martes, 27 de octubre de 2015

CULTURA DE RESPONSABILIDAD POLITICA


Dr. Fernando Zamora Castellanos.

Abogado constitucionalista

 

Publicado en el Periódico La Nación bajo las citas:


En su popular libro sobre las leyes no escritas del poder, el analista Robert Greene sostiene que el gobernante sensato nunca debe introducir una cantidad excesiva de cambios simultáneos. Demasiada innovación -afirma-, “resultará siempre traumática y conducirá a la rebelión.” Y a la luz de la experiencia histórica el axioma lleva razón. Toda acción conlleva reacción, por lo que éstas deben dosificarse.  El gobernante debe buscar el equilibrio entre las antípodas de una balanza que contiene, en un extremo, la propulsión que el nuevo ideal implica. En el otro, la sabiduría de conservar la tradición de las grandes conquistas y los valores históricos de la sociedad que dirige. Si bien es cierto, un gobernante que renuncie a toda posibilidad transformadora abandona el llamado que le hace la historia, es igualmente temerario si pretende imponer una riada de cambios con inmediatez. Aún peor si esos cambios son equivocados. El desarrollo es un proceso gradual que no se conquista por decreto. En el camino del gobernante que pretende forjar paulatinamente la prosperidad económica de su nación, el equilibrio político y la seguridad jurídica son sus aliados cardinales. La dinámica con la que evolucionan las economías modernas, demanda de los sistemas políticos y jurídicos, -como una condición básica de su credibilidad-, una razonable estabilidad de condiciones. Regímenes donde el sistema político y legal es imprevisible, o donde la conducta de sus funcionarios e instituciones públicas es caprichosa, resultan particularmente contraproducentes para estimular las condiciones del desarrollo. En fin, a lo que esencialmente me refiero, es a la necesidad de establecer una cultura básica de responsabilidad en la función política.

En razón de lo anterior, amerita enumerar algunas pautas elementales que deben caracterizar a los regímenes dirigidos por gobernantes sensatos. Una de las pautas básicas de la responsabilidad pública, es precisar con claridad las condiciones y requisitos que se le exigen a los ciudadanos y a la libre iniciativa para actuar. Esto por cuanto la prosperidad la alcanzan solo aquellas sociedades cuyas reglas de juego estimulan a sus ciudadanos a realizar lo que imaginan. La inflación de regulaciones y leyes en la que usualmente se involucran las sociedades decadentes, provocan dos consecuencias nefastas. En primer término, la concentración de la riqueza. ¿Por qué? Hay una razón concreta: al no poder pagar el costo de la legalidad -que usualmente es muy onerosa-, los emprendedores de escasos recursos resultan expulsados de la economía formal. La segunda consecuencia es la pérdida de potencial productivo efectivo, pues las empresas terminan enfocadas en la tarea de enfrentar un tejido burocrático-regulatorio que generalmente es estéril. Ello provoca un costo de oportunidad altísimo, que resta potencial de concentración respecto de los objetivos económicos reales. Por ello, el gobernante debe enfrentarse a la disyuntiva existente entre sostener libertades y normas coherentes, o caer en la tentación de construir entelequias pletóricas en legalismos, pero precarias en libertades.

Así las cosas, la premisa fundamental de la cultura de responsabilidad en la función pública, es la de establecer condiciones adecuadas para la creación de riqueza. Durante gran parte de la historia humana, la riqueza se conquistaba. Muchos de los grandes imperios y civilizaciones de la historia, se forjaron como consecuencia del despojo de bienes, o de la conquista de pueblos y territorios. Sin embargo, en la era de la revolución digital del conocimiento, la premisa de que la riqueza ya no se conquista, sino que se crea, tiene ahora una mucha mayor certeza. En las sociedades contemporáneas verdaderamente prósperas, la riqueza ya no se conquista por la vía de la fuerza. El despojo como un medio de acumulación ha quedado relegado únicamente a ciertas sociedades violentas de Latinoamérica, Asia o Africa, donde grupos criminales y facciones políticas atávicas aún conservan altas cuotas de poder. Por el contrario, los focos mundiales de prosperidad, hoy están concentrados en culturas donde sus ciudadanos tienen una alta capacidad de innovar. En esencia, la producción sostenida de riqueza ahora es privilegio exclusivo de comunidades donde existe verdadero potencial de creación. Para ello, algunas pautas que garantizan una cultura de responsabilidad pública para la creación de riqueza, lo son el hecho de abrir la economía a las inversiones en general; igualmente el esfuerzo sostenido por eliminar restricciones económicas impuestas por grupos de presión que buscan privilegiarse, evitar los monopolios y toda tendencia a concentrar la oferta de bienes y servicios, el estímulo a las exportaciones y la promoción general del comercio, además de garantizar la fluidez de la convertibilidad de las divisas, entre algunos otros aspectos básicos.

