miércoles, 18 de octubre de 2017

El ideal social del trabajo

Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.

Publicado en La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/foros/ideal-social-trabajo_0_1664433556.html

Superar las condiciones laborales de los ciudadanos es una pretensión política cardinal y el vertiginoso avance tecnológico que experimentamos, es contexto inmejorable para alcanzar ese objetivo. Por eso amerita repasar los antecedentes y perspectivas futuras del ideal social del trabajo. Hegel resumía el concepto en una idea fundamental: en el momento en que producimos nuestros propios medios de subsistencia, o sea cuando trabajamos, es que nos diferenciamos del reino animal. Ahora bien, no es posible vislumbrar el futuro del trabajo sin comprender su entorno histórico. Peter Hünermann nos recuerda que el proceso evolutivo del trabajo humano en la cultura ha tenido hasta hoy tres períodos esenciales. El primero de ellos fue el trabajo campesino-artesanal, que durante milenios caracterizó a la humanidad, hasta el advenimiento de la época moderna. Si bien es cierto, antes del advenimiento del mercantilismo el trabajo humano no se había reducido como una mercancía con valor de cambio económico, la realidad es que durante la antigüedad anterior a la edad media, el trabajo humano era considerado indigno. Para la cosmovisión previa al cristianismo, el trabajo físico era algo deshonroso y destinado exclusivamente para los esclavos y las clases más bajas. De ahí que Plutarco refiera que Platón se molestó con Arquitas porque éste último había construido manualmente un aparato. Pese a que era un invento de Arquitas, para Platón la construcción del diseño debió hacerla un artesano, y jamás un hombre libre habituado al intelecto. En “De officiis”, -su obra sobre los deberes-, Cicerón no deja dudas acerca de lo que pensaba el hombre grecolatino en relación al trabajo. Allí afirmó que trabajar diariamente para subsistir “era deshonroso para un hombre libre.” Esto fue así porque previo al arribo de la cristiandad, tal y como está documentado especialmente en relación a la sociedad grecolatina, el objetivo de la población libre y acomodada, era básicamente la búsqueda de los placeres. Uno de los mayores choques culturales de la historia, fue precisamente el que enfrentó al mundo antiguo, -con su visión despreciativa del trabajo y hedonista de la vida-, colisionando con la irrupción de los nuevos valores del cristianismo, que tenían al trabajo por algo honroso y digno.

Pues bien, después del grave caos que vivió Europa durante el periodo vandálico posterior a la caída del Imperio romano, -y una vez que se logró consolidar la cultura cristiana como orden sustituto del paganismo-, la noción del trabajo adquirió una valoración superior. Sin embargo, más de un milenio después, al consolidarse la cultura industrial, la noción y el concepto del trabajo sufrieron una violenta sacudida. Esta agresiva transformación surgió con el desarrollo del mercantilismo. Este fenómeno cobró inusitada fuerza con la aparición de la matriz energética derivada de la aplicación de los primeros rudimentos de la actividad técnica y mecánica, así como la posterior explotación de  los combustibles fósiles y las telecomunicaciones. A partir de allí, el trabajo tomó un cariz diferente. Dejó de ser un apreciado valor inmaterial pasando a ser una mercancía más, cuyo precio estaba sujeto a las condiciones de la oferta y la demanda. El economista griego Yanis Varoufakis resume el fenómeno con este ejemplo sencillo: ya sea donar sangre, o cualquier otro acto de altruismo o heroísmo, pierde su valor inmanente a partir del momento en que a ello se le pone precio en dinero. Y eso fue lo que ocurrió con el valor del trabajo a partir del mercantilismo industrial, porque cosificó la cultura laboral. Esta simplemente pasó a ser un objeto del mercado. Y cuando las máquinas prescindieron de miles de trabajadores provocando que la oferta laboral fuera abundante, el valor del trabajo se depreció hasta la indignidad.

