Dr. Fernando Zamora Castellanos. Abogado constitucionalista
Aristóteles fue el filósofo
antiguo que desarrolló el concepto de “demagogia” para referirse a la
decadencia y corrupción de la democracia. El término “demagogia” está ya en
desuso por lo que ahora al fenómeno le llaman “populismo”, pero para efectos
prácticos es lo mismo. La demagogia, o populismo, es mucho más que la enfermedad de un determinado credo político, pues
como sutil herramienta estratégica, es indiferente a la ideología de quien la
utilice. Es una sociopatía política ideológicamente neutra, que puede ser
aplicada por personajes de cualquier espectro del mosaico doctrinario. Podríamos
resumir la retórica populista en cuatro características básicas: cambia sus
posiciones con facilidad y en razón exclusiva de objetivos inmediatos. No me
refiero a la reflexiva reversión de criterios, a la que todo estadista sensato
puede recurrir, sino a la actitud cínica que tiene el objetivo de acomodarse a
los vaivenes del capricho popular; al mejor estilo de la cita del comediante
Groucho Marx: “estos son mis principios,
pero si no te gustan, ¡tengo otros!”. La segunda característica es la sistematización, desde el poder, de un discurso implacable
y altamente ofensivo contra todo aquello que estorbe su camino. Es una diatriba
que azuza las disensiones y disconformidades que yacen en el “subsuelo
psíquico” de los sectores marginales; por ejemplo, el nazismo explotó la
fórmula a costa de las minorías étnicas. Un tercer elemento es que, al tener
vocación autoritaria, la retórica populista apela al ataque y desprestigio de
las instituciones democráticas. Si éstas entran en crisis, como está sucediendo
aquí hoy, lejos de promover un discurso responsable de reforma y corrección, el
demagogo incita invectivas agresivas contra los poderes que resguardan los
equilibrios sociales. Requiere romper la armonía cívica, pues es un oportunista
que “pesca en río revuelto”. Finalmente, la soflama de la sociopatía demagógica
siempre es grandilocuente. Como el populista finge ser mesías, necesita apelar
a un futuro mesiánico y refundacional; en sus peroratas, usualmente invoca
conceptos como “reconstrucción nacional”, “revolución”, “nueva constitución”,
“refundación del país” y todo género de altisonancias de esa ralea.
La garantía del sistema constitucional
democrático radica en la solidez de sus instituciones, que a la vez son fruto
de la cultura. Cuando se vive una decadencia de la cultura nacional, las
instituciones se debilitan, lo que provoca la crisis inmediata de la
democracia, y a partir de ella, la muerte del Estado de derecho. En síntesis: la democracia son sus
instituciones, la corrupción de éstas la demagogia, puerta del despotismo y la
violencia política.
En esencia, ¿cuáles son las instituciones
fundamentales de un sistema constitucional democrático? Las podemos resumir en
lo que son las ocho independencias fundamentales del sistema republicano. La primera y más básica de ellas, es la independencia
y majestad de la justicia. En una ocasión le preguntaron a José Figueres Ferrer,
cuál había sido el principal motivo de su insurrección armada, a lo que sin
titubeos contestó que la corrupción de los jueces: “cuando la corrupción llega
a los jueces, no hay otro camino que el de las armas”, espetó convencido. El
segundo fundamento de la constitucionalidad republicana es la independencia y
separación de los poderes públicos. Si bien uno de los síntomas de la demagogia
es el abuso del poder parlamentario, en sentido contrario, una señal unívoca de
tiranía es la del parlamento subordinado al poder total del gobernante. No
puede existir legitimidad democrática si no hay independencia, separación,
frenos y contrapesos entre los poderes estatales, al mejor decir de la vieja
receta ilustrada del Barón de Montesquieu. La tercera independencia, que
fundamenta la solidez republicana, es la de la prensa: allí donde los medios de
comunicación carecen de libertad para valorar, averiguar, e investigar, -con el
ulterior objetivo de publicar y denunciar lo descubierto-, se torna imposible
auditar moralmente al poder y ponerle límites éticos.
La cuarta independencia que es básica en
la vida democrática es la independencia del poder electoral. Si existe una vía rápida
para avasallar a una república, esa vía es convertir al tribunal electoral de
una nación, en apéndice del déspota de turno. En la historia reciente, el
paroxismo de tal aberración sucedió el pasado 5 de mayo en Venezuela, al
elegirse presidente del Consejo Nacional Electoral, nada menos y nada más que
al mismo ministro de educación del régimen de Maduro, -Pedro Calzadilla- quien,
además, fue ministro de Cultura del régimen de Hugo Chávez. La quinta
independencia que es cardinal para los sistemas democrático constitucionales,
es la independencia de las instituciones fiscalizadoras de la hacienda pública.
Una de las aberraciones de lo que, en su momento se denominó el
“presidencialismo imperial mexicano”, fue el hecho de que los contralores
responsables de la fiscalización del erario mexicano, eran meros lugartenientes
de los presidentes imperiales que en el pasado dirigían aquella república. Dicha
mal praxis político administrativa, sucedió a partir de la consolidación definitiva
de la revolución mexicana durante el gobierno de Lázaro “el Tata” Cárdenas, y hasta
el gobierno de Ernesto Zedillo, quien fue el último de los omnipotentes
jerarcas presidenciales que caracterizaron al México del siglo XX.
La sexta institución fundamental de un
adecuado régimen constitucional democrático, consiste en un parlamento
integrado por representantes que ostenten un alto nivel cultural. De la lectura
del libro de Edward Gibbon, acerca de la decadencia y ruina del imperio romano,
se colige que uno de los principales síntomas de aquella decadencia, lo eran
las circunstancias en las que, el otrora prestigioso senado romano, era tomado
por representantes pésimos. Por ejemplo, el historiador Juan Bautista Carrasco
refiere la situación de descomposición del senado romano, cuando el cruel
emperador Cayo Augusto Germánico, mejor conocido por su sobrenombre Calígula, en
un afán de humillar la mediocridad y servilismo de sus senadores, intentó
nombrar cónsul a su caballo Incitatus, de tal forma que, con dicho
nombramiento, se le hubiese permitido a la bestia un escaño allí.
La ultra fragmentación del poder político
es otra manifestación de la demagogia. ¿Qué es un Estado
fallido?, esencialmente, donde no es posible ejercer la autoridad. Es un “Estado
insular”, donde el poder está peligrosamente atomizado; en los estados
insulares el poder se fracciona en pequeños archipiélagos, o feudos autónomos,
de tal forma que cada fragmento, se anula recíprocamente hasta perder toda
eficacia. Ello inmoviliza la toma de decisiones como resultado de un exagerado
desmembramiento político por la vía de una “democracia de cuotas”. Así pues, en momentos en que nos anuncian una poco seria
papeleta presidencial de 27 candidatos, advertidos estamos. fzamora@abogados.or.cr
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