Otra columna fundamental de la cultura de responsabilidad, radica en que, tanto el presupuesto público como el aparato burocrático estén equilibrados. Veamos porqué. El principal motor que genera la riqueza hoy es el trabajo traducido en servicios y creatividad humana. La economía de la era digital de la información derrumbó los viejos supuestos de la economía industrial. Ya los propulsores principales de la economía no son los tradicionales factores de tierra,  capital y mano de obra industrial, sino que estos están siendo sustituidos,  cada día con mayor intensidad, por dos factores. Por una parte la inventiva, y por otra, la oferta de servicios complejos e intangibles. Ambos característicos de la economía del conocimiento. Es esa la razón por la que –ahora más que nunca-, la iniciativa de los emprendedores es el motor que debe impulsar al aparato público, y no a la inversa. De ahí que, en las culturas políticas responsables, son evidentes dos supuestos. Uno de ellos es que, el porcentaje de población económicamente activa que labora en las entidades públicas, es mucho más limitado en relación al resto de la población que lo hace en la privada. El segundo aspecto es que las condiciones laborales entre el sector público y el privado son similares. En esencia, son sociedades sin evidentes desigualdades entre el trabajador de un sector u otro. En el caso particular de Costa Rica, el actual gobierno ha disfrutado de condiciones favorables para haber estimulado el crecimiento: bajos precios del petróleo, una tasa internacional de intereses baja, y finalmente, una baja inflación. Sin embargo nuestra economía está decreciendo con mayor celeridad en esta administración. Esto es así porque este gobierno está renunciando a su responsabilidad de promover políticas que generen estímulos a la producción económica. Menos aún a la innovación. Por tal transgresión a la cultura de responsabilidad política, pretender imponer nuevos tributos sin antes contener el gasto y dinamizar la economía, es una pretensión que carece de toda fuerza moral. fzamora@abogados.or.cr

lunes, 5 de octubre de 2015

ESTADO, UBER Y EMPRESAS DIGITALES MUNDIALES


Dr. Fernando Zamora Castellanos.

Abogado constitucionalista

 

Publicado en el Periódico La Nación


 

Empresas globales como Uber o Airbnb, son una realidad de la era digital que desafía a los Estados nacionales. En su campo son pioneras y vendrán muchas más, con características similares, a competir con ellas. Y es de suponer que en otro tipo de actividades, aparecerá esa misma modalidad de opciones. La mayoría de ellas funcionan a través de aplicaciones en los teléfonos celulares. Ofrecen diversos servicios, como el alquiler de vehículos con chofer, -en el caso de la primera-, o renta diaria de inmuebles, en el de la segunda. Por su naturaleza, este tipo de empresas se mueven en tres ámbitos de desarrollo contractual, de difícil control para el Estado. El primero de esos ámbitos es el cibernético, que hace de la intangibilidad e instantaneidad de la actividad digital, -por sí sola-, algo difícilmente accesible. El segundo ámbito que desafía a los Estados, es el de la multiterritorialidad de este tipo de entes globales. Tanto sus sedes, los hechos generadores de sus contratos, como los sujetos intervinientes en los mismos, son de una naturaleza extraterritorial tal, que son difíciles de sujetar, aún para las administraciones públicas de grandes naciones. Un alto porcentaje de sus contrataciones son realizadas por el intangible medio digital, y solo este hecho las hace un serio desafío para controlarlas. A la dificultad anterior, se suma que son realizadas por ciudadanos de diversos país y en sitios imprevisibles: dentro de aeronaves, en aeropuertos internacionales, en lugares de paso o tránsito temporal, etcétera. El tercer elemento que dificulta el control de este tipo de contratos, es que las negociaciones se realizan exclusivamente por la vía de las comunicaciones íntimas de las personas, las cuales son inviolables, de conformidad con los principios constitucionales de las naciones civilizadas. En el caso de nuestro país, protegidas por el artículo 24 de nuestra Constitución política.