 

El trabajo alcanzó cotos de abyección insospechados, al extremo que fue usual que en su tierna infancia niños muriesen explotados en jornadas laborales extenuantes y mal pagadas. En ese punto de la historia surgieron dos grandes corrientes que aspiraron a reivindicar el ideal social del trabajo. Una primera corriente era conformada por dos fuerzas: una vez más, una de esas fuerzas era el cristianismo, a través de la doctrina social de la Iglesia, mediante encíclicas históricas como la Rerum Novarum de León XIII. La segunda fuerza de aquella primera corriente fue la socialdemocracia y su idea de la dignificación del trabajo por la vía no violenta, la cual asumía además, que la reivindicación del trabajador no debía acarrear la destrucción del sistema de libertades que caracterizan a Occidente. La otra gran corriente fue la cosmovisión marxista que, como todos sabemos, aspiró a dignificar el trabajo imponiendo la cosmovisión de una utopía materialista. Una suerte de reino idílico de prosperidad y felicidad laboral, que sería posible a partir de una dictadura liderada por la clase trabajadora. Dicha vía, que tenía como ideal último la extinción del Estado hasta alcanzar una suerte de Edén resultado de la sociedad comunista, implicó sin embargo, conculcar todo el sistema de libertades. Tanto la influencia del marxismo, como también los ideales de la socialdemocracia, y la doctrina social de la Iglesia, conjugaron condiciones para que la clase trabajadora industrial alcanzara importantes prerrogativas en pro de la dignificación del trabajo.

 

Pues bien, a las puertas hoy de la cuarta revolución industrial, impulsora de la tecnología robótica que libera al hombre de gran parte del trabajo mecanizado enajenante, existen las condiciones para conquistar una etapa superior del ideal social del trabajo. Esto porque el trabajo que provoca mayor realización y gozo al hombre no es el trabajo mecánico, serial y enajenante, sino el trabajo creativo. En este punto incluso, sucede que entre más posibilidad tienen las compañías de sustituir el trabajo humano por el de las máquinas, la tendencia del mercado provoca que sea menor el valor del producto derivado, imponiendo así una nueva realidad del mercado: el producto se justiprecia si en él se inyecta creatividad e innovación. Dicha tendencia del mercado más bien parece un fenómeno de carácter espiritual. La gran moraleja del asunto es que esta etapa superior del ideal social del trabajo, solo se podrá alcanzar si a esta violenta revolución tecnológica le añadimos una nueva cultura de orden jurídico laboral, en donde el nuevo contrato social del trabajo se asiente sobre dos grandes basamentos: el primero de ellos deberá implicar la reducción de la jornada laboral, y el segundo será destinar un porcentaje del superávit productivo que la robótica provocará, en pago de la economía social solidaria, que hasta hoy no se le reconoce remuneración alguna. fzamora@abogados.or.cr

martes, 3 de octubre de 2017

¿Qué engendra al Estado fracasado?

Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.

Publicado en el Periódico La Nación
http://www.nacion.com/opinion/foros/engendra-fracasado_0_1662033785.html

Por mejor diseñados que estén, los Estados son entidades sociales que dependerán de sus líderes para transitar sobre los rieles correctos, porque el mismo potencial de autoridad que les permite a los Estados garantizar la libertad de sus ciudadanos, también les permite conculcarla. Al fin y al cabo, tal y como afirmó Max Weber,  “el Estado en su mínima expresión es una entidad social que, en una jurisdicción determinada, posee el monopolio de la fuerza.” Por ello países como Haití, Ruanda, Siria o Afganistán, son prueba fehaciente de que los Estados fracasados provocan crisis humanitarias que derivan en graves conflictos internacionales. El ejemplo más ilustrativo lo ofreció el débil Estado afgano, tan fallido que, a inicios de este siglo, fue tomado por Al-qaeda, un grupo de delincuentes internacionales arropados con el disfraz del islamismo, para montar la base de una transnacional terrorista. Pues bien, en un afán de que nuestro país no caiga nunca en las profundidades en las que han caído países como los del triángulo norte centroamericano, amerita contestar cómo se engendra a un Estado fracasado. En función de tal cometido, lo primero que debemos aclarar es que el Estado surge en la historia humana, gracias a las culturas capaces de acumular bienes. A partir de que el hombre desarrolla la actividad agrícola, logra almacenar producto. Esto por cuanto la cosecha del trigo, la cebada o el arroz, se podía conservar por mucho más tiempo de lo que se podía acumular lo cazado o recolectado, que era rápidamente perecedero.  Así, la acumulación de producto agrícola permitió riqueza a algunos individuos y además aprovechar su tiempo en actividades que requerían mayor abstracción intelectual. Nació una cultura más sofisticada de la que surgieron logros como la escritura, la moneda, y los inventos técnicos con alguna sofisticación, como las nuevas herramientas agrícolas, las armas  y gracias a ellas, los ejércitos.  

