lunes, 13 de julio de 2015

CONSTITUCIÓN E IDEOLOGÍAS


Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Abogado constitucionalista


Publicado en el periódico La Nación:
http://www.nacion.com/opinion/foros/Constitucion-ideologias_0_1499450046.html
 

En una verdadera democracia, la Constitución Política es, -esencialmente-, la enunciación de tres sistemas preceptivos. En primer término, es la enunciación de los ideales superiores de la nacionalidad. Por ejemplo, en este primer sistema preceptivo aludido, se enumeran principios tan fundamentales para la nación, como lo son los ideales de independencia y defensa nacional, soberanía, jurisdicción territorial, democracia, ciudadanía y nacionalidad,  adecuado reparto de la riqueza, protección de la familia,  los principios cristianos de justicia social que enumera nuestro artículo 74 constitucional, o la protección del ambiente, entre otros grandes ideales constitucionales. Ese primer sistema preceptivo es, básicamente, la enunciación de los valores de contenido patriótico, cultural y espiritual de la nación. El segundo, enuncia el conjunto de principios que determinan las líneas de existencia, los límites y las relaciones entre los poderes públicos. En otras palabras, el régimen de existencia, control y límites al poder organizado. Finalmente, el tercer gran sistema preceptivo de una Constitución, contiene el conjunto de principios que determinan el régimen de libertades, derechos y garantías que tenemos los administrados frente al poder constituido; o sea, el régimen público de derechos y libertades. Estos tres grandes conjuntos normativos conforman la Constitución Política de una democracia.

 

Ilustremos una idea importante respecto al primer sistema preceptivo, el que enumera los ideales constitucionales. Por ejemplo, en una Constitución se enumera como un precepto fundamental la necesidad de proteger a la madre y al menor en riesgo. Ahora bien, no debería ser menester del constituyente definir qué tipo particular de institución lo hará, -o cuáles características debe tener esa dependencia-, pues eso es menester del legislador y debe resolverlo la ley. Las leyes ordinarias son mucho más flexibles y se pueden adaptar de forma más expedita a las circunstancias. Por ello, siempre me he preguntado por qué razón nuestra Constitución establece que algo tan serio, -como lo es la protección especial de la madre y el menor-, deba hacerse por medio de alguna dependencia burocrática determinada, e incluso, que la misma Constitución defina algo tan puntualmente legal como el nombre de tal entidad. Igualmente innecesario es que nuestra Constitución sea la que defina el hecho de que empresas públicas del Estado, -como lo son los Bancos o las entidades aseguradoras- sean obligatoriamente establecidas bajo el régimen de las instituciones autónomas.  En este aspecto insisto. La Constitución debe ser esencialmente, en primer término, la enunciación de ideales, principios y valores, en segundo término el régimen de existencia, control, y límites al poder organizado y finalmente, el régimen público de garantías, derechos y libertades.

 

Es que la Constitución es una majestad normativa. Por ello,  no es un programa de gobierno, ni debe definir políticas públicas. No es un plan de desarrollo, ni tampoco una plataforma político-programática. Menos aún instituir entidades o dependencias concretas que hoy pueden cumplir su función bajo una determinada forma o identidad, pero que, en un futuro cercano, esa forma solo pueda variarse bajo el pesado yugo de un procedimiento agravado de reforma, como lo es el constitucional.  Ciertamente es sublime que la Constitución enuncie y abrace la defensa de los grandes sistemas culturas y espirituales que han definido a un pueblo a través de su historia, -como lo son sus valores  espirituales-, pero jamás debe asumir posturas político-ideológicas. Coincido con Luis Villoro quien denunciaba que muchas ideologías políticas usualmente son construcciones mentales preconcebidas, que responden al interés de grupos afanados en obtener poder. Por ello la Constitución de una nación, no debe ser la camisa de fuerza que obligue a los gobiernos a dirigir sus políticas gubernamentales en una u otra dirección ideológica.

