Abogado constitucionalista.
Publicado en el periódico La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/columnistas/la-maldad-como-factor-social/HVI3GTRSQ5GGVLYV4L2P435NAY/story/
Además de la noticia del deceso en prisión del perverso Charles Manson,
en la página de sucesos de este diario, del pasado 8 de agosto, aparecía una nota
periodística que me dejó perplejo. En esta hora de sombras, las noticias nos
siguen llevando hasta el límite de nuestra capacidad de asombro. La nota aludía
a la monstruosa conducta de un padre que había sido detenido por publicar fotos
pornográficas de su hijita de cinco años. La incidencia que este tipo de atrocidades
tienen en nuestra sociedad, me llevan a reflexionar sobre el abuso del enfoque
excesivamente positivista que, tanto nuestra clase política, como los
profesionales de la ciencia social, usualmente hacemos de los problemas
sociopolíticos que nos aquejan. Nos aferramos al dogma de que la solución a los
problemas de una nación y su cultura, dependen exclusivamente de las
oportunidades socioeconómicas de sus ciudadanos. Y creo que ese error se deriva
del apego a un razonamiento excesivamente materialista. Si eso fuese así, ¿por
qué estamos empezando a superar en índices de criminalidad a Nicaragua, si ella
hoy sigue siendo una nación mucho más pobre que nosotros? De hecho el Informe
Regional para los años 2013-2014 del (PNUD), -que recoge datos de 18 países
latinoamericanos-, pone a Nicaragua como ejemplo de cómo la pobreza no
necesariamente genera violencia. Y puedo citar muchos casos más. Para ilustrar
mejor el punto, las estadísticas, de la que tanta mano echamos quienes hemos
sido formados en las ciencias sociales, demuestran que en Argentina, cuando años
atrás aumentó su PIB, sin embargo creció la actividad delictiva. Y en sentido
contrario, cuando en España la crisis multiplicó el desempleo, la criminalidad disminuyó;
pese a que evidentemente la pobreza había aumentado. Durante años estuve convencido
de que el problema del mal se circunscribía a un asunto de desigualdad, hasta
que las impertinentes estadísticas me demostraron que, por ejemplo en Asia, hay
muchos países en los que la desigualdad alcanza grados insospechados, y pese a
ello, la actividad delictiva es bajísima.
En todo caso, ¿es justo satanizar la pobreza al grado de creer que ella
es la causante de un hecho de maldad tan execrable como el que describí al
iniciar este artículo? Evidentemente no. De pensar así, caeríamos en un
reduccionismo peligroso. ¿Dónde radica entonces el origen del abrumador aumento
de maldad del que estamos siendo testigos? Es en este punto que el tema amerita
ser escudriñado. Pues bien, lo primero que debe anotarse es que la realidad de
la maldad no tiene una explicación taxativa. Esto, a pesar de que algunos especialistas
han pretendido reducir la cuestión a un problema estrictamente genético, para
lo cual se ha echado mano de diversas teorías: que la maldad está asociada al
cromosoma x que fabrica el código mao-a, hipótesis que posteriormente fue
desechada; o por ejemplo que la perversidad es resultado de una baja densidad
de neuronas en el sistema paralímbico, entre otros supuestos. En su reciente investigación
sobre el origen de la maldad publicada en el año 2012, el eminente especialista
en fisiología celular y molecular, Marcelino Cereijido, cuya línea de
investigación son las interacciones celulares, descarta la existencia de un gen
de maldad. En esencia, no existe, una conclusión tajante en torno a la cuestión
del mal. Lo definitivo, tal como explicó el astrofísico Hugh Ross, lo cierto es
que, “cual si existiese una mente bondadosa que así lo hubiese diseñado, las
leyes de la física están predispuestas para que, entre más depravada se vuelva
la persona, peores consecuencias sufra.”
No quiero dejar pasar la ocasión sin anotar algunas reflexiones que, en
medio de esta suerte de pesimismo generalizado en el ambiente, nos ofrezca un
poco de optimismo. Lo primero que se me viene a la mente es que, entiendo el
mal como la ausencia de un bien que debería estar presente. En otras palabras,
al igual que la oxidación no existe por sí sola, sino que es simplemente la
corrupción del hierro, el mal no es algo creado, sino la realidad de una
carencia en aquello que es bueno. Así las cosas, la bondad puede permitir el
mal, pero no producirlo de suyo. El mal tiene la funcionalidad de contrastar el
bien. No hay quien justiprecie mejor la bondad, que quien ha sufrido las
consecuencias del mal; algo así como el fenómeno de los claroscuros en las
obras de arte, donde las secciones oscuras son necesarias para resaltar la
bella imponencia de las iluminadas. Aún el hecho de que no comprendamos el
porqué de un determinado mal, no necesariamente por ello sea absurda su
existencia. Estoy
convencido de que no es posible que un ser libre pueda apreciar y valorar en
toda su dimensión el bien, si antes no ha experimentado los efectos del
sufrimiento. Incluso en la dimensión no moral del mal, como sucede en el caso
de las desgracias naturales a las que nos vemos expuestos. Lo que implica incluso que el inocente esté expuesto a
la posibilidad de sufrir el mal, pues si el mal lo sufrieran exclusivamente quienes
lo provocan, aquello no sería mal, sino justicia, y por lo tanto, otra
manifestación del bien; con lo cual no podríamos distinguir la diferencia entre
ambos.
Una segunda reflexión: la maldad moral es posible porque somos libres,
pues ciertamente sin libertad, la maldad podría impedirse. Pese a ello, muchos
coincidimos que la libertad es un bien superior que debemos defender con ardor,
a pesar de que, a causa de la libertad, somos capaces de hacer el mal. No cabe
duda de que los beneficios del libre albedrío, -que es nuestra capacidad de
actuar de una manera diferente al bien-, son innegables. Es la libertad la que
siempre nos da la posibilidad de escoger algo distinto, incluso la posibilidad
de rechazar a Aquel que nos la concedió. Y en este punto, otro colofón es que,
aunque la experiencia del dolor reforma a muchos, existen aquellos a quienes
los sufrimientos no los ablandan, sino que, por el contrario, los endurecen aún
más. Las estadísticas penitenciarias ratifican esta idea en relación a cierto
segmento de los presidiarios.
El mal es el grave precio de la libertad, pues cuando
el ser humano se decanta con firme decisión por el bien, es porque antes sufrió
la ausencia de éste, y de su valor en una dimensión total; caro precio para
amar todo aquello que es digno de ser abrazado. Eso implica el riesgo de que el
mal se manifieste aún en sus extremos más superlativos, como sucedió en
Auschwitz o Camboya. O ¿cuál creemos que es mejor:
un mundo sin libertad, en el que el mal es imposible, o uno en donde, dándonos
la posibilidad de conocer la tiniebla, optamos por lo que es luz? fzamora@abogados.or.cr