 

Por lo anterior, hoy se discute sobre cómo debe regularse esta modalidad de actividades. Algunos sostienen que debe prohibirse de plano. Si nos atenemos al régimen que regula el servicio de transporte similar al de Uber, el Estado resolvería fácilmente el entuerto si logra que la empresa ofrezca sus servicios con los choferes y vehículos que el Estado ya ha autorizado. Estos son, los porteadores legalizados, los microbuses autorizados para el turismo, o bien, los taxistas formales. El inconveniente es que, probablemente, tal imposición haría ineficiente el servicio de dichas empresas digitales en el país, pues limitarían sus condiciones de contratación y oferta, que son su atractivo. Así las cosas, estamos en presencia de uno de esos inevitables choques vaticinados por Alvin Toffler. Una de tantas colisiones entre esa sociedad digital, -que va a cien millas por hora-, contra los Estados nacionales de derecho, que evolucionan a tan solo cinco millas. En el caso de fenómenos como Uber, tal colisión parece inevitable, y asumir la actitud de proscribirlos, sería resistir la nueva historia.  Si bien es cierto, -de conformidad con el derecho constitucional a la libre contratación y al trabajo-, el transporte remunerado de pasajeros es una actividad que el Estado no puede prohibir, también es cierto que la puede regular, como lo hace con tantas otras actividades económicas. El problema radica en ese afán ultra regulador que es tan usual en la clase política. Por ejemplo, en el caso citado, los funcionarios, -de forma simplona-, se limitan a subordinar la actividad al régimen de transporte remunerado de pasajeros ya existente, olvidando el desafío inicialmente planteado: ¿cómo sujetar así una actividad digital usualmente generada en un espacio extraterritorial, y por la vía de las comunicaciones íntimas de los individuos?

 

Peor aún, ¿dónde radica lo paradójico de este asunto? Veamos.  Los objetivos de la regulación del transporte de pasajeros son básicamente tres. El control del exceso de oferta, el control de las tarifas, y finalmente, el control de la calidad y condiciones del servicio. Este último aspecto, incluye temas como el de los seguros, las condiciones del vehículo, -tanto para la circulación como para la comodidad del usuario-, el decoro en la conducta del chofer, o la distribución geográfica del servicio y sus rutas. El dilema es que, en la mayoría de esos mismos aspectos, las empresas digitales globales ya ejercen un estricto control de calidad de los servicios dados por sus oferentes inscritos. Estas empresas precisamente velan porque sus vehículos estén asegurados, controlan la seguridad de los usuarios,  las condiciones del automotor que ofrece el servicio y que las tarifas sean razonables, -esto es-,  que no sean leoninas contra sus choferes, ni abusivas en perjuicio del usuario. Esto es así porque de no garantizar dicho equilibrio, pierden al usuario, como a sus choferes.  Igualmente, estas empresas ejercen autocontrol respecto de la oferta, la calidad del servicio brindado y la conducta de sus choferes. En función del servicio que ofrecen, ellas mismas implementan automáticamente las regulaciones, sin necesidad de que las imponga el Estado. Y en este punto, ¿qué importa si los objetivos de buen servicio se alcanzan por la regulación del Estado o mediante controles auto impuestos por la misma entidad que dirige el servicio?  Lo importante es que se cumpla el objetivo social deseado, tanto en pro del usuario, como del trabajador. Esto es así porque el Estado no es un objetivo en sí mismo. Las regulaciones públicas tampoco son un objetivo en sí mismas, sino un simple instrumento para el fin social pretendido.  En la nueva realidad de las organizaciones humanas de esta era del conocimiento, el Estado es rector y fiscalizador, pero no necesariamente debe monopolizar la ejecución del control. La solución sensata del asunto consiste en adaptar la actual normativa que regula el transporte remunerado de personas en función de tres elementos, 1) que el Estado promueva condiciones que estimulen a empresas como Uber servirse de los vehículos que ya operan legalizados, 2) que se permita la existencia de tales empresas inscritas ante el Estado y 3) en aquello en que las empresas se regulan por sí mismas, el Estado deberá autorizar su autocontrol sin doble imposición. Es un asunto de realismo y sensatez. Si el gobierno se resiste al hecho, el tema se tornará incontrolable. fzamora@abogados.or.cr