Abogado constitucionalista.
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http://www.nacion.com/opinion/columnistas/reflexiones-de-navidad/BP37GAVQI5GD3J6D7TX52CDLJA/story/y en España:
https://www.elimparcial.es/noticia/184986/opinion/reflexiones-de-navidad.html
Celebramos un aniversario más del misterio de la Navidad. Para el alma
desapercibida, la Navidad simplemente es momento de escape festivo; para la reflexiva,
la Navidad confronta. Y lo hace escandalosamente, pues como bien lo observó
Pablo de Tarso, ¿no fue acaso escandaloso para los judíos, el hecho de que el grandioso y
esperado Mesías, naciera pobre y atribulado en el lugar destinado al descanso
del rebaño? No
perdamos la perspectiva del asunto esencial: lo que en la nochebuena festejamos
es un acontecimiento. No celebramos una religión, ni una filosofía; menos aún
una doctrina moral. Posicionándonos en el siglo primero de nuestra era, época
en la que nació y vivió Jesús de Nazaret, somos confrontados con una cuestión
cardinal: ¿qué sucedió en el itinerario de vida de aquellos que, siendo
testigos de los hechos que rodearon al nazareno, concluyeron de forma tan
determinante que “verdaderamente tú eres
el hijo de Dios”? ¿Al punto de preferir morir martirizados todos, antes que
negar que lo vieran resucitado? ¿Qué pasó en la vida, en la razón y en el
corazón de aquella comunidad de hombres y mujeres, quienes llegaron a esa
conclusión porque “vieron”? Lo que resulta claro, según los datos que nos
proporcionan los evangelios, es que ellos se convencieron gradualmente conforme
a lo que fueron contemplando. Llegaron a esa convicción, no por otra cosa sino
por lo que testificaron. No por casualidad, el verbo más usado en los
evangelios es uno: ver. Ese verbo se usa cien veces en el Evangelio escrito por
Mateo y 220 en el escrito por Juan. Lo indispensable en este punto es entender
el contexto de la Palestina entonces ocupada por Roma; sus discípulos eran hombres
forjados en entornos muy rudos. Ya sea para Pedro, para Tomás, o aún más para el
ex guerrillero Simón -el Zelote-, no contaba una romántica disquisición de
ideas, sino únicamente lo que habían “visto” y “tocado”. “Lo que hemos visto con nuestros ojos…eso es lo que os comunicamos” (1Juan1:1-3).
Lo que la Navidad originalmente anuncia, se desarrolla
en cuatro libros. Pese a que estos dan fe de pasajes de la obra del más
importante hombre de la historia humana, ninguno de ellos es una “biografía” o
una obra de historiografía. Menos aún libros de religión, ni tampoco textos que
metódicamente expongan nociones de fe. Ninguno es teología, ni escritos
teóricos, ni nada que se parezca. Sin ser historiadores de oficio, se limitaron
a describir con rigor aquello de lo que, por ser testigos, dan noticia
fidedigna. Aún más interesante es saber que no existe testimonio que deje
constancia de que Jesucristo haya escrito nada, ni de que ordenase escribir sus
enseñanzas, o registrar sus prodigios. Por el contrario, en múltiples ocasiones
les pidió discreción. Su mandato era que sus discípulos vivieran coherentemente
sus enseñanzas. De ahí que los evangelios son un fenómeno literario único. El
erudito Aurelio Fernández nos advertía que si se viese forzado a encasillar los
evangelios en una técnica literaria, tendría que indicar que son algo cercano a
una crónica periodística.
Ahora bien, a partir del mensaje contenido en ellas,
está vigente la pregunta que hace casi dos siglos se hiciera Dostoievski: “…un hombre culto, un europeo de nuestros
días, ¿puede creer en la divinidad de Jesucristo?” La pregunta nos recuerda
el desafío ante el que se haya la fe cristiana en el mundo contemporáneo. Siendo
que es una vivencia absolutamente personal, yo no puedo responder la pregunta a
partir de mi experiencia íntima de fe, por lo que ensayaré mi opinión a partir
de algunos elementos de la razón intelectual. Creo que hay dos preguntas
indispensables de responder, en el afán de estimar razonable el grandioso
mensaje de la Navidad. La primera cuestión es contestar si es razonable la idea
de que la creación tiene un autor. Veamos. En tanto ha resultado demostrado por
la ciencia que el universo no es autocontenido sino que tuvo inicio, la única
forma que neguemos la existencia de Dios creador, es creyendo que el universo
se autocreó. Para ello entonces, el universo tendría que ser antes de existir y
al mismo tiempo no ser. Para que algo se cree a sí mismo, -siendo su propio
efecto y a su vez su propia causa-, tendría que “existir antes de existir”. El
problema es que, para razonar tal cosa, debe violarse la ley lógica de la no
contradicción. Aristóteles nos advertía que la ley de la no contradicción
declara que es imposible que atributos contrarios puedan pertenecer a la misma cosa
simultáneamente. Con lo cual la superstición de los materialistas de que el
universo es autocreado, violenta la ley de no contradicción en su propia raíz. Así
resulta razonable rechazar la idea de que el universo que conocemos se creó a
sí mismo, para dar paso a la idea del Creador, cuyos esperables atributos sean
ser autoexistente, eterno y cuya omnipotencia permita que, por sí solo, Él sea
causa de todo.
Siendo
razonable la idea de que la vida es la creación de un autor, la segunda
cuestión es contestar si además, ¿resulta razonable creer que ese Creador haya
decidido revelarse a su creación, tomando forma de hombre? Veamos. Es claro que
hay dos realidades primarias que delatan los atributos de Dios: por una parte,
la portentosa majestad de la naturaleza testifica la grandeza de su Creador, y
por otra, la realidad de un “derecho natural” escrito en la consciencia de todo
ser humano; esa voz interior que nos lleva hacia lo correcto, mientras no
decidamos silenciar ni cauterizar nuestra consciencia. Al mejor decir de Pablo,
“…mostrando la obra de la ley
escrita en nuestros corazones, nuestras conciencias dando testimonio y nuestros
pensamientos acusándonos unas veces y otras defendiéndonos.” Pues bien, la Navidad celebra la convicción
cristiana de que es razonable creer que existe una tercera forma en la que Dios
se reveló al mundo, mediante la cual se encarnó y habitó entre nosotros, con el
propósito de revelarse en su atributo principal: el amor. Al fin y al cabo, la
fuerza cardinal del mensaje de esta noche navideña, es que Él no se encarnó
para condenar al mundo, sino para salvarlo. Pues de tal manera lo amó, que
entregó a su unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, más
tenga vida eterna. Ese es el ideal con el que -si somos humildes-, seremos
confrontados en la nochebuena. Por eso Julián Carrón nos recuerda que el alma
que podemos llamar cristiana, es aquella que se abre a todo lo que es razonable,
que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una razón
crítica, pero que sigue anclada en las raíces que dieron origen a Occidente,
construyéndolo sobre los grandes valores y las grandes intuiciones. La visión pues,
de la fe.
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