martes, 30 de agosto de 2016

DIFIERO DE OTTON SOLIS

Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista.

 

Publicado en La Nación bajo el título:


 

 

Una agenda nacional, que permita un acuerdo interpartidario sobre temas país, es urgente. Y el tema se ha vuelto a colocar en el tapete. Resumiré aquí los elementos indispensables para una propuesta viable y los antecedentes de esta idea. Lo cierto es que, en la historia reciente del país, la idea de un acuerdo nacional nació en la campaña presidencial del 2013. En ese año, el Partido Liberación Nacional planteó al resto de candidatos en liza, la necesidad de un gran acuerdo nacional para el desarrollo. Lamentablemente, en aquella ocasión la idea no tuvo eco. Posteriormente, en el año 2014, varios meses después de instalado este gobierno, y ante la inacción de la administración en ofrecer un proyecto político para el cuatrienio, la fracción del PLN insistió en el tema. A ese clamor se sumaron después otros partidos de oposición, como el PUSC y la ADC.

 

El 30 de setiembre del año 2014, en un artículo publicado en este diario,  denominado “Un acuerdo posible” (30/9/2014), el Expresidente de la República Dr. Oscar Arias Sánchez, elaboró una atinada propuesta de acuerdo. Ella consiste en disminuir el déficit durante dos años en un 5% del PIB, donde un 3% se obtenga con nuevos tributos y un 2% con reducción de gasto. Para ello, propuso la convocatoria a un diálogo en función de un acuerdo nacional. Meses después, en abril del 2015, el PLN volvió a insistir en la necesidad de un acuerdo nacional. En esa oportunidad, con ocasión de una audiencia que el Presidente Solís ofrece a las autoridades del PLN, entonces presidido por el Expresidente José María Figueres. Allí el Partido planteó la necesidad de que esta agenda priorizara en los temas atinentes al crecimiento económico y la racionalización del gasto público. Dentro de ese mismo esquema, en julio del 2016, remití un oficio formal al Presidente de la República, cuyo resumen fue también publicado en este foro, bajo el título “Una propuesta para el Presidente”, (La Nación 1/7/2016). Allí planteé la posibilidad de un acuerdo nacional en torno a tres megaproyectos puntuales de infraestructura para el desarrollo. Igualmente, y aludiendo al ejemplo de la experiencia irlandesa, la académica Velia Govaere  urgió, en este mismo foro, sobre la necesidad de un gran acuerdo social para el desarrollo.

 

Pues bien, en este año 2016, finalmente el diputado Ottón Solís ha unido también su voz reclamando la necesidad de un acuerdo nacional. Por la prominencia y prestigio del firmante, a diferencia de las anteriores, la solicitud del diputado Solís ha tenido una mayor cobertura de prensa. Sin embargo, paradójicamente, por las razones que expondré, de entre las propuestas planteadas, lamentablemente esta es la inadecuada. En primer término, porque la propuesta del diputado procrastina. Deja para mañana lo que se puede hacer hoy. Pospone la agenda nacional hasta el próximo gobierno, desperdiciando casi dos años de la presente administración. ¿Por qué habremos de desaprovechar tanto tiempo para llegar a un acuerdo sobre una agenda nacional? Los problemas del país se acumulan, y es indispensable que las decisiones se tomen con prontitud.

 

El segundo elemento en el que hemos diferido con la propuesta del diputado Solís, radica en el hecho de que su iniciativa prescinde del gobierno de la República, siendo que el Ejecutivo es el poder diseñado por el sistema jurídico para un cometido de tal naturaleza, como lo es dirigir un acuerdo nacional. Tal poder es el responsable primario de la dirección de gobierno. No por casualidad nuestra Constitución Política lo faculta a ejercer iniciativa en la formación de las leyes, vetarlas, e incluso lo privilegia con la potestad de una agenda de iniciativas exclusiva durante un período extraordinario de sesiones legislativas. Si reconocemos que la agenda nacional es una necesidad que no debe ser postergada, no quepa duda que es al actual Presidente de la República a quien corresponde la responsabilidad. El agente político adecuado para arrogarse una facultad de esta naturaleza, no es un diputado, y menos aún si éste decide asumir una vocación opositora.

