Dr. Fernando Zamora Castellanos
Los disturbios de octubre del 2019 me tomaron por sorpresa en Santiago de Chile, a donde había acudido cumpliendo con una invitación para disertar en el segundo encuentro de líderes católicos latinoamericanos. Azar del destino que me permitió, por segunda ocasión, ser testigo de un instante histórico, pues en 1992, siendo vicepresidente de la Conferencia de juventudes políticas latinoamericanas, tuve la oportunidad de estar con Carlos Andrés Pérez en Miraflores, apenas ocho días después de la intentona golpista de Chávez en Caracas. En ambas circunstancias la situación me resultó paradójica, pues fui testigo de levantamientos en sociedades que, a simple vista, parecían opulentas y prósperas. En aquel momento el poderío económico venezolano saltaba a la vista, y en el caso chileno, al momento de aquellos estallidos sociales de octubre del 2019, era el país con mayor desarrollo humano de América latina. Al punto que, según el índice del PNUD del 2019, Chile se encontraba como un país con una categoría de bienestar calificado como “muy alto”.
Es cierto que Chile es un país desigual, y aunque en
términos latinoamericanos la situación económica de Chile es de las más
satisfactorias de nuestro subcontinente, incluso en materia de acceso a las
oportunidades, la realidad es que también les afecta la desigualdad, que es un
problema que resulta difícil de contrarrestar en las sociedades ricas. Aunque
en términos generales, la economía chilena es mejor que la de sus vecinos,
queda demostrado que, en las sociedades prósperas, los descontentos ante la
desigualdad tienden a magnificarse. Sin embargo, resulta contradictorio que,
pese a que en Chile la mayor
debilidad en materia de ingreso, igualdad y desarrollo se concentra esencialmente
en las regiones del sur, el foco de
las protestas se generó en la región metropolitana de Santiago, donde el
ingreso es mayor. El problema de las revueltas tenía un trasfondo diferente.
¿Qué sucedía en una sociedad como la chilena en la que,
pese a ser la de mayor calidad de vida en el subcontinente, ciudadanos se
levantaran de esa manera? Lo primero que percibí fue que el grueso de los
manifestantes no eran obreros, sino básicamente jóvenes de la metrópoli que
actuaban con mera violencia vandálica en función de un objetivo: destruir propiedad,
patrimonio público y monumentos culturales. Muchas estaciones del metro, y
propiedades comerciales fueron incendiadas y buena parte de los monumentos y bienes
públicos arruinados. Además, en los vándalos
existían dos particularidades muy contrastantes: por una parte, era evidente
que la gran mayoría pertenecían a un estrato social medio socialmente
privilegiado, lo que era evidente por su vestimenta y aditamentos. Por otra, lo
que también resultaba evidente, era el caudal de adoctrinamiento ideológico que
los embargaba. Eso se colegía a partir de los lemas, consignas y propaganda con
la que ensuciaron la ciudad, muchísimas de esas consignas, por cierto,
relacionadas con temas asociados a las modernas guerras culturales y que no tenían
nada que ver con la situación socioeconómica de los sectores obreros. Era un
colectivo imbuido del conjunto de prejuicios y programaciones mentales, que son
tan eficaces para sustituir esa avidez de genuinos ideales que muchas veces
embarga a las almas en formación. Escribo de lo que fui testigo directo;
incluso en una ocasión quedé atrapado en los retenes vehiculares provocados por
las revueltas y testifiqué la conducta, actitud y condiciones de ellos.
Finalmente, el resultado negociado a raíz de los
movimientos, fue la decisión del gobierno de Sebastián Piñera de convocar a una
Asamblea constituyente. Las constituyentes por sí solas son simples
herramientas. Por esa razón, la pregunta de si se está o no de acuerdo con una
constituyente, está siempre mal planteada. Con lo que se puede estar a favor, o
no, es con el proyecto ideológico y político que finalmente se proponga en una
constituyente, y he allí el dilema chileno. La historia reciente de América
latina demuestra que, la estrategia de los populismos radicales para afianzarse
en el poder y destruir el sistema democrático, ha sido precisamente el de las
convocatorias a procesos constituyentes generales o el de las reformas
constitucionales estratégicas. Tal fue el caso de Venezuela, el de Bolivia,
Nicaragua y Ecuador. La norma general de los cambios constitucionales casi
siempre incluye, entre otras variantes, la posibilidad de relección indefinida,
las limitaciones a la libertad económica y al derecho de propiedad, las
prerrogativas para facilitar la concentración de poder en manos del gobernante,
el apelar a una reinterpretación de la historia, en razón de una nueva que
adoctrine a las generaciones más jóvenes, y el arrinconamiento de aquellas
instituciones que puedan ejercer disidencia, como lo es por ejemplo, la prensa
independiente o la iglesia.
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