miércoles, 20 de junio de 2012

FUERZAS CONTRACONSTITUCIONALES

Dr. Fernando Zamora Castellanos.
Doctor en derecho constitucional y Msc. en Teología

Publicado en el Diario español El Imparcial en la dirección:
http://www.elimparcial.es/nacional/fuerzas-contra-constitucionales-105977.html#


Nuestras convicciones han perdido vigor imperativo porque el hombre occidental padece una desorientación radical. ¿Qué debe garantizarle a una sociedad la Constitución? Esencialmente, amparar las libertades genuinas, dar fundamento a un régimen de garantías frente al poder, y ser el cáliz donde es depositado el conjunto de ideales superiores que nos dan sentido de identidad histórica y porvenir común. En sentido inverso transitan las fuerzas contra-constitucionales. Son tendencias que atentan contra aquello que el constitucionalismo resguarda. De dichas amenazas la sociedad debe ser advertida. Son fuerzas decadentes que se disfrazan bajo el engañoso traje de utopías, de mesianismos demagógicos y tendencias novedosas. Cautivan a la sociedad simulando el cambio superior aparente, pero no son sino espejismos que provocan perjuicios de incalculables dimensiones. Cuando la bruma ha ensombrecido la estrella que los guía, los pueblos son víctimas receptivas de esos cantos de sirena. Es cuando el sextante se ha extraviado y el rumbo es incierto. Para ilustrar a qué me refiero, al menos señalaré tres importantes tendencias contra constitucionales. La primera de esas perniciosas amenazas son a) las utopías políticas. El Estado constitucional moderno tiene su genuino embrión en las conquistas del parlamentarismo inglés. Cabe así reconocer que el camino de las trágicas utopías políticas apunta derecho desde los sangrientos jacobinos de la revolución francesa, hasta el bolchevismo ruso. Y también transitó por el fascismo europeo. El consenso de los historiadores es que el saldo de la primera quimera política, -la de la revolución francesa-, fue el genocidio de 120.000 personas. Un número excesivo para la región y masa poblacional de la época. De ahí que Martin Mosebach asoció al nazismo con el horror jacobino. Los ciudadanos deberían ser más suspicaces de los contratos sociales que ofrecen los mesianismos políticos. En Alemania sucedió el 20 de enero de 1942 cuando en el Wannsee se acordó que el pueblo judío, -el mismo de los 129 premios nobel- eran una raza inferior. Igual que el espejismo político del agrarismo radical y el anti-consumo, de Pol Pot y su Partido “democrático” de Kampuchea. Bajo el pretexto de lograr un sistema agrarista sin ciudades, los Jemeres Rojos masacraron a dos millones de ciudadanos camboyanos durante los cuatro años que duró su régimen. De abril de 1975 a octubre de 1979. Y la historia latinoamericana reciente nos ofrece, en Cuba y Venezuela, las perniciosas consecuencias que acarrean los caudillismos sustentados en espejismos políticos. Una segunda tendencia contra constitucional es el de la b) dicotomía Estado- sociedad civil. Me refiero a la disociación entre el Estado, -o sea, el poder del funcionario público-, y el resto de la ciudadanía. Algunos de los síntomas típicos de este divorcio son, -el primero de ellos-, el