 

El tercer elemento en el cual diferimos con Don Ottón, radica en el hecho de que su propuesta implica la necesidad de un gobierno integrado por todos los partidos, siendo que lo esencial del asunto es ponernos de acuerdo en la receta, y no enfocarnos en los cocineros. Lo importante es convenir en una agenda nacional urgente, e implementarla. Pretender instaurar un gobierno de todos los partidos, es desenfocarnos en la definición de eventuales distribuciones de puestos políticos, lo cual no contribuye para nada con el objetivo de fondo. El objetivo es acordar la receta, hacerlo pronto, y que el actual Gobierno de la República inicie el cometido definido. Para ello no es necesario exigirle que despida jerarcas de su agrupación para colocar gente de otros partidos. Peor aún, la idea de que la agenda nacional deba estar condicionada por un gobierno de diferentes partidos, estimula la peligrosa tendencia a la fragmentación y la insularización del poder. Los partidos políticos deben tener la madurez de llegar a entendimientos sin que sea necesario el cobro de una suerte de “peajes” políticos que impliquen el otorgamiento de posiciones de poder para ello.

 

Por otra parte, no es viable una propuesta metodológica de diálogo y acuerdo interpartidario sin una propuesta concreta de planes. Repito, propuestas concretas. No temas generales, que es lo que él ha planteado. Además, ¿por qué se plantea allí un mecanismo de acuerdo extraparlamentario? En una democracia madura, ¿no es acaso el parlamento el escenario natural de entendimiento entre los partidos? En síntesis, la agenda nacional es una prioridad que no debe ser postergada. La dirección de la misma es responsabilidad del gobierno de la República. Las distintas fuerzas políticas del país hemos reconocido la necesidad de tal acuerdo, sobre todo, si el mismo tiene como objetivo el crecimiento económico, la racionalización del gasto, y la inversión en infraestructura para el desarrollo. La mayoría de los actores sociales y políticos nos hemos manifestado reiteradamente en favor de dicho diálogo. El que tiene la palabra es el gobierno de la República.  fzamora@abogados.or.cr

jueves, 11 de agosto de 2016

LA FUERZA MORAL DE LA CULTURA


Dr. Fernando Zamora Castellanos

Abogado constitucionalista.

 


 

La mayor riqueza de una nación no está en su economía, sino en su cultura. Si bien es cierto, la capacidad financiera ofrece posibilidades materiales, solo los pueblos cultos alcanzan prosperidad, lo cual es un concepto muy superior a la riqueza material. No quepa duda, la verdadera riqueza de un pueblo es su cultura. Esta ofrece muchas acepciones y no es posible reducirla a una definición, ni encerrar su concepto definitivamente en un artículo. Sin embargo, las evidentes estadísticas del crecimiento de la violencia y del desmejoramiento de la convivencia, son prueba irrefutable de descomposición de la cultura nacional. Por eso, amerita analizar los atributos de ésta, para discernir entre aquello que la impulsa, y lo que, por el contrario, la desmejora.   

 

¿Qué noción nos acerca a ese concepto? la cultura, esencialmente, son principios de vida que tienen como propósito elevar el espíritu y forjar el carácter humano. Su objetivo es enseñarnos a vivir, pues ella forja preceptos y criterios que son indispensables en el camino de la existencia. No es creadora de opiniones, sino de convicciones. Para levantar portentos como la Catedral de Milán, o la de Colonia, no bastan las opiniones, que es lo usual en el hombre contemporáneo, sino las convicciones, y éstas solo son posibles en el entorno de la cultura. En nuestro transitar, ofrece una suerte de mojones que otorgan pistas, vestigios, indicios, que nos guían durante las oscuridades de la senda vital. Por ello, los valores culturales se transmiten primordialmente en el hogar, de generación en generación, y están necesariamente asociados en función de una espiritualidad con vocación de bien. Es la razón por la que Vargas Llosa nos recuerda que ni siquiera la instrucción regular, sino la familia y la iglesia, son las únicas transmisoras de la cultura, pues, como bien él lo indica, no debe confundirse cultura con información. Por eso, “cuando la familia deja de funcionar adecuadamente, -sostiene el Nobel- el resultado es el deterioro de la cultura.Recapitulemos entonces: por su vocación espiritual, la cultura implica principios anteriores al conocimiento; una sensibilidad y un cultivo de las formas que introyectan, dan orientación y sentido a la información. No es una noción tan simple como lo cree Dietrich Schwanitz, quien redactó un libro en el que pretendió encerrar todos los datos que -según él-, son la cultura.

