Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.
Publicado en el
Periódico La Nación http://www.nacion.com/opinion/foros/forja-ideal-humano_0_1562643723.html
y en el periódico El
Imparcial: http://www.elimparcial.es/noticia/164731/opinion/
Escuchar una vieja anécdota familiar siempre provocó en mí una intensa
reflexión. Un tío se solazaba atestiguando que cuando mi padre era niño, si encontraba
reptiles o anfibios recién muertos -fueran sapos o lagartijas-, en el acto curioseaba
su interior, observaba embelesado sus órganos y simulaba operarlas. Para quienes
hoy sabemos que dedicó 55 años de su vida a la cirugía cardiaca, no dudamos que
aquella fue una conducta premonitoria. A todos resultaba extraño que un niño en
la Costa Rica de la década de 1940 -nunca expuesto entonces a la idea de lo que
era la cirugía-, ejecutara actos tan precisos que reflejaban una acendrada vocación
desde su tierna infancia. “Es que lo
traía, era un llamado”- advertía el familiar al narrar la curiosa anécdota
infantil. Algunas ocasiones he atestiguado fenómenos similares en relación a la
experiencia de otros. Eso que denominan “llamado” es algo inexplicable. Un
adagio sentencia que quién será rosa desde que es botón espina. El escéptico se
niega a calificarlo como un “llamado”, pues el concepto le resulta inexplicable.
Se pregunta dubitativo: ¿quién nos llama y por qué? Por el contrario, para el
creyente aquello es un diseño impreso en el alma. Una minúscula fracción de un
disimulado plan que nos arrastra en función del propósito de servicio encomendado
a cada quien. Al fin y al cabo -desde la perspectiva espiritual-, el servicio
es el sentido de la vida. Lo cierto es que tales fenómenos son algo
inescrutable. Una marca, un sello que, a manera de brújula impresa en el espíritu,
nos arrastra indefectiblemente hacia nuestro propósito y destino.
Dichos actos reflejos -de los que algunos son beneficiarios desde su
primera juventud-, son apenas el embrión de lo que puede ser un gran proceso de
vida. Por eso es sabio ser fiel al llamado. Tal y como el sediento es
arrastrado al manantial, la vocación nos arrastra hacia la realización de los primeros
pasos de una misión existencial. Y como en un proceso, gradualmente nos vamos
involucrando en aquello a lo que fuimos convocados. En ocasiones, esa
percepción de sentirnos compelidos a la acción es brutal y abrasadora; en una
epístola a Santander, Bolívar la describió con una hipérbole lapidaria: “…pareciera que el demonio dirige las cosas
de mi vida.” Ahora bien, una vez que nos involucramos en esa corriente de
acción y vocación, educarnos y capacitarnos en aquello en lo que nos sentimos
compelidos a actuar es el paso inevitable. Quién responde al llamado se obliga
a capacitarse, a educarse, a formarse para culminar la aventura que se ha
emprendido. Por ello la genialidad de Miguel Angel no hubiese sido posible sin
su paso por el taller de Ghirlandaio. La universidad canadiense de Laval, fue tránsito indispensable para hacer posible la brillante hoja de servicio de ese
gran cirujano latinoamericano que fue Andres Vesalio Guzmán Calleja. Tampoco hubiésemos
sabido quien fue Florencio del Castillo sin su paso, -a inicios del Siglo XIX-,
por el entonces prestigioso Seminario Conciliar de León, Nicaragua. No quepa
duda, sin preparación no hay calidad en la acción. El activismo sin formación
adolece de prosaísmo, más la educación, por sí misma, resulta nugatoria si no
se le acompaña con la brega que implica la conquista de objetivos.
En muchas ocasiones la formación consiste también en espera, como si en
ésta hubiese intención de ejercitar la virtud de la paciencia y la demora
resistente para una gratificación tardía. Cual si ello fuese parte del entalle
de carácter de quien ha sido llamado. La historia refiere ejemplos. El biógrafo
Descola recuerda que, antes de que Cortés se inmortalizara con la portentosa
conquista de México, debió aguardar años e ir segundo en varias expediciones,
hasta que logró liderar la de Tenochtitlán. Igualmente Moisés -después de ser
príncipe de Egipto y antes de liberar a su pueblo-, debió permanecer cuarenta años
anónimo en Madián. Así también David -quien antes de reinar y mientras Saúl lo
perseguía-, la cueva de Adulam fue su hogar. Pero tales dilaciones, para que
sean efectivas, deben ser siempre reflexivas. Usualmente el activista
irreflexivo no logra esculpir su vocación, pues ésta se desarrolla gradualmente,
-como lo hace el escultor con su obra-, a base de pequeños cincelazos. La
verdadera vocación se va esculpiendo mediante etapas graduales de un constante
ensayo y error resiliente. Un continuum de acción, capacitación, ensayo, error,
aprendizaje, espera, experiencia. Así sucesivamente, en ciclos que se van
ampliando, hasta forjarnos convicciones, y con ello, una cultura. Para cada
área de la actividad humana existe una cultura que debe ser aplicada, y uno de
los síntomas críticos en cada área de acción humana, es el arribismo de quien
asume posiciones de liderazgo en ella sin tener las condiciones para ejercerlo.
Y no se trata de información, pues por sí sola es estéril para quien ejerce el
llamado. Hoy la información cunde, pero se puede tener en abundancia sin que sea
útil para el designio que corresponde ejecutar. Porque en cualquier área del
quehacer humano, la información no necesariamente es cultura, la cual no se
limita al conocimiento, pues lo antecede. La cultura es una vocación del
espíritu que dirige, da sentido y orientación moral, tanto a los conocimientos
como a la acción del hombre. Además, para aprehenderla, requerimos de una
acción perseverante y sostenida en el tiempo. De ahí que la información sea
inútil si no está soportada en el fundamento de la cultura, pues ésta logra
discernir entre la cantidad de datos o conductas, y su calidad. Ante un escenario en el que abunda el saber
informativo pero escasea el adecuado saber orientativo, el actual drama de las
nuevas generaciones es descubrir la senda correcta. En cualquier área de la actividad
humana, el verdadero líder lo es solo si el proceso lo lleva a abrazar una
cultura, y al aplicar la acción, combatir desde ella. Por el contrario, el
combate desde fuera de la cultura es mero activismo.
Y generalmente, el ejercicio de la trayectoria vital aquí descrita, procrea el liderazgo que forja algo aún superior:
el ideal. El ideal es la culminación de una gran vida. No hay autor que haya
descrito dicho concepto de forma más sublime que José Ingenieros. El ideal es
la ensoñación por una perfección venidera; visiones anticipadas de algo superior.
Quienes levantaron la restricción a la prohibición del licor en Estados Unidos,
o quienes relajaron las restricciones al divorcio, eran pragmáticos, pero nunca
idealistas. Porque los ideales son creencias aproximativas acerca de una
posible perfección venidera que engrandece la cultura, pero nunca la relaja. En
fin, una gran vida es aquella que, cumplido el proceso de existencia aquí
descrito, forjó una partícula de ensueño que se sobrepone a lo real. fzamora@abogados.or.cr
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