viernes, 17 de diciembre de 2021

RIESGOS POLITICOS CONTRA LA SEGURIDAD JURIDICA

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos.Abogado constitucionalista

 

Tres son las variables que representan riesgos de cambio crítico que amenazan la actividad emprendedora: las catástrofes naturales, las fluctuaciones económicas drásticas e imprevisibles, y las decisiones políticas que violentan la seguridad jurídica de la sociedad civil. Por espacio sería aquí imposible analizarlas todas, por lo que me limitaré a hacerlo con la tercera variable indicada.

 

Las decisiones políticas que atentan contra la seguridad jurídica de la actividad emprendedora se delimitan en siete clasificaciones, definidas según la naturaleza de sus características. En primer término, -la más grave de todas-, son las medidas que tienen por objeto desmantelar las instituciones republicanas con intenciones autoritarias. En los últimos años, la trama típica de este ejercicio manipulador del poder, han sido los procesos constituyentes o las resoluciones de los tribunales constitucionales que tienen como propósito eliminar los límites a las reelecciones presidenciales, debilitar los frenos y contrapesos propios de la división de los poderes y quitarle independencia al poder electoral. Ilustración de lo anterior, fue cuando en noviembre del 2017, el Tribunal Constitucional Plurinacional de Bolivia falló prevaricando a favor de las intenciones del mandatario de reelegirse indefinidamente, después que el expresidente Evo Morales perdió el referendo del 2016, en el que intentó anular la limitación impuesta por la Constitución boliviana que establecía que no se podía gobernar por más de dos periodos consecutivos. Así sucedió también con las reformas de enero del 2014 en Nicaragua, cuando la mayoría de los parlamentarios sandinistas aprobaron una reforma constitucional que cambió 40 artículos constitucionales para, además de la reelección indefinida, establecer la posibilidad de elegir al presidente en primera vuelta con mayoría simple, otorgando además al Presidente -entre otros abusos-, la facultad de emitir decretos con fuerza de ley. Ni qué decir de los excesos autorizados en las dos constituyentes instituidas por el chavismo en Venezuela, la primera de ellas en 1999, y la segunda en el 2017, ésta última instaurada con la clara intención de burlar el resultado de las elecciones parlamentarias del 2015.

La segunda clasificación corresponde a los cambios políticos que tienen por objetivo modificar el sistema en provecho de intereses particulares, lo cual por cierto, es el último grado en la escala de corrupción, pues algo peor que transgredir la ley es ajustarla a interesada conveniencia. Como bien lo decía Saramago, refiriéndose a un ex primer ministro italiano: no es que desobedezca leyes, sino, peor todavía, las manda fabricar para salvaguarda de sus intereses públicos y privados, de político-empresario…” 

En tercer orden, están las decisiones políticas que alteran las reglas del juego de la actividad productiva, especialmente cuando esas medidas son de naturaleza absolutamente invasiva, como es prohibir totalmente actividades económicas, tal como sucedió en nuestro país durante muchos años con la actividad aseguradora, la cual fuera del alcance público estaba prohibida, pese a ser una actividad económica que no era estratégica para la seguridad nacional. O como sucedió durante la administración Solís, cuando se prohibió importar aguacate mexicano. La cuarta clasificación corresponde a las decisiones políticas que aumentan el costo de legalidad. Uno de los más graves problemas que tiene nuestro país, es esa manía de la actual clase burocrática, -claramente mediocre-, que tiene la superstición de que la solución para resolver los desafíos que se le presentan, es imponer cada vez más trámites, requisitos y condiciones al ciudadano, con lo cual se aumenta el “costo de legalidad” que es el valor o precio, -ya sea en horas trabajo, o en dinero-, en que las personas incurren para mantenerse al día con todas las exigencias que las autoridades públicas le demandan al ciudadano para operar. Son los infinitos requisitos, permisos, patentes, impuestos, cargas públicas, tasas, multas, pagos profesionales, tiempos de espera y demás gestiones menores que se exigen para trabajar, emprender, o sostener una empresa. Mucho de ese costo de legalidad se difumina en acciones estériles, que no agregan valor real de encadenamiento, pues no derivan en la creación de algún bien socialmente tangible.  Peor aún, en muchas ocasiones tal costo de legalidad, además de infecundo, bloquea y obstaculiza la productividad, lo cual es un daño aún mayor que la simple esterilidad, pues tal y como afirma Hernando de Soto, así como las sociedades prósperas son aquellas donde es más fácil llevar a los hechos todas aquellas ideas, anhelos y aspiraciones empresariales que imaginamos, en sentido contrario, las sociedades se empobrecen cuando es difícil materializar lo que soñamos. Es una relación proporcionalmente inversa: entre más fácil sea ejecutar nuestras quimeras, la sociedad será más prospera, y entre más difícil sea dicha ejecución, la prosperidad será menor.