 

Por esto me preocupan algunas iniciativas de reforma constitucional, como el expediente 18.238, impulsado por diputados de la coalición Partido Acción Ciudadana-Frente Amplio. Tal iniciativa pretende reformar el artículo 50 constitucional para incorporar una política económica de planificación centralizada en materia agropecuaria. Se plantea sobre la tesis de la soberanía alimentaria, algo que, -independientemente de la buena intención que tenga-, es absolutamente impropio en una Constitución política. Bajo esa misma tesitura, el día de mañana, cuando regrese algún gobierno que crea, -por ejemplo-, en la apertura comercial internacional, se verá tentado a establecer esa política económica por la vía de la reforma constitucional, lo cual sería algo igualmente absurdo. De aceptarse esa peligrosa práctica legislativa, en cualquier momento aparecerá un diputado proponiendo que, -por vía constitucional-, se imponga el régimen de minidevaluaciones, o se prohíba el de bandas cambiarias.

 

Aún más. La influencia ideológica en las instituciones jurídico-constitucionales, como lo es por ejemplo el referendo, puede alcanzar ribetes peligrosos. En días recientes el periódico La Nación denunciaba que el país iba a ser llevado a un proceso de referendo nacional, a raíz de un proyecto que obligaría al Estado a consultar los planes de carácter ambiental con una Asociación privada domiciliada en Puerto Viejo de Sarapiquí. Lo cual es un absurdo si recordamos que el artículo 2do y 4to constitucional nos advierte que la soberanía reside en el pueblo y que ninguna reunión particular de personas puede asumir cotos vinculantes de representación popular, ni arrogarse esos derechos, ni asumir peticiones en nombre del pueblo costarricense. Aceptar la realización de un referendo de estas características, es una abierta violación a dos de los cuatro primeros principios fundamentales de nuestra nación. Como ciudadano me abriga una profunda preocupación cuando observo como, -en nombre de determinadas ideologías-, se pretenden cambios que representan un franco retroceso de nuestro sistema jurídico. Y peor aún, cuando los condicionamientos ideológicos atentan contra nuestro régimen de libertades. Esto último lo señalo por cuanto, en días atrás, los medios de comunicación han informado respecto del proyecto de ley #18.709, el cual pretende imponer cinco años de cárcel a cualquier hombre que incurra en lo que la iniciativa denomina acoso “político” contra una mujer. Alguien habrá de explicarnos en qué consistirá ese tipo sancionatorio tan sui géneris, -esa conducta política masculina tan particular-, que merezca una pena tan draconiana. Cosas veredes, amigo Sancho. fzamora@abogados.or.cr

jueves, 2 de julio de 2015

COEFICIENTE DE LA CULTURA NACIONAL


Dr. Fernando Zamora Castellanos.

Abogado constitucionalista

 

Publicado en el Periódico La Nación bajo las citas:


 

En 1905 el psicólogo francés Alfred Binet, desarrolló evaluaciones que posteriormente serían denominadas de “coeficiente intelectual”. Hoy son una reconocida herramienta y sabemos que tal coeficiente se refiere a los parámetros que determinan niveles de eficiencia respecto de la inteligencia individual. Otros autores contemporáneos han ampliado el concepto hacia otras expresiones de la capacidad humana. A partir de que Daniel Goleman desarrolló la idea de inteligencia emocional, también se habla del “coeficiente emocional”. En fin, los coeficientes miden los grados de eficiencia, que es la capacidad para realizar una función de la forma más óptima posible. Y como los coeficientes son parámetros para medir eficiencia, podemos afirmar que, -así como existen coeficientes para mesurar la inteligencia emocional o intelectual-, también para la cultura es posible definir parámetros que nos permitan determinar grados de eficacia en la consecución de los objetivos de la prosperidad integral de las naciones. Por ello, -si de cultura nacional se trata-, también podemos  aludir a un coeficiente, pues la cultura, al igual que cualquier otra inteligencia, requiere niveles de eficacia para lograr objetivos de bienestar.

 

La cultura nacional está determinada por el conjunto de convicciones comunes que condicionan los comportamientos de la sociedad. Vale aceptar que, en todas las culturas, se revelan contribuciones a la civilización. Más no por ese simple hecho ellas se equiparan. En un afán relativista, algunos sostienen que todas las culturas deben valorarse igual, a tábula rasa. Sin embargo, a partir de la experiencia histórica, tal criterio no se sostiene. Por ejemplo, no podemos justipreciar el sistema de creencias que dieron vida a la gran cultura renacentista europea del Siglo XVI,  de la misma forma en que valoramos la más reciente y execrable cultura fascista del XX. Darles el mismo valor a ambas culturas sería absolutamente injusto. A partir del anterior ejemplo, se extrae otra importante lección. Siendo que indudablemente aquella cultura del siglo XX fue perniciosa, y la que cité del siglo XVI esplendorosa,  una tercera conclusión que extraemos respecto del coeficiente cultural, es que la calidad de la cultura no es asunto cronológico; no depende del transcurso del tiempo. Basta recordar que, en su momento, el sistema cultural fascista, -y también el marxista-, representaron una corriente novedosa. Por ello no caigamos en la trampa de aceptar ideas que van en contravía de los valores que forjaron nuestra cultura, solo por el hecho de que en las sociedades de consumo ellas sean la nueva pauta.  

