Dr. Fernando
Zamora C
Abogado constitucionalista
Publicado en el Diario La Nación
y en el Diario español El Imparcial
La teoría económica nos
recuerda que son los recursos naturales, el capital, y el trabajo, de lo que
las sociedades echan mano para crear riqueza. Pero está estadísticamente demostrado
que en la actual era del conocimiento, el principal motor que genera la riqueza
es el trabajo, traducido en servicios y creatividad humana. La economía de la
información ha demolido todos los viejos supuestos de la economía industrial. Entre
otros, aquel de que los motores de la riqueza ya no son primordialmente los
tradicionales factores de tierra, capital y mano de obra, para ser ahora la inventiva,
y el trabajo en servicios complejos. Ambos característicos de la economía del
conocimiento. Cuando en el 2004 los compradores se peleaban por las acciones de
Google, estaban compitiendo por invertir sus dineros en una empresa cuya
propiedad y operaciones son prácticamente intangibles. Por ello, la nueva verdad
que la economía del conocimiento ha hecho surgir, es que el grueso de la
riqueza, -hoy más que nunca-, la crean los ciudadanos a través de su propia
iniciativa. Esto por cuanto, la naturaleza estructural de los Estados, le
impide a las administraciones públicas generar la iniciativa indispensable para
crearla. Los Estados no están estructuralmente diseñados para las actividades de
creación, que es lo que hoy genera la riqueza. Que lo digan los venezolanos. Por
ese motivo, en su obra La Revolución de
la riqueza, Toffler se quejaba de que la economía del conocimiento no
surgió a merced, -sino a pesar-, del inmovilismo propio de una suerte de rigor
mortis jurídico. Cuando las instituciones públicas no están en la misma
sincronía o velocidad que exige la actual economía del conocimiento, es imposible
que una economía progrese. Mientras la economía generada por la inventiva y el
esfuerzo del sector privado demanda un ritmo acelerado y constante, le obstruye
el paso un Estado cada vez más obeso, lento y anquilosado. No solo porque transita
muy por debajo de la velocidad recomendada para conquistar el desarrollo, sino porque,
además, impone obstáculos traducidos en cada vez más cargas tributarias y
regulaciones. Como dato confirmador de esta realidad, es el resultado de que,
en las economías prósperas, el porcentaje de población económicamente activa que
labora en la función pública, es mucho más limitado en referencia al resto de
la población incorporada en la privada. Por ello, un atentado directo contra la
prosperidad, es el uso irracional y desequilibrado de los recursos por parte del
Estado. Esta situación es particularmente preocupante si reconocemos, como
verdad de perogrullo, que no hay forma de salir de los baches económicos sino
es creando riqueza.
¿Y qué nos dice nuestra
Constitución al respecto? El título XIII constitucional establece el ideal
constitucional de racionalidad del gasto público. Tal principio refiere a la
inconveniencia del gasto público que carece del respaldo financiero de ingresos
sanos. Cualquier otra interpretación es contraria al derecho de la
Constitución. El coherente acatamiento de tal parámetro, le hubiese evitado a
la clase política caer en los excesos que nos han arrastrado a la actual crisis
fiscal. Coincido con Don Johnny Meoño cuando afirma que, más que un problema de
leyes, lo que tenemos es un problema de no aplicación o inobservancia de éstas.
Y buena parte de lo que nos arrastró a tal desequilibrio es el prejuicio ideológico.
Más ha valido aquí una lectura a pie juntillas de lo que hace 78 años dijo
Keynes, que los principios económicos estatuidos en la Constitución misma. Nadie
objeta las bondades del gasto público en infraestructura, en educación o en
investigación científica. Pero si el gasto no coadyuva en la generación de
riqueza y desarrollo, entonces resulta insensato aplicar al pie de la letra las
añejas teorías propulsoras del dispendio público. El gasto no es una acción
bienhechora en sí misma. Incluso, desde hace muchos años, el grueso de los
recursos se ha aplicado en un improductivo gasto corriente. Por eso me referí a
la inconveniencia de hacer una lectura de Keynes a pie juntillas. Porque las
teorías del célebre economista no deberían recetarse como una pomada canaria, menos
si se aplican contradiciendo los principios constitucionales de equilibrio fiscal.
No se niega el hecho de que las ideas de Keynes se han implementado
exitosamente en determinadas etapas históricas, pero no menos cierto es que
ellas arrastran tras de sí otros perniciosos lastres. Su mayor problema es que
no es una doctrina ética con las futuras generaciones. Está sustentada en el
lastre del inmediatismo. Cuando se promueve el gasto público sin respaldo, como
si el gasto fuese una acción bienhechora en sí misma, se compromete el
bienestar de nuestros hijos. Incluso crueles civilizaciones antiguas, -como la
grecorromana-, valoraban celosamente el principio de paternidad y de herencia.
Entendían que no se recoge lo que aún no se ha sembrado, y que la semilla,
-como tal-, no se consume sino que se planta para continuar con el ciclo vital.
Ante la cuestión acerca de las dañinas
consecuencias a futuro de una peligrosa política tributaria creciente y un
gasto ascendente, el economista replicó con su célebre frase, “a largo plazo todos estaremos muertos”. Allí
está encerrado el germen de su ignominiosa filosofía inmediatista y
unigeneracional. Cuando los ciudadanos, -y en especial los padres de familia-,
no piensan más con una visión de futuro y de herencia a través de la
acumulación de bienes a largo plazo, y por el contrario, se sumen en el
consumismo inmediato, la pérdida de sacrificio generacional es absoluta. La
política de gasto y de impuestos crecientes atenta contra el sano ideal de
herencia generacional y por ello es contrario al derecho de la Constitución. Es
maximizar los resultados a corto plazo aunque las consecuencias futuras sean
desastrosas.
Pero hay más razones para
defender el ideal constitucional de limitación del gasto público. La lógica
perversa que existe detrás de una política de gasto público y de impuestos
crecientes, radica en la idea de que el ciudadano delegue su responsabilidad y
su iniciativa particular en el Estado. A cambio de tal delegación de
responsabilidad e iniciativa, el ciudadano, -ya despojado de ellas-, espera del
Estado la solución a sus problemas sociales e individuales. Es la proscripción
del principio de responsabilidad individual. La perversión de esta tesis la
confirman los estudios económicos. Para la mayoría de los estudiantes serios de
planificación, son familiares los informes como el publicado por Charles Murray
en su libro Perdiendo Terreno. Allí se
demuestra la total futilidad de gastos públicos como el de la asistencia social
incondicional. Por lo general, los receptores de ese tipo de asistencialismo
pierden el sentido de responsabilidad individual y se sumen en una pobreza
mayor. En síntesis, la filosofía de ese celo estatista radica en la convicción
de que el cambio no vendrá a partir de la consciencia y la iniciativa
responsable del ser humano, sino desde afuera. Desde esa entidad engañosamente
todo poderosa, a la que popularmente
llamamos gobierno. Lo grave es que maleducamos al pueblo transitando por ese
camino. fzamora@abogados.or.cr
No hay comentarios:
Publicar un comentario