viernes, 17 de diciembre de 2021

TENTACION DEL ESTADO POLICIAL

 

Dr. Fernando Zamora Castellanos.Abogado constitucionalista

 

En su columna del 6 de noviembre, Armando Gonzalez advertía que el camino autocrático de Nicaragua se había urdido sutilmente desde años atrás. Lo cito para lo que nos interesa: “La obsecuente Asamblea Nacional venía preparando el terreno con la aprobación de un marco jurídico represivo, donde destaca la ley de Regulación de Agentes Extranjeros...En diciembre aprobaron un proyecto con título orwelliano: Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz.”  Ciertamente, tal y como Gonzalez denunció, esos son proyectos que imponen penas severísimas por acciones inofensivas e incluso conductas usuales en la vida democrática y económica de una nación. ¿Cuál es la característica principal de esas normas? Esencialmente dos: la imprecisión del tipo de conducta a castigar y, por otra parte, lo draconiano o severo de su sanción. Así se aprobó la tipificación criminal de conductas muy imprecisas como lo es “menoscabar la autodeterminación del país”, “incitar a la injerencia extranjera” o, por ejemplo, el simple hecho de ser parte de una fundación que recibe cooperación económica internacional.    

Invocando esas nuevas leyes, se encarceló a la mayoría de los líderes de la oposición, por el simple hecho de dar declaraciones agresivas contra el gobierno, o por acciones tan inofensivas como recibir fondos de cooperación internacional destinadas a fundaciones culturales. Aprobar estas leyes era indispensable para consolidar el Estado policial de Ortega, puesto que los Estados policiales, -o vigilantes-, están caracterizados por leyes que penalizan severamente tipos de conducta imprecisas y ambiguas. La vaguedad de la norma es indispensable para que el represor tenga plena libertad de interpretar a su capricho la mejor manera de “vigilar y castigar”, como titulaba Foucalt.

Ahora bien, al tiempo que me solidarizo con la situación de Nicaragua, he venido advirtiendo que, de un tiempo para acá, algunos políticos costarricenses están cayendo en la tentación de hacer del nuestro un Estado policial, y así dirigirnos hacia una sociedad cerrada. Espero que tal tendencia no sea por mala fe, sino por esa manía de la actual clase política, -claramente mediocre-, que tiene la superstición de que la solución para resolver los desafíos que se le presentan, es imponer cada día más controles y regulaciones a la vida y conducta de los ciudadanos, lo cual es un error evidente.

Como ilustración de esa tentación de convertir al país en un Estado vigilante y castigador, hay varias acciones e iniciativas que en los últimos días se han estado generando. Resumo algunas: un primer ejemplo es el proyecto #21.706, que pretende otorgarles a inspectores del Estado, prácticamente por sí solos, poderes totales para cerrar empresas después de inspeccionarlas. Para ello les basta la firma de su propia jefatura regional, e invocar la prueba que eventualmente ellos mismos recaben, la cual se considerará “calificada”. Otro peligrosísimo ejemplo es el de la nueva ofensiva para imponer -por otra vía y utilizando otro portillo-, la llamada ley mordaza para criminalizar opiniones políticas. Esta vez, la estrategia usada es la firma del Convenio contra la discriminación e intolerancia, el cual posee tipos penales indeterminados para criminalizar posiciones políticas que vayan en contra del discurso oficial. Inicialmente este proyecto se intentó bajo el expediente #20174, que cayó en desgracia el 28 de mayo del 2019, cuando fue denunciado por el periódico La Nación como una ley de odio que amordazaba además el trabajo periodístico.

 

Si no discernimos las implicaciones escondidas tras los conceptos jurídicos, las expresiones de ese tipo de proyectos de ley nos resultarán simplemente frases llenas de buenas intenciones. Pero la realidad es que ellas encierran graves devaluaciones a la libertad. Son amenazas a la ciudadanía y a los medios periodísticos, que se ocultan bajo la inocente apariencia de defender los derechos humanos. Aquel proyecto de ley, que hoy pretenden aprobar bajo la figura de convenio internacional, originalmente imponía 3 años de cárcel a todo aquel que realizara actos que el proyecto denominaba de “discriminación cultural”, y además imponía otra pena idéntica a aquel que publique información que “discrimine culturalmente”. La pena se agravaría si tal discriminación era hecha por los medios de comunicación. Aquí la pregunta es, ¿qué significa discriminar culturalmente?  Casi cualquier forma de ejercer la cultura ciudadana implica asumir una cosmovisión particular de la existencia. El simple hecho de asumir una filosofía -o una ideología-, es un acto propio de cultura. Así las cosas, cuando asumo una convicción, es porque he decidido discriminar otras. Si decidí ser demócrata cristiano, es porque discriminé otro tipo de opciones políticas o filosóficas contradictorias a ella. Si soy democristiano, es porque discriminé ser existencialista o, por ejemplo, marxista. Si abracé convicciones judeocristianas, es porque discriminé una cosmovisión materialista o atea de la existencia. Escoger es discriminar. Desde esa perspectiva, lo que este tipo de proyectos provocan, es criminalizar el ejercicio del derecho a asumir cualquier convicción cultural.

 

Otras tentaciones típicas de un Estado policíaco, y en las que ha incurrido nuestra clase política recientemente, es la de vigilar la vida privada de los ciudadanos, como sucedió con la UPAD y las pruebas FARO. En su magistral obra Stasiland, -dedicada a la etapa histórica del Estado totalitario de la Alemania del Este-, su autora Ana Funder, afirmaba que en los Estados policíacos se privilegia el orden por encima de la justicia, y tal perfeccionamiento del orden y la eficacia administrativa, implica la imposición de innumerables normas y de procedimientos intrincados que deben ser cumplidos a pie juntillas. La gente resulta absorta por la completa y obediente implementación del sistema, y así, empantanada en la gestión del día a día, pierde la noción de lo absurdo que obedece. En su obra sobre la banalidad del mal, también Hanna Arendt alertaba sobre los peligros de la obediencia de las normas cuando no se discrimina antes si éstas son convenientes.  fzamora@abogados.or.cr  

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