 

Aunque la cultura está condicionada por las convicciones, -y éstas últimas son derivación de información que recibimos-, la cultura no es simplemente información. La cultura es una vocación del espíritu. Otorga discernimiento y da sentido a la vida.  Por eso Vargas Llosa sostiene lo que la historia demuestra: que la primera trasmisora de la cultura es la familia y la iglesia. De ahí que las sociedades que han corroído los fundamentos de ambas instituciones, se sumen en profunda decadencia cultural. Sociedades en donde se da relevancia a lo zafio. Por ello, como sociedad, es indispensable que tengamos claro cuáles son los condicionantes de una cultura de verdadera prosperidad. El primer condicionante de una plena cultura radica en la solidez de sus estándares éticos. Las sociedades que van asumiendo una “moral de mínimos”, o que relajan sus estándares morales vigentes, devalúan su cultura. El segundo condicionante de una cultura superior radica en su convicción de progreso. Me explico. En la antigüedad grecorromana se daba por sentada la idea de que el cosmos era la realidad última y no se concebía que el universo hubiese tenido origen. Para los griegos, si el hombre aspiraba a cambiar el curso de la historia, o elevarse por encima de su realidad presente, cometía arrogancia contra sus dioses. Bajo tal cosmovisión, era imposible desarrollar una idea de progreso. Por el contrario, la noción de progreso que hoy disfrutamos, surgió a partir del concepto de que, tanto el universo como el hombre, fueron creados ex nihilo, -o sea, de la nada-, y que, a partir de tal creación, se ha desarrollado un curso de evolución histórica según un plan general. Tal es, precisamente, la idea que sentó las bases de la racionalidad. Y es una concepción propia de la espiritualidad judeocristiana, aunque algunos desconocedores lo pretendan negar.   

 

El tercer condicionante de la cultura radica en la idea de autoridad y orden, que es lo contrario al caos. Los marxistas expulsaron a los seguidores de Mijail Bakunin en la primera Internacional, precisamente porque sabían que el anarquismo impedía cualquier construcción social, y ellos aspiraban a imponer la dictadura del proletariado. Sin autoridad y orden, nada es posible edificar. Un cuarto condicionante de una plena cultura radica en la aceptación de la escala de valores. Donde el relativismo se impone y todo equivale, la virtud no tiene capacidad de resistencia, porque desaparece el concepto de lo que la verdad es. Por eso, donde todo equivale, la gente teme contradecir lo que se impone como políticamente correcto. Este es uno de los grandes males de nuestras sociedades posmodernas. Lo que además ha provocado el derribo de las fronteras que deslindaban lo inculto de lo que es cultura. Al ser sociedades donde la escala de valores fue demolida, tanto el conocimiento como el comportamiento carecen de una finalidad moral-espiritual. Y así las cosas, es imposible que nuestras acciones o conductas sean trasmisoras ni procreadoras de cultura.

 

El último condicionante de las sociedades de elevada cultura, radica en el valor de la libertad. Por ello, en la verdadera cultura, ni el poder, ni el Estado, son una suprema encarnación del ideal, -como creía Hegel-, sino un instrumento subordinado al servicio del hombre. Finalmente, tanto la economía, la ciencia, y la espiritualidad, tienen un carácter distintivo en las culturas superiores. La economía no está supeditada a la especulación o al simple consumo, pues éste no se afirma como una finalidad en sí misma; el dinero solo está en función de hacer posibles los procesos de producción para satisfacer necesidades genuinas. La ciencia se practica éticamente, sin hacer divisiones entre el ámbito de los hechos naturales y el de los valores morales. Finalmente, la espiritualidad solo se entiende si ella implica compromiso moral. Sin tal compromiso, la espiritualidad pasa a ser superstición. fzamora@abogados.or.cr