Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista
El
Alzhéimer ha tocado las puertas de mi entorno familiar. Mi padre, uno de los
hombres que, por su aguda inteligencia, su acendrado carácter, y sus conquistas
profesionales, aprendí a admirar con especial devoción, de unos años para acá ha
sido presa de las tenebrosas garras de ese mal. En palabras de la Dra. Zoe
Lewis, experta en el tema, pese a que se libra una batalla mundial contra la
enfermedad, aún las causas del Alzheimer no están del todo claras. La edad
avanzada es el principal factor de riesgo que se conoce, y por la experiencia
familiar, me atrevo a afirmar que la genética debe jugar algún papel en el
asunto, pues su madre, antes de morir de cáncer, ya mostraba los mismos signos
del padecimiento. El primer síntoma que
detectamos en papá fue la alteración de su memoria reciente; importantes
lagunas mentales respecto de lo que recién ejecutaba, momentáneas
desorientaciones respecto de lugares familiares o cosas cotidianas, y olvidos
respecto de lo que hacía y cuando lo hacía. Todo inicialmente leve pero
progresivo, hasta que el monstruo fue gradualmente adquiriendo mayor fuerza devastadora.
Hoy la dolencia ha abarcado aspectos esenciales de su capacidad intelectual, como
la pérdida de la habilidad para una comunicación coherente y el extravío de la
memoria procedural, o sea aquella que se asocia a tareas antes ejecutadas con facilidad
como lo es atarse un nudo, o incluso tragar con facilidad. También la perdida
de la memoria semántica, la cual abarca la información de los hechos básicos de
la vida práctica y de las relaciones interpersonales, como lo es saber para qué
sirve un cubierto, la función de una llave, o lo que para nosotros es más duro:
cuando se pierde la noción de la identidad propia y la de sus seres queridos.
Sin
embargo, a raíz de esa experiencia con mi padre, el Alzheimer se me confirma
como una discapacidad del intelecto racional, pero no una discapacidad del alma
y menos aún del espíritu. ¡Qué misterio insondable!, pues papá da muestras de
conservar allí intactas todas las capacidades de una consciencia afectiva, como
si la enfermedad se rindiera frustrada por no poder vencer una realidad, -la
del alma y el espíritu-, que es más potente que ella. Al llegar a visitarlo, pese
a que la capacidad cerebral de mi padre no sabe que es su hijo quien lo acompaña,
su corazón si lo sabe; de hecho, al verme sus manifestaciones de gozo son
inmediatas, traducidas en sonrisas y abrazos propios de un amor que aquel mal
no puede tocar. Es también para él un regocijo el lejano recuerdo del amor de
sus padres el cual, pese a todos sus quebrantos intelectuales, tiende a evocar
de cuando en cuando.
A
través de sus más de cincuenta años de ejercicio de la cirugía mi padre hizo el
bien a miles, y aunque para él ya es imposible comprender las capacidades
físicas e intelectuales que poseyó en ese campo, el Alzheimer ha potenciado en
él otras aptitudes, como las artísticas, joyas más propias del espíritu humano
y que ahora las expresa más. De hecho sus afanes por cantar y escuchar música
armoniosa se han acrecentado, como también contemplar la naturaleza en
interminables caminatas vespertinas. A ojos cerrados, se embelesa escuchando armonías
de los músicos de su generación, replicando a vos en cuello las letras de lo
que eran canciones que aún conserva ya no en su deteriorado intelecto, sino en
el fondo de su alma. Le he visto escapar lágrimas de emoción con las sublimes “El
día que me quieras” de Gardel, o con “Solamente una vez” de Agustín
Lara. Mi experiencia con papá me hace
coincidir plenamente con la Dra. Lewis, quien afirma que “si algo conservan los
pacientes de Alzheimer, es su habilidad para expresarse artísticamente hasta
las últimas etapas de la enfermedad.” Ciertamente el enfermo de Alzheimer
padece momentos de zozobra, pero una melodía armoniosa, o una caminata en algún
sendero que conserve flores, plantas y árboles al transitarlo, puede aquietar
sus afanes. Es igualmente sensible a los efectos de una oración dicha con
serenidad, o al tacto cariñoso y suave de un beso y un abrazo, sin necesidad de
usar palabras, que casi siempre están de más. Para ellos el contacto con un ser
querido es un bálsamo y un consuelo cuando su corazón está afligido, pues en
ese estado la comunicación más importante no es verbal, sino esa que se ofrece
directamente y sin palabras a la consciencia. En esencia, si bien no hay duda
que se han deteriorado gravemente sus potencias racionales, en él permanece una
inteligencia espiritual que le mantiene vivo su deleite ante la vida. Y es en
este hecho, el de la consciencia, en el que me detengo en una reflexión principal.
Al fin y al cabo, como sostuvo el Dr.John Searle, experto de la Universidad de
California en el tema: “el hecho más grande de nuestra existencia, después de
la vida, es el misterio de la consciencia.” En el Alzheimer se conserva un tipo
diferente de consciencia; si bien es cierto no es una consciencia
intelectualmente lúcida, si lo es plenamente en el plano afectivo. Una clara consciencia
respecto de quien nos ama, a quien amamos, y una suerte de mayor sensibilidad
respecto de todo lo estético en la creación que nos rodea.
Por
eso coincido con el filósofo Bernardo Kastrup, cuando nos recuerda que el
materialismo, que es la ideología de este mundo, es un embuste. Para el materialismo
la consciencia simplemente es derivación de configuraciones fortuitas de la realidad
física, impulsadas mecánicamente, y en donde no somos más que un accidente de
las probabilidades, una mera disposición de partículas mantenidas de forma
precaria “por el equilibrio termodinámico a través del metabolismo, y cuando
mueres, tu consciencia y todo lo que significa ser tú, -tus recuerdos,
personalidad y experiencias-, simplemente se habrá perdido para siempre. Por lo
que, para la visión materialista del mundo, no hay espacio para el significado
ni para el propósito.” Por el contrario, coincido con la sentencia que emitió en
el 2007, en la revista científica Nature el Dr. Simón Gröbalcher, eminente
investigador del departamento de nanociencia cuántica de la Universidad
tecnológica de Delft, quien se atrevió a afirmar que “la consciencia no se
puede reducir a materia porque, en primer lugar, resulta necesaria para que la
propia materia exista, debiendo ser ella misma fundamental y no derivada.” Así,
de la experiencia con mi padre resulta claro que, nuestro cerebro no es una máquina
biológica que simplemente procesa información y a partir de allí produce
consciencia, sino al contrario, es una suerte de radar que capta esa sublime realidad
universal que nos rodea, y aun cuando esté temporalmente incapacitado en sus
facultades plenas, mantiene activa el alma para captar lo esencial de ella.
fzamora@abogados.or.cr
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