Igualmente fue posible esa magna creación de la cultura humana que es el Estado. ¿Por qué? porque el almacenamiento de granos permitió el desenvolvimiento de la actividad crediticia, surgiendo la deuda con ello, y estimulándose el uso del dinero. Esto a su vez fue catalizador de la existencia del Estado, pues éste era indispensable para darle confianza al valor de la moneda, compeler por la fuerza el pago de las deudas y proteger las ciudades y sitios donde se almacenaban bienes agrícolas. Por el contrario, las sociedades cazadoras y recolectoras, como las hordas del África profunda, las tribus del Amazonas o de la Norteamérica precolombina, u otras comunidades como los aborígenes de Oceanía, no fueron capaces de instituir la escritura, los ejércitos formales, ni mucho menos Estados. Así las cosas, la primera enseñanza de tal realidad histórica es la siguiente: el superávit fue un factor que hizo posible al Estado. Y a “contrariu sensu, el déficit provoca la inviabilidad de los Estados. Es por ello que podemos afirmar que una de las razones por la que fracasan los Estados, es el hecho de que pertenezcan a sociedades con una balanza económica deficitaria. Más no demos por sentada que esa es la conclusión final.

Lo verdaderamente esencial en las sociedades no es su producción económica o comercial, sino los valores intangibles. Advierta el lector que al inicio anoté que el Estado fue una derivación de la cultura, y no de la economía, pues es el desarrollo cultural de una sociedad la que genera prosperidad económica, haciendo a su vez viable al Estado. Repasemos algunos elementos que sustentan esta afirmación. La Unión Soviética fue el Estado fallido más grande y poderoso de la historia humana. En su libro “El año que cambió el mundo”, Michael Meyer -periodista de Newsweek acreditado en Europa del Este-, revela cómo desde años atrás se tejieron  los liderazgos de los movimientos políticos, laborales, espirituales y culturales en general, que detonaron desde adentro la cortina de hierro. Hasta provocar, primeramente una crisis de la cultura, y consecuencia de ésta, un colapso del sistema productivo. Todo hasta el derrumbe económico del orbe comunista.

Donde no existe un fundamento cultural fuerte, el Estado fracasa. De ahí que gran cantidad de Estados fallidos modernos, son aquellos que no surgieron como resultado de un proceso cultural propio de la sociedad que aspiran controlar, sino que, en la mayoría de los casos, han surgido como imposiciones o construcciones artificiales. Así sucedió con Zimbawe, -originalmente denominado Rhodesia-, un Estado fundado por el británico Cecil Rhodes, colonizador y empresario minero. Es un ejemplo prototípico de muchísimos Estados, los cuales eran inexistentes antes del coloniaje europeo. Primero fueron construcciones artificiales de británicos, holandeses, franceses y portugueses, y finalizada la segunda guerra mundial, se generó el nacimiento de una oleada de Estados independientes donde antes existían colonias impuestas sin mayor antecedente histórico-cultural. El resultado: salvo contadas excepciones, la gran mayoría de ellos son Estados fracasados. Por el contrario, sabemos que el éxito de un Estado dependerá de la calidad de la cultura de la sociedad donde éste surge, pues es la cultura la que condicionará la calidad de las instituciones estatales.

 

Veamos a lo que me refiero. Por ejemplo, uno de los grandes debates ideológicos sobre el Estado se reduce al siguiente dilema: para alcanzar prosperidad ¿debe reducirse, o más bien aumentarse la fuerza y el alcance estatal? Pues resulta que el desarrollo de una sociedad más que depender del tamaño del Estado, dependerá de la eficacia de sus instituciones. Corea del Sur tiene un Estado con una buena dosis de intervención, como lo tenemos otras naciones latinoamericanas, sin embargo, Corea alcanzó niveles muy superiores de crecimiento, comparado con otros países intervencionistas de latinoamérica. Al leer a economistas como James Robinson y Daron Acemoglu, se infiere que los condicionantes fundamentales que inciden en la prosperidad en realidad dependen de la calidad de la política y de las instituciones de una nación, o sea, de su cultura. Y mucho menos de las variables económicas. De ahí lo grave que enfrentamos con hechos como el del “cementazo” y la corrupción asociada a su alrededor, pues si la descomposición de la cultura hace de las entidades públicas fines en sí mismas, socavando las instituciones democráticas que generan confianza, se está a las puertas del Estado fracasado. fzamora@abogados.or.cr