 

La quinta clasificación de acciones que atentan contra la seguridad jurídica emprendedora corresponde al abuso en el gasto público en rubros que no son inversión, o peor aún, la corrupción como tal. Según el último informe del BID sobre corrupción en América Latina, ésta le cuesta anualmente a la región US$220.000 millones, una cifra con la que se podría haber solucionado la pobreza extrema en el subcontinente. La sexta clasificación corresponde a todas aquellas políticas que limitan las libertades fundamentales de los individuos, como sucedió en nuestro país cuando se prohibían las universidades privadas y se conculcaba así el derecho fundamental de los ciudadanos a la libertad educativa. Por último, están las decisiones políticas que se toman sin respetar los procesos de gradualidad, y que alteran así la estabilidad institucional y económica. En su obra sobre las leyes subliminales del poder, Robert Greene advertía sobre el peligro de excederse en los procesos de cambio o reforma. Los cambios sin gradualidad generan caos e inestabilidad, incluso aquellos que se ejecutan de buena fe. Ejemplo de ello fue la abrupta imposición del paquete fiscal del 2018, que estableció un nuevo impuesto que arrancó desde el 13%, lo que rompió la tradición de gradualidad que nos caracterizaba, en donde los impuestos siempre nacieron dentro de una base impositiva razonable, para con el tiempo ir aumentándola, como sucedió con el impuesto de ventas, que nació en un 5%. Para finales del 2019, esa política de shock tributario provocó aquí una drástica caída en nuestros indicadores económicos. fzamora@abogados.or.cr

TENTACION DEL ESTADO POLICIAL

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos.Abogado constitucionalista

 

En su columna del 6 de noviembre, Armando Gonzalez advertía que el camino autocrático de Nicaragua se había urdido sutilmente desde años atrás. Lo cito para lo que nos interesa: “La obsecuente Asamblea Nacional venía preparando el terreno con la aprobación de un marco jurídico represivo, donde destaca la ley de Regulación de Agentes Extranjeros...En diciembre aprobaron un proyecto con título orwelliano: Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz.”  Ciertamente, tal y como Gonzalez denunció, esos son proyectos que imponen penas severísimas por acciones inofensivas e incluso conductas usuales en la vida democrática y económica de una nación. ¿Cuál es la característica principal de esas normas? Esencialmente dos: la imprecisión del tipo de conducta a castigar y, por otra parte, lo draconiano o severo de su sanción. Así se aprobó la tipificación criminal de conductas muy imprecisas como lo es “menoscabar la autodeterminación del país”, “incitar a la injerencia extranjera” o, por ejemplo, el simple hecho de ser parte de una fundación que recibe cooperación económica internacional.    

Invocando esas nuevas leyes, se encarceló a la mayoría de los líderes de la oposición, por el simple hecho de dar declaraciones agresivas contra el gobierno, o por acciones tan inofensivas como recibir fondos de cooperación internacional destinadas a fundaciones culturales. Aprobar estas leyes era indispensable para consolidar el Estado policial de Ortega, puesto que los Estados policiales, -o vigilantes-, están caracterizados por leyes que penalizan severamente tipos de conducta imprecisas y ambiguas. La vaguedad de la norma es indispensable para que el represor tenga plena libertad de interpretar a su capricho la mejor manera de “vigilar y castigar”, como titulaba Foucalt.

Ahora bien, al tiempo que me solidarizo con la situación de Nicaragua, he venido advirtiendo que, de un tiempo para acá, algunos políticos costarricenses están cayendo en la tentación de hacer del nuestro un Estado policial, y así dirigirnos hacia una sociedad cerrada. Espero que tal tendencia no sea por mala fe, sino por esa manía de la actual clase política, -claramente mediocre-, que tiene la superstición de que la solución para resolver los desafíos que se le presentan, es imponer cada día más controles y regulaciones a la vida y conducta de los ciudadanos, lo cual es un error evidente.

Como ilustración de esa tentación de convertir al país en un Estado vigilante y castigador, hay varias acciones e iniciativas que en los últimos días se han estado generando. Resumo algunas: un primer ejemplo es el proyecto #21.706, que pretende otorgarles a inspectores del Estado, prácticamente por sí solos, poderes totales para cerrar empresas después de inspeccionarlas. Para ello les basta la firma de su propia jefatura regional, e invocar la prueba que eventualmente ellos mismos recaben, la cual se considerará “calificada”. Otro peligrosísimo ejemplo es el de la nueva ofensiva para imponer -por otra vía y utilizando otro portillo-, la llamada ley mordaza para criminalizar opiniones políticas. Esta vez, la estrategia usada es la firma del Convenio contra la discriminación e intolerancia, el cual posee tipos penales indeterminados para criminalizar posiciones políticas que vayan en contra del discurso oficial. Inicialmente este proyecto se intentó bajo el expediente #20174, que cayó en desgracia el 28 de mayo del 2019, cuando fue denunciado por el periódico La Nación como una ley de odio que amordazaba además el trabajo periodístico.