menoscabo del principio de seguridad jurídica. Además, la instauración de nomenclaturas burocráticas de tal forma que los puestos de poder surgen desde ellas mismas y no desde la ciudadanía. Esta contracultura democrática hace que el burócrata desarrolle una mentalidad muy propia, totalmente insensible a las necesidades del ciudadano común que lucha día a día para ganar su sustento y que depende del dinamismo de la economía para sobrevivir. En la psicología del burócrata esa necesidad es inexistente, por lo que es insensible a ella. Donde tal dicotomía se consolida, la generalidad de los actores del poder surge del mismo estamento burocrático, lo que a largo plazo representa una autofagia del sistema. Así, esta fuerza divisoria provoca que el principio constitucional de proporcionalidad y razonabilidad sea constantemente violentado. La norma y la resolución irrazonables son un atentado contra las libertades. En Occidente, donde nos habíamos caracterizado por ser históricos defensores de nuestro régimen de libertades, se esté entronizando, -a partir de normas irrazonables y desproporcionadas-, una peligrosa contracultura constitucional. Un fundamento constitucional básico de cualquier sociedad libre es que sus leyes sean razonables. Si consentimos lo contrario, nos acercamos al precipicio del despotismo. En esencia, una norma es desproporcionada cuando las circunstancias sociales que motivaron al legislador a sancionarla, no guardan proporción con los fines perseguidos por ella, ni con los medios escogidos para alcanzarlos. Y es irrazonable cuando por inequidad no es idónea para alcanzar sus objetivos. Resumirlo en una frase, es afirmar que son resoluciones, actos y leyes carentes de sentido común. Otro efecto de la disociación entre el poder público y la sociedad civil, es la gradual y progresiva invasión, por parte del Estado, de todas las esferas de la actividad social. Preocupante tendencia en detrimento de la libertad, que pretende resolverlo todo por la vía de la burocracia gubernativa. Lleva al abuso del gasto público y a la constante imposición de mayores tributos. Finalmente, la tercera fuerza contra-constitucional es c) el relativismo moral. Este relativismo implica la corrupción del concepto de la libertad, del de la tolerancia y del derecho. Aspira a que cualquier deseo subjetivo se erija en derecho humano por lo que todo debe ser tolerable. Al reducir la libertad al mito de la autonomía absoluta, la concibe mal. En realidad ésta, en su naturaleza más íntima, es una autodeterminación hacia el bien. Quien obra el mal realiza un acto libre, pero su elección es moralmente defectuosa por carecer de la específica perfección de la verdadera libertad, que tiene su sentido final en la vida moral. Aunque pretendan negarlo quienes disienten de los consensos que permitieron fundar nuestra nación, desde nuestro nacimiento como comunidad, el origen esencial de nuestros ideales deriva su fuerza moral de la misma argamasa empleada para construir la cultura occidental: los principios cristianos. Por ello promover el relativismo moral es atentar contra los mismos fundamentos de nuestro edificio constitucional. fzamora@abogados.or.cr  

