Dr. Fernando Zamora Castellanos.Abogado constitucionalista
En
su columna del 6 de noviembre, Armando Gonzalez advertía que el camino
autocrático de Nicaragua se había urdido sutilmente desde años atrás. Lo cito para
lo que nos interesa: “La obsecuente Asamblea Nacional venía preparando el
terreno con la aprobación de un marco jurídico represivo, donde destaca la ley
de Regulación de Agentes Extranjeros...En diciembre aprobaron un proyecto con
título orwelliano: Ley de defensa de los derechos del pueblo a la
independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz.” Ciertamente, tal y como Gonzalez denunció,
esos son proyectos que imponen penas severísimas por acciones inofensivas e incluso
conductas usuales en la vida democrática y económica de una nación. ¿Cuál es la
característica principal de esas normas? Esencialmente dos: la imprecisión del
tipo de conducta a castigar y, por otra parte, lo draconiano o severo de su
sanción. Así se aprobó la tipificación criminal de conductas muy imprecisas
como lo es “menoscabar la autodeterminación del país”, “incitar a la injerencia
extranjera” o, por ejemplo, el simple hecho de ser parte de una fundación que recibe
cooperación económica internacional.
Invocando
esas nuevas leyes, se encarceló a la mayoría de los líderes de la oposición,
por el simple hecho de dar declaraciones agresivas contra el gobierno, o por acciones
tan inofensivas como recibir fondos de cooperación internacional destinadas a
fundaciones culturales. Aprobar estas leyes era indispensable para consolidar
el Estado policial de Ortega, puesto que los Estados policiales, -o vigilantes-,
están caracterizados por leyes que penalizan severamente tipos de conducta
imprecisas y ambiguas. La vaguedad de la norma es indispensable para que el
represor tenga plena libertad de interpretar a su capricho la mejor manera de
“vigilar y castigar”, como titulaba Foucalt.
Ahora
bien, al tiempo que me solidarizo con la situación de Nicaragua, he venido
advirtiendo que, de un tiempo para acá, algunos políticos costarricenses están
cayendo en la tentación de hacer del nuestro un Estado policial, y así dirigirnos
hacia una sociedad cerrada. Espero que tal tendencia no sea por mala fe, sino
por esa manía de la actual clase política, -claramente mediocre-, que tiene la
superstición de que la solución para resolver los desafíos que se le presentan,
es imponer cada día más controles y regulaciones a la vida y conducta de los
ciudadanos, lo cual es un error evidente.
Como
ilustración de esa tentación de convertir al país en un Estado vigilante y
castigador, hay varias acciones e iniciativas que en los últimos días se han
estado generando. Resumo algunas: un primer ejemplo es el proyecto #21.706, que
pretende otorgarles a inspectores del Estado, prácticamente por sí solos, poderes
totales para cerrar empresas después de inspeccionarlas. Para ello les basta la
firma de su propia jefatura regional, e invocar la prueba que eventualmente ellos
mismos recaben, la cual se considerará “calificada”. Otro peligrosísimo ejemplo
es el de la nueva ofensiva para imponer -por otra vía y utilizando otro
portillo-, la llamada ley mordaza para criminalizar opiniones políticas. Esta
vez, la estrategia usada es la firma del Convenio contra la discriminación e
intolerancia, el cual posee tipos penales indeterminados para criminalizar
posiciones políticas que vayan en contra del discurso oficial. Inicialmente
este proyecto se intentó bajo el expediente #20174, que cayó en desgracia el 28
de mayo del 2019, cuando fue denunciado por el periódico La Nación como una ley
de odio que amordazaba además el trabajo periodístico.
Si no discernimos
las implicaciones escondidas tras los conceptos jurídicos, las expresiones de
ese tipo de proyectos de ley nos resultarán simplemente frases llenas de buenas
intenciones. Pero la realidad es que ellas encierran graves devaluaciones a la
libertad. Son amenazas a la ciudadanía y a los medios periodísticos, que se ocultan
bajo la inocente apariencia de defender los derechos humanos. Aquel proyecto de
ley, que hoy pretenden aprobar bajo la figura de convenio internacional,
originalmente imponía 3 años de cárcel a todo aquel que realizara actos que el
proyecto denominaba de “discriminación cultural”, y además imponía otra pena
idéntica a aquel que publique información que “discrimine culturalmente”. La
pena se agravaría si tal discriminación era hecha por los medios de
comunicación. Aquí la pregunta es, ¿qué significa discriminar culturalmente? Casi cualquier forma de ejercer la cultura
ciudadana implica asumir una cosmovisión particular de la existencia. El simple
hecho de asumir una filosofía -o una ideología-, es un acto propio de cultura.
Así las cosas, cuando asumo una convicción, es porque he decidido discriminar
otras. Si decidí ser demócrata cristiano, es porque discriminé otro tipo de opciones
políticas o filosóficas contradictorias a ella. Si soy democristiano, es porque
discriminé ser existencialista o, por ejemplo, marxista. Si abracé convicciones
judeocristianas, es porque discriminé una cosmovisión materialista o atea de la
existencia. Escoger es discriminar. Desde esa perspectiva, lo que este tipo de
proyectos provocan, es criminalizar el ejercicio del derecho a asumir cualquier
convicción cultural.
Otras tentaciones
típicas de un Estado policíaco, y en las que ha incurrido nuestra clase
política recientemente, es la de vigilar la vida privada de los ciudadanos,
como sucedió con la UPAD y las pruebas FARO. En su magistral obra Stasiland,
-dedicada a la etapa histórica del Estado totalitario de la Alemania del Este-,
su autora Ana Funder, afirmaba que en los Estados policíacos se privilegia el
orden por encima de la justicia, y tal perfeccionamiento del orden y la
eficacia administrativa, implica la imposición de innumerables normas y de
procedimientos intrincados que deben ser cumplidos a pie juntillas. La gente
resulta absorta por la completa y obediente implementación del sistema, y así, empantanada
en la gestión del día a día, pierde la noción de lo absurdo que obedece. En su
obra sobre la banalidad del mal, también Hanna Arendt alertaba sobre los
peligros de la obediencia de las normas cuando no se discrimina antes si éstas
son convenientes. fzamora@abogados.or.cr
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