 

Si no discernimos las implicaciones escondidas tras los conceptos jurídicos, las expresiones de ese tipo de proyectos de ley nos resultarán simplemente frases llenas de buenas intenciones. Pero la realidad es que ellas encierran graves devaluaciones a la libertad. Son amenazas a la ciudadanía y a los medios periodísticos, que se ocultan bajo la inocente apariencia de defender los derechos humanos. Aquel proyecto de ley, que hoy pretenden aprobar bajo la figura de convenio internacional, originalmente imponía 3 años de cárcel a todo aquel que realizara actos que el proyecto denominaba de “discriminación cultural”, y además imponía otra pena idéntica a aquel que publique información que “discrimine culturalmente”. La pena se agravaría si tal discriminación era hecha por los medios de comunicación. Aquí la pregunta es, ¿qué significa discriminar culturalmente?  Casi cualquier forma de ejercer la cultura ciudadana implica asumir una cosmovisión particular de la existencia. El simple hecho de asumir una filosofía -o una ideología-, es un acto propio de cultura. Así las cosas, cuando asumo una convicción, es porque he decidido discriminar otras. Si decidí ser demócrata cristiano, es porque discriminé otro tipo de opciones políticas o filosóficas contradictorias a ella. Si soy democristiano, es porque discriminé ser existencialista o, por ejemplo, marxista. Si abracé convicciones judeocristianas, es porque discriminé una cosmovisión materialista o atea de la existencia. Escoger es discriminar. Desde esa perspectiva, lo que este tipo de proyectos provocan, es criminalizar el ejercicio del derecho a asumir cualquier convicción cultural.

 

Otras tentaciones típicas de un Estado policíaco, y en las que ha incurrido nuestra clase política recientemente, es la de vigilar la vida privada de los ciudadanos, como sucedió con la UPAD y las pruebas FARO. En su magistral obra Stasiland, -dedicada a la etapa histórica del Estado totalitario de la Alemania del Este-, su autora Ana Funder, afirmaba que en los Estados policíacos se privilegia el orden por encima de la justicia, y tal perfeccionamiento del orden y la eficacia administrativa, implica la imposición de innumerables normas y de procedimientos intrincados que deben ser cumplidos a pie juntillas. La gente resulta absorta por la completa y obediente implementación del sistema, y así, empantanada en la gestión del día a día, pierde la noción de lo absurdo que obedece. En su obra sobre la banalidad del mal, también Hanna Arendt alertaba sobre los peligros de la obediencia de las normas cuando no se discrimina antes si éstas son convenientes.  fzamora@abogados.or.cr  

DESATINOS LEGISLATIVOS

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos. Abogado constitucionalista

 

Días atrás afirmé que la demagogia -decadencia de la democracia- es el gran peligro de los sistemas constitucionales; uno de sus síntomas típicos, es un parlamento integrado por representantes que reflejen un bajo nivel cultural. Una vía para reconocer el bagaje intelectual de un parlamentario, es su discernimiento a la hora de otorgar un honor legislativo. Dadas las consecuencias que para la cultura nacional acarrea, los honores parlamentarios son una acción cívico-cultural de primerísimo nivel, y, por tanto, un delicado acto de selección y discriminación sobre el contexto, trasfondo histórico, hechos y circunstancias relacionadas con el personaje que se quiere honrar. En otras palabras, es una decisión cardinal que depende de la profundidad intelectual del congresista, y tal profundidad no se improvisa: se tiene o no. El legislador no puede, a última hora, correr a averiguar quién será el fulano que desean honrar, porque nunca podrá entender cuál fue el contexto histórico de su época, ni en qué radica la fuerza de su aporte y de su obra. Así sucedió recientemente, con el fallido intento de ciudadanía de honor del insigne escritor Sergio Ramírez, premio Cervantes de literatura. Sergio no solo tiene atributos como hombre de letras para cualquier gran distinción de naturaleza cultural, sino que, -muerto ya Ernesto Cardenal-, tal vez hoy sea el personaje vivo más importante de la historia política y cultural de Nicaragua. Pero sobre todo, por las circunstancias actuales, dicha ciudadanía de honor era una decisión política vital para alimentar la fuerza moral de nuestra democracia, auxiliando diplomáticamente a un perseguido político, y así apoyar la causa democrática de nuestro hermano país. Su designación como ciudadano de honor naufragó, por la exigencia de varios diputados que prefirieron detener la causa honoraria, con el objetivo de averiguar quién era el fulano que algunos pretendían honrar. Básicamente por ignorancia.

