martes, 27 de julio de 2010

LA CULTURA CONSTITUCIONAL CRISTIANA

Dr.Fernando Zamora Castellanos

Doctor en derecho constitucional.

Publicado en Página Abierta bajo la dirección:

http://paginaabierta.cr/index.php/articulos/36-nacionales/929-la-cultura-constitucional-cristiana.html

La historia ha demostrado, -hasta la saciedad-, que si los sistemas constitucionales no se sustentan en consensos morales, las constituciones nacionales y el sistema de valores que ellas soportan, pasan a ser letra muerta. La prensa informó, que 11 países Europeos, le solicitaron a la Corte Europea de Derechos Humanos que revierta su impopular decisión de prohibir los símbolos cristianos en las escuelas públicas, lo que se había sumado a la prohibición de la enseñanza de los valores espirituales en las Escuelas europeas. Pese a que en Italia, solo como un ejemplo, existe un 84% de apoyo al reconocimiento de su herencia espiritual, la prohibición se había tomado por las presiones de ciertos grupos que consideraban que ese reconocimiento viola los derechos humanos”. Situaciones como estas refieren a la pertinaz acometida para derrumbar todo rastro de la cultura constitucional cristiana de Occidente. La versión criolla del paroxismo de esta arremetida, fue un proyecto de reforma constitucional que pretendía eliminar toda referencia de Dios en la Constitución. Sus activistas lo hacen sustentados en diversas corrientes, -casi todas de cosmovisión materialista-, que han venido promoviendo -entre otros-, el mito de que los derechos humanos son una derivación de una suerte de moral secular, y así desnaturalizar los derechos humanos de su indiscutible raíz cristiana. Para ello se niega una verdad histórica indiscutible: que la piedra angular de los derechos humanos se funda en la idea de la dignidad humana, una convicción judeocristiana derivada de su concepto espiritual de igualdad moral. Hecho que usualmente es desconocido hoy. El historiador Sommerville relata que las culturas de la antigüedad no podían concebir el mensaje cristiano pues no entendían como las sociedades podían sobrevivir si no sustentaban su fuerza en el reconocimiento de la desigualdad humana. Por la realidad material de que los seres humanos poseemos diferentes condiciones y cualidades, las culturas pre cristianas no aceptaban la idea de igualdad que hoy nos parece tan indiscutible a los que hemos nacido en culturas de origen cristiano. Contrario al estereotipo popular, aún en las admiradas Grecia y Roma antiguas, la vida humana tenía poco valor. Por ejemplo, allí eran usuales y socialmente aceptadas, prácticas como el infanticidio, la crueldad contra los desventajados, o la pederastia. Fue el ascenso de la cristiandad lo que acabó con eso. De ahí que son las órdenes cristianas las fundadoras de los primeros hospitales, los hospicios, y la educación formal para toda clase social, lo que incluye las primeras universidades. Incluso el embrión filosófico del constitucionalismo y su sistema de garantías y limitación del poder, es una derivación tanto de la revolucionaria concepción cristiana del “líder como servidor”, como de la convicción de la igualdad humana en razón del concepto de hombre creado a imagen y semejanza de un Ser ético. Ambas desarrolladas después doctrinalmente por los pensadores clásicos. Sin embargo, hoy los valores cristianos parecen tan indiscutibles, que tenemos la ilusión que podemos deshacernos de la ética cristiana que los sustentó, sin que las culturas en ellos fundadas sean afectadas. Pero la historia demuestra que quitada su base cristiana estos valores también desaparecen. Por el contrario, las sociedades que han proscrito el cristianismo, o las que carecen de una cultura sustentada en sus vectores éticos, han erosionado el pleno ejercicio de sus derechos fundamentales. Y si supuestamente hoy la cultura cristiana amenaza los derechos humanos, ¿por qué el avance de la libertad individual se le debe a ella? Antes del cristianismo, la valía humana se supeditaba en función de sus capacidades y posesiones. Todas las culturas precristianas se basaban en el orgullo por encima de la humildad, el dominio antes que el servicio, y el poder por encima de la civilidad pacífica. Es la cultura cristiana la que vuelca aquella concepción y promueve la moral individual como una virtud del carácter. No del intelecto, ni del poder. Esta ha sido la más grande revolución de la historia universal, ciertamente impulsada por el cristianismo. Por ello, con la moral cristiana, surgió el pleno ejercicio de la libertad individual, la cual no se concebía como hoy la conocemos. Hasta la forja de la ética cristiana, la antigüedad no conoció el concepto de libertad individual. La idea de libertad se supeditaba a la posibilidad que tenían algunos habitantes de las antiguas comunidades de participar de la decisión de ciertos asuntos comunes o de Estado, sin embargo, el consenso político precristiano concebía al ciudadano como una pertenencia del poder soberano. Ahora bien, lo que se oculta tras los ataques, es la objeción contra las fronteras morales que impone la ética cristiana. Cuando J. Ingenieros sostenía que “las manos que temblaban no podían levantar los estandartes”, con la metáfora afirmaba que las sociedades que eran vacilantes de su herencia espiritual estaban vencidas. La explicación de este fenómeno se resume en el hecho de que para expandir su zona de comfort, una incómoda barrera que enfrentan las actuales sociedades de bienestar, son los diques de contención que impone la ética cristiana. Por ello, a la posmoderna sociedad de consumo, conviene más una suerte de moral secular, cuya aceptación dependa, exclusivamente, de cálculos costo-beneficio inmediato para quienes decidan asumirla. De ahí lo conveniente que es caer en la tentación de que toda verdad sea relativizada e imponerle a la sociedad tal dogma. Así las cosas, la convicción de lo moral dependerá siempre de los procelosos criterios humanos y del capricho de las circunstancias. fzamora@abogados.or.cr