 

Ahora, repasemos algunas de las propiedades fundamentales de ella. En primer término, el orden es uno de sus atributos básicos. El concepto más antagónico a la cultura es la anarquía. Por eso, la protección de la familia, la devoción patriótica y su acervo, el respeto por lo que es digno de reverencia para los demás y para sí mismo, la debida honra hacia quienes ejercen la dignidad de los cargos de responsabilidad pública nacional, el estímulo a las instituciones que promueven los valores espirituales de la comunidad, y la confianza en las instituciones que garantizan la libertad, la solidaridad y la justicia,  son aspectos fundamentales para sostener la cultura. Pues si no hay un respeto básico a las instituciones fundamentales de la sociedad, el sentido de la política no será la virtud, sino el poder; un escenario tenebroso. Una segunda cualidad de la cultura es su vocación espiritual hacia el bien, porque el odio o la maldad no procrean cultura. Ella es una construcción con vocación de permanencia en la historia, y al igual que sucede con la falsedad, lo que el odio construye no prevalece en el devenir de los tiempos. Por otra parte, a diferencia de lo que sucede con las ideologías, con las filosofías -o peor aún- las supersticiones, la cultura es legítima formadora de criterio, pues todas las anteriores crean teorías, convicciones temporales y parciales, o incluso pasiones, pero la cultura forja criterios de discernimiento, lo cual es una herramienta superior para valorar la existencia. Igualmente, una característica primordial de la cultura es que en ella no es posible la inmediatez. La incultura es presentista, no así la cultura, que necesariamente abreva del pasado, pues es portentosa construcción que se forja en procesos. En gradualidades. En pequeños cincelazos durante el discurrir de las edades. Por ello la cultura es inviable sin el antecedente de una tradición previa. A quien decide cultivarla, le es inconveniente una actitud reactiva o reticente contra su propia identidad, o contra su acervo, tradición e historia. Proscribir el pasado, o pretender clausurar el acervo que forjó lo que somos, no es sino una propensión inculta.

 

Otra singularidad de la cultura, es su capacidad totalizadora, más no totalitaria. No es totalitaria porque, como vocación espiritual que es, está subordinada a la libertad. Por esa propensión totalizante, involucra aspectos tan aparentemente nimios como las maneras de urbanidad, o incluso las formas de conducta en la mesa. Y en tanto hija de la libertad que es, por la cultura se debe morir, pero nunca matar. La cultura es defendida por héroes dispuestos a morir por ella, pero en la decadencia, los fanáticos están dispuestos a matar por aquello que a cualquier costo desean imponer. Es la razón por la cual la cultura hace héroes, a diferencia de la contracultura, que hace fanáticos. A este atributo de la cultura, se le suma una singularidad mayor que amerita analizarse: en la cultura, la idea y el concepto de la verdad en libertad es venerado. Por el contrario, la contracultura relativiza la verdad, con lo cual la prostituye. Tanto la autoridad, la jerarquía, como también las categorías, dependen de una única piedra angular: esa piedra es la verdad. ¿Por qué? Donde no hay verdad alguna, o allí donde relativizarla es hábito, no es posible la existencia de una escala de valores y menos aún el ideal de la «común-unión». Y donde no se estiman los valores, ni se reconocen sus categorías, es imposible la autoridad o la jerarquía. Allí, incluso lo vulgar cobra carta de crédito frente a la virtud. Es también la razón por la que la cultura abraza el concepto del progreso y la razón. Lo que no ocurre en las manifestaciones deconstructivas, como por ejemplo, las cercanas al posmodernismo.  Finalmente, como la cultura es exaltación de la virtud, ésta implica esfuerzo, lo que contraría al hedonismo de las actuales sociedades de entretenimiento, donde lo único legítimo y políticamente correcto, lo que debe imponerse, es lo que provoque goce a los sentidos primarios. La moral de mínimos. fzamora@abogados.or.cr