 

A ese desaguisado, se suman otros yerros de una reciente mal escrita historia de las honras legislativas, como lo es el hecho de confundir el rango y especialidad de los honores que se han dado en nuestro país. Para información básica de nuestro parlamento, hoy tan venido a menos, y para comprender sus últimos desatinos en materia de distinciones, amerita explicar la condición histórica de los distintos honores.  Por ejemplo, la ciudadanía de honor, por la propia condición del mérito, siempre se destinó a las grandes personalidades extranjeras que hicieron algún tipo de contribución vital para nuestro país, o a la humanidad. Así se distinguió a extranjeros como el médico corso Antonio Giustiniani, al político estadounidense Franklin Delano Roosevelt, o al polaco Juan Pablo Segundo, hoy Santo. Para los costarricenses o residentes en nuestro país, están las distintas clasificaciones de benemeritazgos, según el tipo de contribución hecha a la Patria. Así entonces está el Benemérito de la Patria, para honrar el aporte general a la vida sociopolítica e intelectual del país. O bien a Valeriano Fernández Ferraz se le declaró específicamente Benemérito de la Enseñanza, por ser organizador de nuestra educación secundaria. En 1943, a Clorito Picado, se le otorgó el benemeritazgo de la patria por sus aportes a la ciencia, y como Beneméritos de las Letras patrias, según acuerdos legislativos de 1953, se honró a Manuel González Zeledón (Magón), y a Don Aquileo Echeverría, autor de nuestras concherías.

Quienes decretaron esos honores entendían las diferencias, y por ello los honraron con los títulos correctos, según la naturaleza de su aporte. El merecido honor de los beneméritos de la cultura artística costarricense, Isidro Con o Fernando Carballo, debió darse correctamente como beneméritos del arte o la cultura plástica. Haberlos nombrado ciudadanos de honor, contraviene dos realidades: la primera, -como ya se ha demostrado-, que ese mérito fue diseñado para los extranjeros y, por otra parte, porque darles una ciudadanía no discierne el mérito adecuado que ostentan, la de ser figuras señeras de nuestra cultura plástica. Esa decisión refleja lo que ha sido tan usual hoy en nuestro parlamento, una carencia total de criterio para tomar decisiones.

 

Otro craso error, que en los últimos años cometen los legisladores, es la manía de honrar entidades públicas. No dudo de las instituciones honradas con el benemeritazgo, sin embargo, a partir del principio de legalidad, la idea de declarar benemérita a una entidad, -en especial a una pública-, refleja el desconocimiento que nuestros congresistas tienen respecto de los fines constitucionales de las instituciones. Desde que una institución se crea, -por imperativo de ley-, su objetivo es benemérito, o sea, son beneméritas por antonomasia. Emitir un decreto legislativo donde se “re-declare” tal condición por encima de otras entidades, -como por ejemplo se ha hecho con universidades públicas declaradas Beneméritas de la Cultura-, crea una situación de excepción inconstitucional. Como bien señaló el historiador Guillermo Solera Rodríguez: “los honores son para estimular en la ciudadanía el fomento de las virtudes patrióticas”. No son para hacer excepciones entre una institución pública y otra. A mi hijo cirujano, -quien heredó esa vocación de sus abuelos-, siempre lo motivo para que se inspire en los méritos de sus ancestros, o de próceres de la medicina como el Dr. Sáenz Herrera, el Dr. Joaquín Sainz Gadea, -héroe español de la medicina en el Congo-, o del Dr. Ricardo Moreno Cañas. Nunca se me ocurriría sugerirle que emule los valores de algún Hospital, por muy benemérito que éste sea.