martes, 5 de junio de 2012

Los riesgos del laicismo exacerbado

Fernando Zamora Castellanos

Doctor en derecho y Msc. en teología 

Publicado en Semanario Pagina Abierta

 http://www.diarioextra.com/2012/junio/05/opinion9.php

El que una nación garantice la libertad de conciencia no debe implicar que renuncie definitivamente a los valores que por siglos han esculpido sus anteriores generaciones. Nuestra sociedad enfrenta graves preguntas de fondo. En una sociedad democrático liberal como la nuestra, en la que las actuales generaciones batallan con una andanada de modas filosóficas, cosmovisiones pasajeras y exóticas creencias, y en la que debe pervivir el libre juego de fuerzas intelectuales y sociales, ¿vale la pena -como nación- renunciar a lo que por siglos ha representado su orientación ética? Frente al océano de ofertas ideológicas, ¿es prudente optar por la exclusión de toda coordenada que hasta hoy haya orientado la brújula de nuestros ideales generales?
Una verdadera Constitución es también cáliz que resguarda valores e identidad histórica. ¿Es sabia esta generación si renuncia a los valores que su Constitución ha resguardado? ¿Es sensato claudicar de toda guía, en una época rica en información pero pobre en orientación, donde abunda el saber informativo y escasea el saber orientativo?
Con la infinita sucesión de ofertas filosóficas e ideológicas, se quiera o no, lo prudente es conservar los vectores morales sustentados en los valores espirituales históricamente forjados. Son rastro que orienta a las generaciones venideras. De lo contrario, sin los grandes ideales trascendentes, ¿dónde encontrar prioridades?, ¿dónde rutas existenciales generalmente compartidas que, como recurrente impulso, nos asisten en nuestro camino vital? Esta renuncia es riesgosa a la vista de una sociedad atacada por el vacío de sentido, cada día más peligrosamente permisiva, en la que todo lo principal resulta relativo y en la que se da por hecho que nada de lo sustancial es verdadero. Donde todo debe permitirse como ofrenda al dios de un compromiso existencial orientado solo al disfrute de los sentidos. El tipo de colectividades a las que Schulze denominó “sociedades de acontecimientos”. En las que la moral cristiana del compromiso -donde el sentido de la vida era el servicio al semejante como vía de trascendencia espiritual- fue sustituida por un mercado de vivencias que exigen ser cada día más complacientes.
Y en tanto más incondicionalmente estas vivencias se convierten en el sentido existencial, más voraz es la demanda por consumirlas y el temor por su ausencia. Comunidades que ante la esencial interrogante respecto de ¿con qué fin trascendente vivir?, contestan: “nuestra vida es su propia finalidad”. Que olvidaron que el sentido de la vida no solo consiste en disfrutarla.
Presión inconveniente. Ante esta perspectiva es inconveniente la presión del grupo de activistas que -emulando las tendencias enquistadas en las sociedades modernas de consumo- han venido insistiendo en la necesidad de cambios constitucionales de radical connotación ultrasecular. La gran mayoría los promueve de buena fe, pero los virajes pretendidos se implantaron en algunas de dichas sociedades del primer mundo occidental con resultados preocupantes. Es claro que hasta hoy la ética judeocristiana ha sido pilar de nuestro sistema constitucional, lo que incluso reiteradamente ha declarado nuestra jurisprudencia constitucional. Y también debe aclararse que, de imponerse los conceptos filosóficos e ideológicos asociados al laicismo como corriente, implicarían el cambio radical de dicho actual fundamento. ¿Es consciente de ello la sociedad costarricense?
En razón de garantizar un régimen de derechos, libertades y garantías frente al poder constituido, la Constitución se asocia a la idea de Estado y la función de ella como norma fundamental que determina los límites y las relaciones entre los poderes públicos. Pero el concepto como tal es limitado, pues la Constitución es también el conjunto de ideales superiores que otorgan a la nación sentido de identidad, historia, valores y porvenir comunes. De ahí que la Constitución deba estar asociada más a la idea de nación que a la de Estado. Nación es un concepto -en mucho- superior al de Estado.
Fundamentos. Desde su fundación, los fundamentos ético filosóficos que le han dado sustento a nuestra nacionalidad están claramente asociados a los ideales judeocristianos. El origen y desarrollo de la abrumadora cantidad de los más caros principios constitucionales se deben a ellos. Si mi argumentación exige un ejemplo ilustrativo de tal afirmación, el artículo 74 constitucional expresamente invoca los ideales cristianos como fundamento que otorga fuerza moral a uno de los tantos principios de nuestra Carta Magna.
Tales fundamentos existen sin que ello implique coartar la libertad de culto a las minorías, ni tampoco que -por abrazar dichos ideales- el Estado esté subordinado a entidad alguna que los represente. De hecho en Costa Rica existe una razonable separación entre la Iglesia y el poder estatal. Desde el siglo antepasado nuestra Carta Magna expresamente prohíbe la intervención eclesial en la actividad electoral, con lo que se le clausuró la vía de acceso al poder político. Por otra parte, igualmente desde el Siglo XIX la libertad de culto está expresamente protegida en nuestra Constitución, tal y como hoy lo determina su artículo 75. Ambas garantías están claramente enraizadas en nuestra cultura constitucional, lo que por sí solo desacredita la intención de apelar a dichas excusas para justificar un cambio en nuestros valores constitucionales.
El trasfondo del asunto es otro y es de un carácter esencial. El cambio que se pretende implica un viraje de los fundamentos ético-filosóficos de nuestro sistema de valores constitucionales. Es colocar a la nación en una encrucijada frente a dos cosmovisiones antagónicas. La de conservar en nuestra Constitución los fundamentos ético-filosóficos judeocristianos, de trasfondo espiritual, o la de renunciar definitivamente a estos. Por esto, incluso, una de esas tantas iniciativas laicistas pretendía proscribir toda referencia a Dios en nuestro juramento constitucional. El destino de nuestra era -materializada, racionalizada y orillada hasta el borde de un peligroso precipicio- ¿es que desaparezca todo rastro de los valores más sublimes y esenciales de nuestro sistema constitucional?
(fzamora@abogados.or.cr)