Abogado constitucionalista.
Publicado en el Periódico La Nación
El Presidente electo nos ha convocado a
los partidos políticos con representación legislativa, a la conformación de un
gobierno nacional por acompañamiento multipartidario. Esencialmente, la
mecánica de la propuesta consiste en la posibilidad de que, dentro de la mitad
menos uno de los Ministerios gubernamentales, a los partidos políticos no
ganadores de la contienda recién pasada, se nos asigne una cuota proporcional de tales cargos. A cambio de
dicha prerrogativa, cada Partido se compromete a apoyar una serie de
iniciativas previamente consensuadas. Algunos Partidos anunciaron de inmediato
la aceptación de la iniciativa; otros aún no se han pronunciado. En el caso de
Liberación Nacional, se tomó la decisión de celebrar y apoyar la iniciativa, no
sin antes advertir que no aceptaría cargos públicos en función de ello. Aquí lo
que realmente interesa es la receta, y no el cocinero. Amén del hecho de que, -tratándose
de un llamado a la concertación por el país-, no debe existir otro interés que
el patriótico. Pues bien, descrito el escenario, amerita analizar los elementos
básicos de lo que, a mi criterio, deben ser los parámetros o elementos de este
acuerdo. El primero de estos parámetros, señala que la base lógica a partir de
la cual construir un pacto inmediato, debe ser el acuerdo suscrito por todos
los Partidos políticos en el año 2017. Sin duda alguna, allí ya está buena
parte del camino recorrido. Los partidos no podrían oponerse a lo que
suscribieron. Lo que corresponde es honrar lo firmado, ejecutando en el
Congreso la aprobación de los proyectos de ley que traducen la implementación
de cada resolución pactada. Allí existe un marco de planteamientos en las materias
sensibles de nuestro desarrollo, como lo es la descentralización político-administrativa,
transporte público e infraestructura, reforma educativa integral, empleo
público, simplificación de trámites, y reformas a la seguridad social, entre
otros aspectos.
El segundo parámetro está condicionado por
el reto inmediato que tiene el gobierno electo, consistente en frenar la grave
hemorragia que desangra nuestras finanzas públicas. La situación se resume en
una sentencia implacable: estamos endeudados hasta el copete porque tenemos un
nivel de productividad que no puede sostener el caro aparato público que sostenemos.
Don Pepe Figueres decía que teníamos gusto de champagne con bolsillo de agua
dulce. Parafraseando su coloquial aforismo podemos afirmar que, teniendo
bolsillo de agua dulce, se ha generado una estructura pública cara como el champagne.
Ante tal desafío, el gobierno electo habrá de armarse de una doble valentía
para ello, pues su partido, -el PAC-, no solo aumentó sustancialmente ese gasto
en los últimos cuatro años, sino que ha sostenido un discurso ideológico que
prohíja un esquema estatista a la vieja usanza. Tanto así que los sectores
sindicales del Estado apostaron por ese partido, al extremo de que, uno de sus
sindicalistas prominentes, es segundo al mando en la fórmula presidencial. Además
resulta molesto detectar, un día sí y otro también, que la voluntad real de salida
al problema consiste simplemente en imponer nuevas cargas tributarias sobre las
espaldas de la sociedad civil. Esta solución desviste un santo para arropar al
otro. El gobierno no parece consciente de que limitarse a aumentar el peso
impositivo, desestimula la economía privada, que es la que suministra los
recursos a ese oso hambriento que es el Estado. Cuando terminen de arropar al
segundo santo, verán entonces desnudo al primero, y habrán caído en la cuenta
que no solucionaron el problema. Por ello, el reto inmediato es enfrentar el
desafío en materia de contención de gasto, sobre la base de los presupuestos
que paso a mencionar: erradicar los privilegios de la nomenklatura enquistada
en las entidades públicas. La evidencia histórica es que, una vez consolidadas
las burocracias que originalmente fueron instaladas para atender necesidades
específicas del desarrollo, a mitad del camino, éstas terminan convirtiéndose
en fines en sí mismas. La necesidad de garantizar la eficiencia de la
administración pública es otro presupuesto. La ineficiencia hace que el Estado,
originalmente destinado a resolver las urgencias del desarrollo, termine
convirtiéndose en parte del problema. Aquí cito un ejemplo a manera de ilustración:
en la comunidad de Palmichal de Acosta existe una loable iniciativa de turismo
rural comunitario. Fue emprendida por la misma comunidad y genera ingresos a
sus habitantes sin requerir de la asistencia estatal. Se trata de un proyecto
de protección de las nacientes del río Negro y Tabarcia, con su respectiva
cuenca en la zona. Además, el proyecto cuenta con zonas de alojamiento
ecológicamente sustentables. La iniciativa incluso, ha sido reconocida por
medios periodísticos, quienes han realizado reportajes divulgando su labor. Pues
resulta que he sido testigo de cómo el poder estatal, -por una u otra
nimiedad-, se ha dedicado a perseguirlos, llegando incluso al punto de amenazar
su propia existencia. Aquello es la
inversión del sentido y razón de ser del poder de imperio estatal. La mejora en
la eficiencia pública es urgente; iniciativas que busquen medidas que promueven
la desregulación de todas las actividades productivas, así como la
simplificación de trámites y procedimientos que estén asociados a ellas es un
presupuesto fundamental de la eficiencia pública.
Otros presupuestos de eficiencia como la
homologación de puestos en el sector descentralizado y en la administración
municipal, lineamientos comunes sobre gestión y calificación del empleado
público, así como el establecimiento de mecanismos rigurosos de evaluación en
función de resultados, son elementos indispensables a implementar en el
objetivo de dar eficiencia. El brutal atraso en la ejecución de obras públicas,
-sobre los cuales se pagan intereses de préstamos millonarios-, no es sino un
alarmante reflejo de nuestros actuales problemas de eficiencia pública. Otro
presupuesto de ahorro, implica erradicar la duplicidad de funciones estatales.
Costa Rica es un país con una población económicamente activa de apenas poco
más de dos millones de personas. No somos Brasil. Nada justifica que aquí
existan dos o más entidades públicas persiguiendo los mismos objetivos, o peor
aún, realizando las mismas funciones.
El último parámetro básico consiste en la
necesidad de reactivar la economía. Para ello, la responsabilidad del gobierno
será proponer las iniciativas que estimulen
dos de las vías más eficientes para ello: por una parte, el inventario de
ejecución de obra pública por medio de alianzas público-privadas, y por otra,
las políticas públicas que implementará en los próximos cuatro años para atraer
inversión en alta tecnología. El gobierno electo tiene la palabra. fzamora@abogados.or.cr
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