 

Finalmente, lo más grave es cuando se intenta inmortalizar a personajes sin el mérito adecuado. El benemeritazgo es algo serio. No se trata de que alguna congresista conoce bien de un personaje popular de la farándula y el entretenimiento, y entonces le interese homenajearla por consideraciones relativas a ese tipo de actividades, ajenas a lo que estrictamente es una verdadera impronta en beneficio del país, o la humanidad. Por cierto, me informan que, en estos días, algo así se intenta.  fzamora@abogados.or.cr

EVITAR EL ATAJO DE LA DEMAGOGIA

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos. Abogado constitucionalista

 

Aristóteles fue el filósofo antiguo que desarrolló el concepto de “demagogia” para referirse a la decadencia y corrupción de la democracia. El término “demagogia” está ya en desuso por lo que ahora al fenómeno le llaman “populismo”, pero para efectos prácticos es lo mismo. La demagogia, o populismo, es mucho más que la enfermedad de un determinado credo político, pues como sutil herramienta estratégica, es indiferente a la ideología de quien la utilice. Es una sociopatía política ideológicamente neutra, que puede ser aplicada por personajes de cualquier espectro del mosaico doctrinario. Podríamos resumir la retórica populista en cuatro características básicas: cambia sus posiciones con facilidad y en razón exclusiva de objetivos inmediatos. No me refiero a la reflexiva reversión de criterios, a la que todo estadista sensato puede recurrir, sino a la actitud cínica que tiene el objetivo de acomodarse a los vaivenes del capricho popular; al mejor estilo de la cita del comediante Groucho Marx: “estos son mis principios, pero si no te gustan, ¡tengo otros!”. La segunda característica es la sistematización, desde el poder, de un discurso implacable y altamente ofensivo contra todo aquello que estorbe su camino. Es una diatriba que azuza las disensiones y disconformidades que yacen en el “subsuelo psíquico” de los sectores marginales; por ejemplo, el nazismo explotó la fórmula a costa de las minorías étnicas. Un tercer elemento es que, al tener vocación autoritaria, la retórica populista apela al ataque y desprestigio de las instituciones democráticas. Si éstas entran en crisis, como está sucediendo aquí hoy, lejos de promover un discurso responsable de reforma y corrección, el demagogo incita invectivas agresivas contra los poderes que resguardan los equilibrios sociales. Requiere romper la armonía cívica, pues es un oportunista que “pesca en río revuelto”. Finalmente, la soflama de la sociopatía demagógica siempre es grandilocuente. Como el populista finge ser mesías, necesita apelar a un futuro mesiánico y refundacional; en sus peroratas, usualmente invoca conceptos como “reconstrucción nacional”, “revolución”, “nueva constitución”, “refundación del país” y todo género de altisonancias de esa ralea.

 

La garantía del sistema constitucional democrático radica en la solidez de sus instituciones, que a la vez son fruto de la cultura. Cuando se vive una decadencia de la cultura nacional, las instituciones se debilitan, lo que provoca la crisis inmediata de la democracia, y a partir de ella, la muerte del Estado de derecho.  En síntesis: la democracia son sus instituciones, la corrupción de éstas la demagogia, puerta del despotismo y la violencia política.

 

En esencia, ¿cuáles son las instituciones fundamentales de un sistema constitucional democrático? Las podemos resumir en lo que son las ocho independencias fundamentales del sistema republicano.  La primera y más básica de ellas, es la independencia y majestad de la justicia. En una ocasión le preguntaron a José Figueres Ferrer, cuál había sido el principal motivo de su insurrección armada, a lo que sin titubeos contestó que la corrupción de los jueces: “cuando la corrupción llega a los jueces, no hay otro camino que el de las armas”, espetó convencido. El segundo fundamento de la constitucionalidad republicana es la independencia y separación de los poderes públicos. Si bien uno de los síntomas de la demagogia es el abuso del poder parlamentario, en sentido contrario, una señal unívoca de tiranía es la del parlamento subordinado al poder total del gobernante. No puede existir legitimidad democrática si no hay independencia, separación, frenos y contrapesos entre los poderes estatales, al mejor decir de la vieja receta ilustrada del Barón de Montesquieu. La tercera independencia, que fundamenta la solidez republicana, es la de la prensa: allí donde los medios de comunicación carecen de libertad para valorar, averiguar, e investigar, -con el ulterior objetivo de publicar y denunciar lo descubierto-, se torna imposible auditar moralmente al poder y ponerle límites éticos.

 

La cuarta independencia que es básica en la vida democrática es la independencia del poder electoral. Si existe una vía rápida para avasallar a una república, esa vía es convertir al tribunal electoral de una nación, en apéndice del déspota de turno. En la historia reciente, el paroxismo de tal aberración sucedió el pasado 5 de mayo en Venezuela, al elegirse presidente del Consejo Nacional Electoral, nada menos y nada más que al mismo ministro de educación del régimen de Maduro, -Pedro Calzadilla- quien, además, fue ministro de Cultura del régimen de Hugo Chávez. La quinta independencia que es cardinal para los sistemas democrático constitucionales, es la independencia de las instituciones fiscalizadoras de la hacienda pública. Una de las aberraciones de lo que, en su momento se denominó el “presidencialismo imperial mexicano”, fue el hecho de que los contralores responsables de la fiscalización del erario mexicano, eran meros lugartenientes de los presidentes imperiales que en el pasado dirigían aquella república. Dicha mal praxis político administrativa, sucedió a partir de la consolidación definitiva de la revolución mexicana durante el gobierno de Lázaro “el Tata” Cárdenas, y hasta el gobierno de Ernesto Zedillo, quien fue el último de los omnipotentes jerarcas presidenciales que caracterizaron al México del siglo XX.

