Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
Publicado en el periódico español El Imparcial bajo el
link:
El jueves pasado Leopoldo López, una de las
principales cabezas de la oposición venezolana, fue condenado a 14 años de
prisión. Según la sentencia, su delito consistió en ser el autor intelectual de
las protestas contra el régimen socialista de ese país. Al momento en que se
entregó a las autoridades hizo dos afirmaciones. Declaró que se entregaba a una
justicia corrupta, y reconoció que había tenido la posibilidad de salir del
país. Sin ambages afirmó: “Tuve la opción de irme, pero no me voy a ir de Venezuela nunca. La otra opción era quedarme
escondido en la clandestinidad y no tenemos nada que esconder." Tales afirmaciones reflejan la fuerza moral de su pelea, pues la
paradoja de López no es nueva en la historia. Por eso, -hace más de un siglo-,
el filósofo José Ingenieros recordaba el combate de los siglos entre la moral
del idealista y la política de las piaras. Es la encrucijada entre el
temperamento del genio moral frente a los espíritus subalternos. Es la misma
disyuntiva que confrontó a Espartaco con Casio Longino, a Jesucristo con
Herodes Antipas, y a Mandela con Verwoerd. Líderes que se levantaron cuando la
improbidad, -en lugar de ser vergonzante-, extendió sus alas ostentosa. Es el
milenario combate que existe entre el ideal de la libertad, ante al tinglado
del despotismo.
Ahora bien, esencialmente, ¿contra qué protestaba
López en las calles de Caracas? El no protestaba contra un gobierno que tenía
corrupción, sino contra un régimen corrupto. Por el grado de su mal, ambas son
patologías diferentes. Sabemos que en esta dimensión de la existencia, será
imposible erradicar el mal de forma absoluta. Ciertamente, los gobiernos
impolutos no existen. Casi todos los gobiernos son escenario de transgresiones
que ponen en entredicho la probidad de algunos de sus funcionarios. Pero la descomposición
del fenómeno surge cuando, lejos de tener corrupción, los regímenes por sí
mismos son de naturaleza corrupta. Pues bien, ¿en qué consiste un régimen
corrupto, y cuáles son sus características? Consiste en la
utilización de la influencia que otorga el poder, y en una manipulada
instrumentalización de las ideologías políticas, redirigiendo y transmutando el
sistema de normas y valores que los líderes juraron resguardar. Todo con el
objetivo de obtener y conservar mayor poder. Aunque parezca paradójico, el
grado superior de corrupción política no radica en transgredir la ley, sino en cumplirla
redirigiéndola con el propósito de acumular
autoridad ilegítima. Es desviar el fin moral correcto del sistema
jurídico, para redireccionarlo en favor propio. Es el abuso de la influencia
política dirigido a implementar cambios constitucionales y normativos que
estimulen y faciliten la concentración de cada vez mayores cotos de fuerza política
sin fundamento moral.
La primavera de la democracia venezolana (1959-1974),
que tuvo su apogeo durante los gobiernos de Betancourt, Leoni y la primera
administración Caldera, fue una era de liderazgos, con alto grado de
aceptación. Los historiadores reconocen esa etapa como un período caracterizado
por un liderazgo político sano. Dos fuertes razones influyeron para que la
democracia venezolana se sumiera después en una espiral decadente. La principal,
la caída moral de la clase política. Esta situación empezó a ser evidente con
la primera administración Pérez. La segunda, de carácter económico, ocurrió después
de 1978 y fue la caída en el ingreso de dólares por cada venezolano. Ello por la
caída en términos reales de los ingresos petroleros, alternado con el aumento
poblacional, lo que obligó a cada Gobierno que llegó después del año 78 –y
aproximadamente durante los 20 años subsiguientes– a devaluar la moneda en por
lo menos el 100% para cada uno de dichos períodos constitucionales. El
descontento popular acumulado por la confluencia de aquellas decadencias –la
moral, la económica y la política–, fue el caldo de cultivo aprovechado por los
enemigos de la democracia. El camino escogido no fue el de luchar por el
rescate de la rica herencia democrática venezolana, sino que, a partir del
arribo de Chávez al poder, -un demagogo socialista que se presentaba como adalid
de la democracia-, se emprende una tenebrosa estrategia para demoler el Estado
constitucional de aquel país.
En su propósito, Chavez aplicó la vieja receta de los despotismos,
útil para demoler ese y cualquier otro Estado constitucional. Enumerando la táctica
del despotismo, la resumo en ciertos pasos básicos. Veamos. Primeramente, desde
el poder se sistematiza un discurso altamente ofensivo contra adversarios
ideados, todo con el objetivo de que afloren las disconformidades que
usualmente yacen en el “subsuelo” psíquico de los sectores marginales. Se
mitifican tendenciosamente los sucesos históricos, idealizando las tradiciones
épicas en función de los intereses de la camarilla gobernante. Para esto se sobreexpone
propaganda acerca de los mitos del régimen instaurado. Además, usualmente se
establece un culto mesiánico-caudillista. Sumado a lo anterior, se transmuta la
legalidad, redirigiéndola a favor del poder concentrado, para lo cual se invoca
el “interés nacional”; se desmantela el sistema republicano de frenos y
contrapesos, propio de la división de los poderes, y se fortalece el estamento
militar. Se devalúan las garantías individuales frente al poder, -propias de
una constitución legítima-, sustituyéndolas por procesos constituyentes que
imponen “leyes fundamentales” subordinadas a los objetivos del régimen. Allí
siempre se hallará la entusiasta promoción de las “reelecciones” de rigor. Así
se demolió el Estado constitucional venezolano.
En ciertas ocasiones, los avatares de la vida nos
colocan en situaciones insondables, que con la perspectiva del tiempo cobran
algún sentido personal.En 1992, siendo vicepresidente de la Conferencia de juventudes
políticas de América Latina, entonces en representación de la juventud del PLN,
un grupo de jóvenes fuimos invitados por Acción Democrática a visitar al
presidente democrático venezolano. Aquello fue ocho días después de la
intentona golpista de Chávez. Allí fui testigo de dos realidades: la de los orificios
que había provocado la munición en el Palacio de Miraflores, y la del grado de
inconsciencia general ante la amenaza que se cernía sobre la maltrecha nación.
Aquel desapercibimiento resultó carísimo. Que no nos suceda igual. fzamora@abogados.or.cr
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