lunes, 24 de marzo de 2014

DESAFIOS DEL MODELO CONSTITUCIONAL



Dr. Fernando Zamora C.
Abogado constitucionalista

Publicado en el periódico La Nación bajo la dirección: 

En una edición de 1995, la Revista Parlamentaria me invitó a participar en un debate que entonces se gestaba: ¿era el presidencialismo, o el parlamentarismo, la mejor forma de gobierno para nuestra vida constitucional? Recordé la discusión a raíz de la fraccionada conformación parlamentaria que recién el pueblo escogió. Al distribuir la toma de decisiones entre tantos agentes parlamentarios independientes, se puede interpretar que la sociedad ha impuesto de nuevo un voto de censura al presidencialismo.

Ese fenómeno es coherente con la realidad de la nueva era de la información. En el estadio histórico que vivimos, ha sido revolucionada la capacidad del individuo de obtener información de forma inmediata y abundante. Por la vía de la comunicación digital, hoy cualquier individuo tiene incluso la capacidad de difundir, -en forma independiente-, información masiva e instantánea. Al controlar de tal forma la información, el individuo aspira a participar en la toma de decisiones. Se ha cumplido la profecía de José Ortega y Gasset, contenida en su genial obra La Rebelión de las masas. Allí vaticinó que, -a raíz de la revolución técnica mundial-, llegaría un momento en que las distintas vertientes del poder serían controladas por el hombre ordinario. Es la llegada de un punto en la evolución social en el que, -al tiempo que se consolida el avance tecnológico-, atestiguamos cómo el poder del hombre común avasalla incluso a quien ose salirse de la masa. En el pasado el líder estaba obligado a señalar un derrotero al colectivo. Pero el líder contemporáneo ya no dirige. Por la vía de las encuestas de opinión, se limita a conocer y a medir cuáles son los caprichos de las masas ciudadanas y toma sus decisiones de conformidad con lo que tales mediciones sugieren. Por eso, los gobernantes hoy son dirigidos. Es una era en la que ejercer liderazgo, o concentrar poder político, enfrenta grandes resistencias. Hoy el ciudadano común se resiste a que su representación política esté concentrada. En la democracia representativa el votante es propietario de un fragmento microscópico de poder, por lo que, en conjunto con los demás, se ve obligado a delegarlo en quien logre representarlos. Pero ahora el habitante promedio está confrontando esta realidad. Comprender esto es fundamental en el debate acerca de las formas constitucionales de gobierno.

Así las cosas, la interrogante puede plantearse mejor. ¿Debe adaptarse nuestra Constitución a la realidad de una presidencia cercada por múltiples factores que le imponen coto a su poder? La progresiva influencia de un parlamento cada día más independiente y fraccionado, en conjunto con otros poderes supervisores, como lo son el Tribunal Constitucional o la Contraloría de la República, han hecho que, -en la práctica-, estemos viviendo un presidencialismo minado. La creación y empoderamiento de una importante cantidad  de poderes supervisores, sumado al fenómeno político de la atomización parlamentaria, ha ejecutado una progresiva mutación constitucional que nos ha hecho pasar, del típico presidencialismo constitucional, a una suerte de semiparlamentarismo. Por ello, parece natural cualquier cambio que propenda a armonizar nuestra Constitución con dicha realidad práctica. Un ejemplo de un cambio constitucional semipresidencialista, es la instauración de la figura de un ministro de la presidencia cuyo mandato pueda ser revocado por el mismo parlamento. Ahora bien, con cambios de ese tipo, debe advertirse que surge la amenaza de una excesiva politización de la vida nacional. 

Pero hay dilemas de mayor calado. La primera cuestión demanda responder si el bajo nivel que en los últimos lustros ha evidenciado la clase política parlamentaria, le da mérito para exigir más poder del que ya ostenta. Al fin y al cabo, de la obra literaria que cité, se deduce que lo que el pensador madrileño pretendió allí, fue advertirle al mundo los graves riesgos de una vocación excesivamente plebiscitaria del poder. Si se asume como fin en sí mismo, el ánimo plebiscitario es un canto de sirena. Recordemos que, en la escogencia de Barrabás sobre Jesús, la verdad acusa duramente a los líderes que, -como Pilatos-, evaden tomar decisiones. O que las delegan en colectividades que no tienen la suficiente formación para asumirlas.

Veamos el segundo dilema. Si lo que se pretende es adecuar la constitucionalidad costarricense a esta era del conocimiento, entonces conviene advertir que ni el presidencialismo, ni aún el parlamentarismo, son respuestas satisfactorias para enfrentar los desafíos del mundo que ha nacido. Ambos constituyen formas de gobierno de la democracia representativa, típica de la anterior revolución industrial. Modelos que surgieron como respuesta a la necesidad de expresión de la democracia de representación, más no de la de participación. Poco ofrecen para enfrentar los retos de la era digital y de la democracia participativa. Son reminiscencias del mundo que fenece. Vestigios de un centralismo cuyo espíritu ha muerto. En todo caso, recordemos que para Costa Rica, el parlamentarismo no es algo nuevo. Pese a que durante nuestros primeros años de vida independiente, el localismo sobrevivió ante los aún tímidos intentos centralistas, nuestro país dio sus primeros pasos de la mano de claras expresiones de parlamentarismo. En principio, sin una orgánica división de poderes, pero a partir de 1825 con un Congreso fortalecido. Incluso con la instauración de un parlamento bicameral. Desde aquella fecha en que escribí para la Revista, he pregonado que el modelo ideal se acerca a lo que el tratadista Karl Loewenstein denominó constitucionalismo directorial. Tal modelo estimula formas más directas de participación a través del cantón. Países como Suiza han asumido esta forma de gobierno. En dicho modelo, el centro de gravedad del poder político no está en el Ejecutivo ni en el legislativo, sino en el poder local. Así, es posible trasladar funciones vitales del gobierno hacia formas públicas de organización cercanas al individuo y la comunidad. Y en otra vía, también fomentar formas de ejecución no gubernamentales de las obras y políticas públicas. Bajo la rectoría, pero sin la ejecución por parte de la burocracia estatal. La forma directorial de gobierno hace viable que los actores públicos locales asuman actividades típicas del gobierno central, como son por ejemplo, la educativa, de seguridad ciudadana, administración sanitaria y hospitalaria. En Suiza los cantones controlan incluso cierto desarrollo de infraestructura, gestión aduanera, portuaria y aeroportuaria, y hasta el desarrollo de proyectos energéticos o científicos. En esencia, una verdadera revolución constitucional. fzamora@abogados.or.cr