 

La sexta institución fundamental de un adecuado régimen constitucional democrático, consiste en un parlamento integrado por representantes que ostenten un alto nivel cultural. De la lectura del libro de Edward Gibbon, acerca de la decadencia y ruina del imperio romano, se colige que uno de los principales síntomas de aquella decadencia, lo eran las circunstancias en las que, el otrora prestigioso senado romano, era tomado por representantes pésimos. Por ejemplo, el historiador Juan Bautista Carrasco refiere la situación de descomposición del senado romano, cuando el cruel emperador Cayo Augusto Germánico, mejor conocido por su sobrenombre Calígula, en un afán de humillar la mediocridad y servilismo de sus senadores, intentó nombrar cónsul a su caballo Incitatus, de tal forma que, con dicho nombramiento, se le hubiese permitido a la bestia un escaño allí.

 

La ultra fragmentación del poder político es otra manifestación de la demagogia. ¿Qué es un Estado fallido?, esencialmente, donde no es posible ejercer la autoridad. Es un “Estado insular”, donde el poder está peligrosamente atomizado; en los estados insulares el poder se fracciona en pequeños archipiélagos, o feudos autónomos, de tal forma que cada fragmento, se anula recíprocamente hasta perder toda eficacia. Ello inmoviliza la toma de decisiones como resultado de un exagerado desmembramiento político por la vía de una “democracia de cuotas”. Así pues, en momentos en que nos anuncian una poco seria papeleta presidencial de 27 candidatos, advertidos estamos. fzamora@abogados.or.cr

¿POR QUÉ NORUEGA CAERÍA EN EL INDICE DE DESARROLLO

 Dr. Fernando Zamora Castellanos.Abogado constitucionalista

 

De acuerdo al último informe que prepara la Conferencia de Cambio climático (COP 26), los gases contaminantes que deberían disminuir un 45% en la década 2020-2030 para llegar en 2050 al carbono neutral, por el contrario, éstos están aumentando. De acuerdo al resultado de las contribuciones y compromisos de los países, lo que se refleja es un sostenido incremento de las actuales emisiones de gases contaminantes, las cuales, a este ritmo de crecimiento, provocarían un incremento de 2,7% de la temperatura global del planeta para el final del siglo XXI. Un resultado catastrófico para mantener la vida de los actuales ecosistemas, incluyendo la vida humana en sociedad tal y como la hemos disfrutado. Así lo anda advirtiendo a voz en cuello Antonio Guterres, el Secretario General de la ONU, tal y como lo hizo en la reciente entrevista que le ofreció al sistema de televisión española.

A lo anterior se suma el administrador del PNUD Achim Steiner, quien a raíz de la presentación del Índice de desarrollo humano 2020, en un encuentro reciente que tuvo con periodistas de agencias internacionales, igualmente alarmado, está proponiendo en su informe replantar la calificación de la misma concepción del desarrollo, para lo cual plantea castigar en el índice a aquellos países que, pese a tener desarrollo “muy alto”, lo logran a costa de afectar el planeta.

Así entonces, para citar algunos ejemplos, países como Noruega, el primero de la lista de desarrollo, caería 15 posiciones en la tabla a consecuencia de la huella ecológica que ese país deja en el planeta. Esto a raíz de sus emisiones de CO2 contaminantes, como también del costo que provoca al planeta producir lo que los noruegos consumen. De acuerdo a lo referido por Steiner, igualmente sucede con otros países altamente desarrollados como los Estados Unidos, Australia, Luxemburgo o Singapur, quienes caerían respectivamente, 45 escalones el primero, 72 el segundo, nada más y nada menos que 131 posiciones Luxemburgo, y Singapur 92 gradas. En otras palabras, si para la medición del 2022 el PNUD decide variar así su metodología, o sea, calificando el desarrollo de las naciones de conformidad con el grado de afectación que éstas hagan al ambiente, países como Luxemburgo o Singapur pasan a ser sociedades de bajo desarrollo. 

En síntesis, si se replantea la clasificación del desarrollo desde el punto de vista de la incidencia de éste en el ecosistema mundial, ésta pasa a ser además una evaluación moral que juzgará severamente a muchos países ricos que lo logran a costa del futuro ambiental de los demás.

