Abogado constitucionalista.
Publicado en el diario La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/foros/Claudicara-Occidente_0_1625437442.html
¿Claudicará Occidente a sus valores culturales? ¿Renunciará
a influir en el mundo, cómo lo ha hecho a través de la historia? La respuesta
ofrece muchos vectores. Lo cierto es que, cuando lo bueno de nuestros valores
occidentales se ha propagado por vías pacíficas, mediante la influencia del
buen comercio, la asistencia internacional norte-sur, el sacrificio
misionero de la iglesia con una vocación
solidaria, o el sensato derecho internacional -por ofrecer solo algunos
ejemplos-, la huella benefactora ha sido invaluable. Sin embargo, hay una
fuerza centrífuga que poco a poco tiende a minar los valores culturales que le
dieron a Occidente su grandeza. Influidas por el materialismo, las sociedades
de consumo occidentales promueven una entropía proclive a vaciar de toda identidad
a nuestros pueblos. La consigna es que, en el altar de la idolatría de la
tolerancia absoluta, debemos dejar de ser lo que somos, para evitar salir de la
zona confortable de una era de vacíos. De ser así, el precio a pagar a largo
plazo será enorme, pues donde no hay identidad, se pierde la cultura.
Adviértase que ella exige la defensa de un indispensable conjunto de principios
que le permiten existir. Los “bien pensantes” me contestarán con la tesis -“políticamente
correcta”-, de que todas las manifestaciones de conducta social, o sistemas de
convivencia y organización humana se deben valorar con “tábula rasa”. Quien así
opina cierra sus ojos. Solo citaré algunos ejemplos que permiten justipreciar
lo errado de esa óptica. Veamos. Fue gracias a la influencia cultural y
espiritual de Occidente, que se logró socavar el sistema opresivo de castas en la
India, que solo por una condición genealógica de nacimiento, condenaba a una
vida de terrible opresión y máxima vileza a millones de hindúes. Si se nacía
brahamán -solo por tal condición-, se nacía con privilegios absolutos, por el
contrario, si se nacía paria, no se tenía derecho alguno. Incluso en épocas
recientes, misioneros occidentales afincados en aquella nación, documentaban
que la prensa de ese país reportaba, ordinariamente, y con el consentimiento
implícito de la población, las matanzas de hijos por parte de sus padres,
sustentadas dichas prácticas en cosmovisiones subculturales aberrantes. Los misioneros
occidentales debían empeñarse en convencer a la población sobre lo errado de
prácticas perversas arraigadas en su convivencia.
Más ilustraciones. Es por la influencia de los valores
culturales de Occidente, que desaparece la arraigada práctica de la esclavitud,
la cual era más ancestral que la misma civilización humana. De hecho, donde es
abolida por vez primera la esclavitud, es propiamente en la Inglaterra de 1772,
con el caso Somersett. A partir de ahí, fue desapareciendo en el resto del
planeta. Si de ejemplos históricos se trata, son innumerables. Quienes sostienen
la inconveniencia de influir otras culturas, no disciernen el crimen contra la
solidaridad que se comete, al ser indiferentes con quienes son víctimas de la
crueldad de sus propias subculturas. Incluso podemos citar experiencias en nuestro
propio territorio. El eximio historiador Carlos Meléndez, en sus obras de
investigación referidas a la Costa Rica precolombina, menciona la práctica de algunos
caciques sujetos a la jurisdicción huetar de Acserí que, con ocasión de las
muertes de los Señores de la tribu, asesinaban a grupos de sus sirvientes para
enterrarlos -en acompañamiento mortuorio-, juntamente con oro, mantas, y otros
bienes. Lo que en las prácticas nativas precolombinas denominaban “enterramientos
secundarios”. La desaparición de esas inicuas prácticas, nos demuestra que una
correcta influencia cultural puede ennoblecer la convivencia.
Ahora bien, debe reconocerse la contracara del asunto.
Para educar a los súbditos indios del Raj, los parlamentarios Charles Grant y
William Wilberforce, lucharon dos décadas en el parlamento británico, para exigir
a la Compañía de las Indias Orientales la inversión de cien mil rupias derivadas
de sus ganancias. Pese a sus inmensas utilidades, se resistían a devolverles
algo de lo mucho que obtenían. La referencia histórica ofrece la siguiente
lección: el problema surge cuando la influencia occidental se reduce a una mera
codicia político-económica. En otras palabras, cuando la acción que genera la influencia
–el hecho influyente-, carece de valor moral. En su obra “Combate moral”, Michael Burleigh nos ofrece la visión de un grupo
de naciones -imbuidas por la defensa de sus valores-, que decidieron tomar
acción para influir con una genuina vocación moral; me refiero a la guerra de
la Resistencia francesa, Gran Bretaña y los Estados Unidos contra el nazismo
alemán y el fascismo italiano. Y después, en un largo proceso posterior, contra
el marxismo soviético tras la cortina de hierro. Pese a que nuevamente al
fascismo y al marxismo le han surgido entusiastas defensores, nadie que se precie de un sincero espíritu de
bondad, se atrevería a afirmar que la subcultura impuesta por el III Reich,
-con sus campos genocidas sustentados en nociones racistas-, sea la “cultura”
que merecía prevalecer entonces. O bien, que el marxismo soviético, con sus
gulags y su materialismo totalitario, fuese un preferible ganador, frente a la
batalla moral que en Europa del Este, -con sus homilías en las plazas de
Varsovia-, le plantó en cara Juan Pablo II.
En este punto, surge otro dilema referido a la
influencia occidental a partir de las pisadas de las botas militares. Salvo las
diferentes experiencias de defensa, como la que protagonizó Carlos Martel en el
siglo VIII frente a los moros, o la ya citada defensa aliada frente al nazismo,
la violencia militar como mecanismo de influencia cultural, es altamente ineficaz
por ser generalmente injusta. Salvo casos de legítima defensa -como los citados-,
usualmente la tradición militar occidental está asociada a historias negras de
rapiña y codicia, que lejos de sembrar la semilla de la grandeza de nuestras
instituciones democráticas y espirituales, lo que han dejado es tierra
arrasada. Lamentablemente, la historia
de la influencia occidental, al tiempo que es plétora en grandezas, también lo
es en bajíos y miserias. ¿O acaso concebiríamos que, imitando la violencia de
los musulmanes para imponer sus creencias, alcanzaremos un mundo mejor? Puestos los argumentos en balanza, Occidente
no debe claudicar en su empeño por influir con la grandeza de sus valores
culturales y espirituales. El asunto radica en que nuestros motivos sean
ciertamente la huella benefactora de nuestra cultura, y no la voracidad de codiciosas
talegas. fzamora@abogados.or.cr
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