobierno. Lo grave es que maleducamos al pueblo transitando por ese camino. fzamora@abogados.or.cr

BENEMERITAZGO



Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista


Parece que este Congreso se irá con el triste demérito de no declarar benemérito a ningún ciudadano. Conforme a lo que la prensa ha informado, el benemeritazgo que este cuatrienio legislativo aprobó, fue únicamente a favor de alguna institución pública. Y no se me malinterprete. No dudo de la excelencia de cualquier institución que sea honrada con el benemeritazgo. Sin embargo, a partir del principio de legalidad, la idea de declarar benemérita a una entidad, -en especial a las públicas-, refleja el desconocimiento que nuestros congresistas tienen respecto de las raíces legales de los fines de las instituciones. Desde el momento en que el ordenamiento crea una institución, -por imperativo de ley-, su objetivo y su posterior actividad debe necesariamente ser benemérita. Las entidades públicas son beneméritas por antonomasia. Emitir un decreto legislativo donde se “re-declare” la condición de benemérita de alguna institución, crea una situación de excepción que es inconveniente desde el punto de vista constitucional. Como bien lo señalaba Guillermo Solera Rodríguez, -reconocido historiador de beneméritos-, este tipo de reconocimientos son para estimular en la ciudadanía el fomento de las virtudes patrióticas. No son para hacer indebidas excepciones entre las instituciones públicas. Por ello, a mi hijo, -quien heredó la vocación médica de su abuelo-, constantemente le recuerdo que debe intentar emular las virtudes profesionales y los méritos de su ancestro, o mejor aún, de próceres de la medicina como el Dr. Sáenz Herrera, el Dr. Joaquín Sainz Gadea, -héroe español de la medicina en el Congo africano-, o del Dr. Ricardo Moreno Cañas. No me veo, ni se me ocurriría, por ejemplo, recordarle que emule los valores de algún Hospital. El patriotismo y las virtudes ciudadanas deben estimularse. Y una sabia forma de hacerlo, es reconociendo y exaltando el recuerdo de los mejores hijos de la patria, que por supuesto los hay.

De hecho, en la corriente legislativa, actualmente se encuentra en espera el proyecto de benemeritazgo para ese grande del civismo que fue Fernando Lara Bustamante. Los méritos de Lara Bustamante no caben en un artículo. Solo como una ilustración, la abolición del Ejército estatuida en la Constitución del año 49, -conquistada gracias al vigoroso impulso político del Expresidente Figueres-, no hubiese sido posible, sin la previa lucha de Lara Bustamante para abolir el Ejército. En junio de 1947, siendo Lara diputado al Congreso de la República, propone y promueve ante sus colegas diputados, para que se apruebe una revolucionaria iniciativa que pretendía suprimir las partidas presupuestarias que financiaban los cuarteles de armas, y por consecuencia, al Ejército. En ese momento no fructificó la idea. Pero el prestigio que ya Lara se había granjeado como diputado culto y combativo hace que, en 1948, sea llamado a conformar una comisión redactora de una nueva Constitución. Lara no desaprovecha la oportunidad. Arremete de nuevo con su idea, e insiste con agresividad ante el resto de sus colegas de Comisión, respecto de su tesis de establecer, -ahora constitucionalmente-, la proscripción del ejército como institución permanente. La agresiva insistencia que aplicó Lara ante la clase política de entonces, respecto de aquella novedosa tesis, sumado a la determinación política de Don José Figueres, generó las condiciones que llevaron a la definitiva abolición del Ejército en nuestra Constitución.

Más aún. En su libro El Canciller Lara, el destacado historiador del derecho Jorge Saenz Carbonell, nos recuerda que, en su condición de diputado, Lara Bustamante fue también uno de los principales promotores de otras importantes iniciativas, como la del Servicio Civil y la de los derechos políticos de la mujer. La patria lo recuerda además como un adalid del libre sufragio. En 1948, ante la inminencia del desconocimiento del triunfo de Ulate, la defensa que Lara hizo de esa elección presidencial, fue valiente y firme. Igualmente, en su condición de Canciller, Lara fue de una madera que difícilmente vemos en la clase “políticamente correcta”  de hoy. Frente a las amenazas que entonces se cernían tras la cortina de hierro, fue un firme atalaya a favor del mundo libre y del desarme. Haciéndole honor a su historial personal de lucha por lograr aquel total desarme de Costa Rica, después, como Canciller, fue también un activo promotor del desarme mundial.

Su vida familiar y privada fue honorable. Lo que es ahora cada vez más infrecuente, Lara fue un verdadero cultor de los valores familiares cristianos. Pese a ser nieto del Expresidente Salvador Lara, su infancia fue dura. Huérfano desde muy joven, tanto de padre como de madre, debió vivir en casas de tíos. En cuanto pudo trabajar, asumió la paternidad de sus otros hermanos igualmente huérfanos, todos menores. Sus estudios de abogado, los pagó laborando como corrector de pruebas para la Prensa Libre. Junto a su esposa, Ofelia Calvo, sacó adelante a sus hermanos y posteriormente a sus hijos. Finalmente, resultó el patriarca fundador de una familia honorable. Puedo dar fe de ello, pues desde mis años de estudiante secundario conozco a su nieto, el hoy Lic. Fernando Lara Gamboa.        

Hoy, cuando prácticamente la mayoría de los políticos son funcionarios públicos permanentes, él rechazaba para sí mismo la idea de vivir permanentemente del erario público. Por ello, en cuanto finalizaban sus labores públicas, se reintegraba de inmediato a su firma de abogados, de donde obtenía el sustento de su hogar. En fin, Lara era un firme defensor de los intereses de Costa Rica. Con un Canciller como lo era él, dudo que sufriésemos la humillación que actualmente vive el país en relación con la cuestionada y procesalmente irregular condena a Costa Rica, - suscrita por 4 jueces de derechos humanos previamente parcializados-, a raíz de nuestro “pecado” de defender la vida desde la concepción. No dudo que, ante la OEA, Lara hubiese protestado firmemente, y aplicado las herramientas jurídicas necesarias para denunciar el cúmulo de irregularidades que acaecieron en el proceso de condena a Costa Rica. Lo creo por cuanto la gestión de Lara, como Canciller, se caracterizó por la defensa valiente de nuestro sistema de valores. Existiendo en los anales de nuestra historia, un prócer de la talla de Fernando Lara Bustamante, no veo justificación alguna para que, -en cuatro años-, nuestro Congreso hubiese omitido declarar benemérito a algún ciudadano costarricense. fzamora@abogados.or.cr