Otro elemento que se trasluce de la información dada por Steiner, es que prácticamente ningún país próspero está logrando su prosperidad sin hacerlo a costa del ataque ambiental al planeta, y muchos países actualmente con bajo desarrollo, deberían ascender en la lista por cuanto, por el contrario, lo agreden mínimamente. Incluso la prestigiosa Islandia, país reconocido por el uso intensivo de energías limpias y renovables, si se tomara en cuenta la huella ecológica que provoca su prosperidad, perdería 26 puestos en el índice de desarrollo.

En el índice, tal replanteamiento del concepto mismo de desarrollo resulta interesante, máxime si tomamos en cuenta que, cuando nació en 1990, el mismo nacimiento de tal escala de medición fue revolucionariamente disruptiva, pues hasta ese momento, se entendía por desarrollo únicamente el poderío material de las sociedades: punto. ¿Cómo se entendía el desarrollo antes de aquel novedoso concepto de medición? Las únicas mediciones que interesaban eran aspectos como el resultado del producto interno bruto de los países, su balanza de pagos, su capacidad exportadora, su nivel de reservas financieras, el tamaño de sus ejércitos, o el ingreso per cápita como medición global, sin importar otros aspectos como la desigualdad o el acceso de sus habitantes a servicios que garanticen calidad de vida, como lo es el acceso al agua potable, vivienda y energía.

La paradoja actual entonces está, entre alcanzar un desarrollo económico alto y el alto costo ambiental que se paga por ello. Ahora bien, en el caso de los costarricenses, no todas son malas noticias, pues tal y como lo refirió el prestigioso diario El País, Pedro Conceicao, otro funcionario del PNUD, les advirtió a los periodistas que, para los autores de la reformulación del informe, Costa Rica, un país que según el índice es calificado como de desarrollo “muy alto”, -y que ocupa la posición 62 de 189 en el IDH-, ascendería 37 posiciones. Ello por los buenos indicadores de su nivel de emisiones y por la huella ecológica de su consumo. Según los expertos del PNUD, “Costa Rica ya ha aprovechado la energía hidroeléctrica y ha descarbonizado en gran medida la producción de electricidad”.

Algunas de las medidas que para Steiner urgen, según su disertación ante la prensa, es la eliminación de subsidios a los combustibles fósiles. De acuerdo al citado estudio del PNUD, hay un subsidio a los combustibles contaminantes equivalente al 6,5% del PIB global. El informe además insiste en otras “áreas comunes” o trilladas del discurso pro ambiente, como lo son la necesidad de replantearnos usos sociales como disminuir el consumo excesivo de plásticos y bienes desechables, y por supuesto, algo en lo que se insiste siempre con denuedo, incentivar todas aquellas vías de consumo que no impliquen afectación al ambiente: a saber, si de energías se trata, la mareomotriz, la eólica y la solar, además de otras medidas como la de un proceso mundial de reforestación agresivo, el cese inmediato de la tala de bosques, el repoblamiento de centros urbanos mediante vivienda vertical para evitar la progresividad del crecimiento suburbano horizontal, a costa de las zonas verdes de los países, entre otras decisiones vitales. Lo que me aterroriza, es que el mundo considere a Costa Rica la punta de lanza en el tema, el ejemplo de los países de desarrollo muy alto que, si se tomara en cuenta la presión sobre el planeta, ascendería 37 escalones en el ranking. Me aterroriza pues, al fin de cuentas, soy consciente de lo poco que mi país está haciendo por el cambio ambiental. ¿Entonces los demás están haciendo tan mal su tarea?

fzamora@abogados.or.cr

LA INFLUENCIA DE LOS SISTEMAS CULTURALES EN EL DESARROLLO

 Dr. FERNANDO ZAMORA

ABOGADO CONSTITUCIONALISTA

Max Weber fue el primer sociólogo de la historia que investigó a profundidad la influencia de los sistemas culturales en el desarrollo. Por ejemplo, en una de sus obras más reconocidas, describe a profundidad la influencia ejercida por la ética cristiana en la prosperidad general y el desarrollo económico de los países del norte de Europa, y atribuye dicho logro a aquel código de valores. El análisis de Weber resulta muy interesante, pues reafirma la generalizada convicción acerca de la influencia que tienen en la evolución material de éstas, los sistemas culturales y los códigos de espiritualidad que practican las sociedades. De acuerdo al índice de bienestar y desarrollo de las naciones, podríamos hablar, -según los códigos culturales-, de tres niveles de resultados. En la cúspide encontramos el primer nivel ya referido, que, en términos generales, además, es el de los países del norte de Europa, donde precisamente hoy se encuentran las primeras quince sociedades con mayor índice de bienestar y desarrollo humano de acuerdo al Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD). En el otro extremo, el del fondo del espectro, correspondiente a los países con peor nivel de desarrollo y bienestar, los últimos veinte de la escala más baja, se encuentran, -salvo las excepciones que se indicarán-, las culturas animistas o politeístas del África subsahariana, que corresponden a las prácticas espirituales de países ubicados en el sótano de dicho índice de desarrollo humano, como por ejemplo lo son Benín, Sudán del Sur, Burkina Faso, y en América, Haití. Aquí también se incluye a la politeísta India que, si bien es cierto no está dentro de las últimas veinte posiciones, sí posee altísimos niveles de miseria de acuerdo al PNUD, pues tiene aproximadamente el 90% de su población, -cuyo total es de más de mil millones de personas-, viviendo con un ingreso diario de menos de dos dólares por día.