jueves, 15 de julio de 2010

LA VERDAD, UN CONCEPTO A PROTEGER

Dr.Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista

Publicado en el Diario Español el Imparcial bajo la dirección:

http://www.elimparcial.es/sociedad/la-verdad-un-concepto-a-proteger-67585.html

La historia ha demostrado, -hasta la saciedad-, que si los sistemas constitucionales no se sustentan en consensos morales, las constituciones nacionales y el sistema de valores que ellas sustentan, pasan a ser letra muerta. De ahí que la más grave amenaza que enfrenta nuestro orden constitucional, radica en una tendencia social que la posmodernidad está imponiendo: la devaluación del concepto de la verdad moral. De no revertir esa compulsión, amenaza convertirse en el mayor mal del Siglo XXI. El problema es que en occidente se está levantando una nueva intolerancia. Esta condena cualquier amago de defensa de las certezas morales. Cuando el Reverendo M. Luther King, -ante las escalinatas del Monumento a Lincoln-, declaró que soñaba con el día en que los seres humanos serían juzgados “no por el color de su piel sino por la condición de su carácter” ofrecía una pista sobre el trasfondo de uno de los grandes problemas de la sociedad contemporánea. La sociedad de bienestar actual ha forjado consigo -en consuno con el particular menosprecio al concepto de la verdad-, además, un desprecio igual hacia el valor del carácter como fundamento de la personalidad humana. Cuando J. Ingenieros sostenía que “las manos que temblaban no podían levantar los estandartes”, con la metáfora afirmaba que las sociedades que eran vacilantes de su herencia moral estaban vencidas. La explicación de este fenómeno se resume en el hecho de que para expandir su zona de comfort, una incómoda barrera que enfrentan las sociedades de bienestar, son las fronteras éticas absolutas. Por eso a la actual sociedad de bienestar posmoderna, conviene más una suerte de moral secular, cuya aceptación dependa exclusivamente de cálculos costo-beneficio inmediato para quienes decidan asumirla. De ahí lo conveniente que es caer en la tentación de relativizar toda verdad e imponerle a la sociedad ese dogma. El inconveniente para este afán, es que la verdad es excluyente. Relega toda otra alternativa aparente y falaz. Esto provoca el fenómeno de choque ante las posturas irreconciliables con ella. De esa clase de paradoja, uno de los ejemplos históricos más dramáticos lo protagonizó W. Churchill. En la década de los años 30’s del siglo pasado, él perturbó la solaz tranquilidad que disfrutaba Inglaterra, alertando a viva voz, que detrás de las pacifistas proclamas alemanas se escondían pérfidas intenciones. Como era un designio difícil de detectar, la aparente falsedad e impertinencia de su denuncia lo estigmatizó ante la sociedad europea de entonces. Quienes relativizaron el escenario que Alemania preparaba, calificaron como intolerantes las incómodas advertencias de Sir Winston. Fue marginado del protagonismo político hasta que la verdad salió a la luz plenamente. Lamentablemente ya era demasiado tarde para entonces. Aquel trauma del pasado nos ofrece otra enseñanza fundamental para estos tiempos. No por desconocer la verdad, estamos relevados de las consecuencias que conlleva desapercibirse de ella. Lo más feliz para Inglaterra, hubiese sido que los cantos de sirena del nazismo no hubiesen sido falaces y que ciertamente sus intenciones hubiesen sido pacíficas. Pero no por el hecho de que el pueblo inglés desconociera la realidad oculta detrás de la advertencia, se vio relevado de sufrir las terribles consecuencias que le ocasionó el desatenderla. El problema aquí, es que así igualmente sucede con todo ámbito de la realidad, incluido el de las verdades morales. Berger sostiene que el fundamento del relativismo radica en el hecho de que muchas personas creen que al estar atrapados en su localización histórica o cultural, les es imposible juzgar la veracidad o falsedad de una convicción, aunque ésta sea una verdad material no formal, -esto es-, una verdad no reconocida universalmente, pero verdad al fin. Este hecho provoca la paradoja de que la misma intolerancia del relativismo absoluto, se relativice a sí misma, pues su pretensión es convertirse en verdad, pero negándola, resultando como tal, en una evidente falsedad absoluta. Sabemos que vivimos épocas en las que los fanatismos de todo tipo le ha hecho mucho daño al mundo, sin embargo, no por eso debemos renunciar al propósito fundamental de la existencia humana, que es, esencialmente, la búsqueda de la verdad. fzamora@abogados.or.cr