viernes, 6 de mayo de 2022

LA FELICIDAD EN LA FORJA DEL IDEAL HUMANO

 Dr. Fernando Zamora Castellanos.  Abogado constitucionalista

 Las actuales sociedades industriales de consumo, con su abundancia de recursos y exceso de ocio, están centradas en un único antivalor sustancial: el hedonismo, que es la existencia enfocada estrictamente en la búsqueda y consecución del placer.  Dicho vicio es la característica de las sociedades materialistas, y en esa cosmovisión materialista es imposible la existencia del ideal, en el verdadero sentido del concepto. El ideal es el resultado final de un proceso que podríamos resumir en cinco etapas. La primera de ellas es el llamado, una brújula impresa en el espíritu que nos arrastra hacia el propósito al que hemos sido convocados a este mundo. Un diseño marcado a fuego en el alma, que implica un plan que nos arrastra en función del propósito de servicio encomendado a cada quien. Al fin y al cabo, el servicio es el sentido de la vida, lo que, por cierto, no es un concepto materialista, sino espiritual. Una vez que somos compelidos a ese llamado, la siguiente etapa es la de capacitarse en aquello a lo que ese faro del alma nos dirige, pues sin educación, es imposible la excelencia en cualquier misión vital.

 

Cuando nuestro intelecto ha sido alimentado, la siguiente etapa es la acción. Antes de la culminación de esa brega, pueden existir momentos de larga espera. La paciencia es parte de la formación del carácter. Ocasionalmente es una espera expectante, la espera de quien sabe que su momento llegará. Ese activismo y esa espera puede resultar combinada en batallas, como la de David, perseguido antes de reinar, o puede ser reflexiva, como aguardó Moisés, en el gran oasis de Madián, antes de liberar a su pueblo. Ese ciclo reiterado de educación, acción, espera, error, madurez, es lo que finalmente forja una cultura personal, y al ejercitar esa trayectoria vital aquí descrita, se procrea algo aún superior: el ideal, que representa la culminación de una vida con propósito, o una gran vida.  Así descrito lo que el ideal es, entendemos que, en las sociedades materialistas, éste es imposible, pues como lo vimos, el ideal es una fragua espiritual.  

 

Por el contrario, la vida centrada en una visión material de la existencia tiene dos vertientes: una filosófica, que radica en la convicción de que la materia es todo lo existente. Frente a la más importante pregunta de la filosofía, ¿por qué existe todo, en lugar de nada?, la respuesta del materialista es que la existencia es resultado de la nada, sin causa, y azarosa. Ello a partir del hecho demostrado de que el universo tuvo un principio, pues originalmente los filósofos materialistas abrazaban la convicción de que la materia había existido siempre, hasta que la ciencia demostró el error. La segunda es experimental, o empírica; asociada a la simple consecución práctica de los placeres. Y allí es donde está el problema, pues el egoísmo, aparte de que es la columna central de una vida centrada en los deleites, deforma gravemente la noción de lo que la alegría y la felicidad verdaderamente son. Un repaso a la historia del pensamiento nos ilustra que, para buena parte de los filósofos materialistas de la antigüedad, el objeto de la felicidad humana simplemente consistía en el disfrute de los placeres. Igualmente, buena parte de los libre pensadores modernos, -los positivistas y materialistas-, ubican en el utilitarismo, el fin último del hombre. Lo anterior se manifiesta de manera evidente, en la actual tendencia de las relaciones afectivas, tan lesionadas hoy por lo que el Papa Francisco llama la contracultura del descarte. Lo que se refleja en las nuevas tendencias de educación sexual, centradas simplemente en capacitar para una mecánica actividad coital sin compromiso, sustentada exclusivamente en el placer y las simples emociones, aislándolas de todas las demás clases de responsabilidades que han sido destinadas para acompañarla. El derecho a gozar nuestros impulsos carnales, se asocia equivocadamente con el derecho a la felicidad, al que refiere el preámbulo de la declaración de independencia de los Estados Unidos. Pero la felicidad es un derecho que no es ilimitado, pues no puede desligarse de la responsabilidad y de los compromisos morales que asumimos en nuestra vida. Confundiendo lo que es el derecho a disfrutar la existencia, muchos conciben que su alegría se encuentra en dilapidar recursos en consumismo vano, sin atender el compromiso moral que eso acarrea. Si no nos afirmamos en lo que la verdadera felicidad es, continuaremos retrocediendo hacia aquella etapa de enorme inmadurez de la civilización, propia de las sociedades antiguas, en el que no solo los impulsos sexuales, sino que casi todos los impulsos humanos, se desataban con desenfreno.

 

Ese, además, es el camino de la desigualdad social y el de la decadencia de la cultura, el cual denunciaba el profeta Ezequiel cuando afirmaba que: “…soberbia, saciedad de pan, y abundancia de ocio tuvieron ella y sus hijos; y no fortalecieron la mano del afligido, ni del menesteroso.”   En este punto, aclaro el verdadero sentido de la crítica, pues no se entienda la riqueza material como si la prosperidad fuese anatema. De hecho, el bienestar económico es una bendición evidente para cualquier comunidad o individuo. A lo que me refiero es a esa propensión a convertir los bienes patrimoniales en sentido de la vida y garantía de felicidad, lo cual es una de las mayores crisis existenciales del hombre moderno. Y por supuesto, tampoco el ocio es, en sí mismo, algo negativo. Por el contrario, las primeras grandes civilizaciones y culturas nacieron por la capacidad humana de almacenar granos, hecho que permitió más tiempo de ocio, y con éste, se desarrolló la inventiva y se engrandeció la cultura.  La abundancia de ocio, como mal moral, se refiere al ocio centrado de forma absoluta en el egoísmo y en la satisfacción de los apetitos y sentidos sensuales que, a la larga, se tornan en una suerte de adicción improductiva, que esclaviza y provoca enorme insatisfacción. El resultado de una sociedad así enfocada, es la de una total ausencia de compasión, la desigualdad, la violencia derivada de ella, y un hartazgo de soberbia; y con ésta, el hombre intenta colocarse en la posición de Dios, frontera última de nuestra descomposición moral. fzamora@abogados.or.cr  

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