 

Finalmente está el nivel medio de desarrollo material y esa es la escala con mayor cantidad de países. Dicha categoría incluye países que, según el índice de bienestar y desarrollo del PNUD, se encuentran por debajo de las quince primeras posiciones pero que, a la vez, están por encima de la escala “baja” del desarrollo. Las posiciones medias del escalafón de desarrollo mundial en realidad corresponden a países como Costa Rica, con niveles de desarrollo calificados como altos pero que, en un ranking global práctico, su posición es intermedia. Ahora bien, en esa numerosa categoría media, se da la particularidad de que todas esas sociedades abrazan culturas fundadas sobre algún sistema de legalidad moral o a algún modelo de espiritualidad con compromiso moral, donde podemos encontrar aquí tres grandes vertientes: en primer término, las sociedades fundadas sobre la base de religiones de compromiso moral, como son las religiones islámicas, judía, y las distintas denominaciones del cristianismo. La segunda gran vertiente, son las sociedades cuyos fundamentos existenciales han sido culturas filosóficas, como lo son el budismo, el taoísmo y el confucionismo, todas ellas posicionadas en las naciones del extremo oriente. La tercera vertiente corresponde a las sociedades influidas por los modernos sistemas culturales ateístas, como es la actual sociedad China. Estas tres vertientes de sistemas culturales, son las que han influido en las naciones con un índice de desarrollo material medio.

 

Valga advertir que hay algunos matices. Por ejemplo, dentro de los últimos países en la tabla del desarrollo, existen dos naciones, -Yemen y Afganistán-, que no poseen poblaciones animistas; sin embargo, ambas tienen una característica en común desde el punto de vista de su sistema cultural, y es el hecho de que allí se practica una versión del islam extremadamente dura. Esto significa que los últimos lugares del índice de bienestar y desarrollo humano, lo conforman naciones cuyas sociedades básicamente ejercitan los animismos politeístas, pero a ellas deben sumarse dos excepciones, que son los ya mencionados pueblos practicantes de la versión dura del islam.

 

Otra excepción interesante, se encuentra en el extremo superior del índice de bienestar, y corresponde a Hong Kong y Singapur. Estos son los únicos dos países que están entre las primeras quince naciones de mayor índice de desarrollo mundial, pero que, sin embargo, no poseen, -como sistema fundador de su sociedad-, un código cultural cristiano. Fuera de dicha excepción, los restantes quince países que se encuentran en la cima del desarrollo humano, -o sea los cinco países nórdicos, más Irlanda, Alemania, Suiza, Australia, los Países Bajos, Reino Unido, Bélgica y Nueva Zelanda-, todos ellos fueron sociedades fundadas sobre el fundamento del código cultural de alguna denominación cristiana, ya sea católica como la sociedad irlandesa, o de otras denominaciones cristianas, como las luteranas y calvinistas. Lo que viene a confirmar, -en el siglo XXI-, buena parte de la hipótesis desarrollada ciento veinte años atrás por el sociólogo Max Weber.

 

Una última observación: había afirmado que, en el gran tablero de países de desarrollo medio, se encuentran allí sociedades que están fundadas sobre la base de sistemas culturales de legalidad moral o con modelos espirituales de compromiso moral; pues bien, aquí no se encuentra ninguna excepción que incluya sociedades de animismo politeísta como parte de las naciones con desarrollo alto o medio.  En este punto amerita aclarar que gran parte de la totalidad de las sociedades del África subsahariana o Haití, que practican el animismo politeísta, incorporan también versiones sincréticas del cristianismo, o sea, prácticas en las que se introducen ciertos elementos derivados del cristianismo dentro de un ejercicio espiritual que es realmente animista, lo que provoca que muchos analistas erróneamente califiquen a dichas sociedades como nominalmente cristianas, sin serlo en su esencia práctica.                     

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